29 marzo 2007

2002 - Francisco Ruiz

Pregon de la Semana Santa de Sevilla del año 2002. Pronunciado por D. Francisco Ruiz Torrent en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, el dia 17 de Marzo.

A la memoria de mis padres.
A Marta, mi mujer, y a mis hijas.
A mi primer nieto, Curro,
deseando que el contenido de este Pregón
pueda servirle algún día de estímulo
para su formación como hombre de fe
y buen sevillano.


No, Sevilla, no estás soñando. Has oído bien. Son los compases de "Amargura" los que han llegado hasta tus sentidos para hacerte despertar de ese letargo latente en el que has vivido durante todo un año, durante toda una Cuaresma, y hacer que hoy, justo a la llegada de una inminente primavera, junto al azahar recién brotado, la cal nueva y la voz que a este Pregonero tú le has prestado, anunciemos por las esquinas de tus barrios más señeros la llegada de los días del máximo gozo para los sevillanos.

No, Sevilla, no sueñas. Has oído la oración más profunda que uno de tus hijos compusiera en forma de música, que es como a ti te gusta rezar, para consolar entre susurros a una bella y compungida mujer que cada atardecer de un Domingo de Ramos recorre las estrechuras de la calle Feria acompañada de un joven de barba incipiente, que ya no encuentra palabras de consuelo para calmar su dolor.

Allí, sí, con la emoción contenida de siempre gustamos vivir esos momentos, mezclados en la apretura del gentío que acude solícito a consolarla llevando tan sólo el compás de esta partitura musical, en tanto los labios musitan una oración.

Y es allí cuando, aun sin querer, tenemos que caminar de espaldas durante unos momentos, porque nuestros ojos se resisten a dejar de mirarla y nuestra palabra pone letra a la música y se convierte en plegaria. Es allí donde nuestra mirada se cruza con la de ese nazareno amigo que un día ya lejano nos enseñó a quererla y que ahora parece decirnos:

–"Ahí la tienes, es toda tuya".

Y allí es precisamente donde una y otra vez...
Me tengo que volver para mirarte
y descubrir en tus ojos mi camino,
y el sentir en mi dudoso desatino
el aguijón humano de olvidarte.
Me tengo que volver, y adivinarte
que deseas intervenir en mi destino
y sentirte detrás, que sin respiro
me dices quedo, que mi amor compartes.
¿Por qué dudar entonces, si es certeza
lo que mi pobre corazón desvela
cuando distingue el dolor en tu belleza?
Locura por tu amor es mi cordura,
y es que mi anhelo es aliviar tu pena,
añadiendo amor a tu Amargura.


Excmo. y Reverendísimo Sr. Arzobispo.
Excmo. Sr. Alcalde de la Ciudad.
Ilmo. Sr. Presidente y Junta Superior del Consejo General
de Hermandades y Cofradías de Sevilla.
Dignísimas Autoridades.
Cofrades de Sevilla.
Sras. y Sres.

Aún dormía la ciudad. Por las blancas azoteas tendidas de prendas multicolores, por tejados florecidos de amarillos jaramagos, por la torre cercana rematada de azulejos, se reflejaban los primeros rayos de un tímido sol que iba rompiendo poco a poco el celeste grisáceo del amanecer.

Un levísimo aroma procedente del jazmín del patio se filtraba a través de las rendijas entreabiertas de la ventana. Sí, era un Domingo de Ramos cuando, casi al alba, despertaba tras un profundo sueño un niño de Sevilla. Niño de barrio, de un barrio cualquiera, donde se respiraba durante todo el año el aire de sus devociones más profundas, de sus tradiciones y de la más pura gracia de nuestra tierra.

Aquel niño de no más de siete u ocho años, que jugaba con pasitos realizados sobre cajas de zapatos y nazarenos de cartón, había recibido el más maravilloso regalo que se le podía hacer y que venía a colmar, dentro de su pequeño mundo, el no va más de sus apetencias.

Su padrino, conocido cofrade y Prioste de aquel tiempo, le había confeccionado un pequeño paso con una imagen de barro de la Virgen, cubierta de manto de raso verde pintado de purpurina.

El niño había soñado con lo que diariamente gustaba de soñar despierto: ser algún día, como su padrino, Prioste de su Hermandad. Y así se vio retratado en su sueño, figurando en una imaginaria cofradía como diminuto nazareno en la delantera de su pequeño paso.

Y en su fantasía, aparecieron ante él fachadas de chillones colores y balcones cubiertos de geranios, muchos de ellos desvencijados, con cristales rotos, y desiertos. Veía niños, infinidad de niños, unos vestidos de nazarenos de la mano de sus padres, otros vestidos de fiesta y que sostenían globos al aire, en tanto pedían caramelos a unos nazarenos de negras capas y túnicas moradas.

Veía señoriales casas de cancel as y patios de mármol, adornados por infinidad de cinerarias moradas, rosas o azules, en cuyas puertas grupos de graves señores vestidos de oscuro hablaban muy quedamente bajo los naranjos que festoneaban las aceras y que, a veces, cuando el paso se acercaba, desaparecían mágicamente entre las etéreas volutas del incienso.

Los estilizados nazarenos se movían en silencio como figuras fantasmagóricas en la noche.

Tan sólo se oían los compases de una marcha fúnebre queriendo acompañar el llanto de aquella Dolorosa de manto negro y ojos perdidos hacia el cielo de Sevilla.

Se vio ante una vieja Iglesia, en la que a través de una ventana podía contemplarse cada día la imagen de un Cristo que lloraba amargamente. Allí pudo ser testigo de la pericia de unos costaleros que, sorteando las pétreas agujas de una pequeña puerta ojival, hacían posible el milagro de sacar el palio de una Virgen, que al contacto con el sol de la tarde inundaba el entorno de bellas tonalidades celestes.

Veía, veía y veía. Hasta que de pronto sus ojos asombrados se encontraron con la estrechura de una encalada calleja donde racimos de geranios acariciaban, desde los balcones, los varales de su palio. Ella era prácticamente igual a las demás Vírgenes. Sin embargo, era distinta. No sabía apreciar bien si lloraba o sonreía. Un fruncido ceño sobre sus cejas daba a su rostro un singular y característico gesto que la hacía inconfundible. Era su Virgen.

La de su particular y queridísimo pasito. La del manto verde y oro. La de las piedrecitas de esmeraldas pintadas sobre el pecherín. La de la risa entre lágrimas... ¡Dios mío, qué hermosa era! Realmente aquello tenía que ser un sueño o una celestial aparición, porque él jamás la había visto anteriormente, tan sólo en estampas. Ella salía de madrugada, en esas horas en las que los niños de entonces no estaban en la calle. Sin embargo, la había reconocido, era Ella...

–"Pararla ahí", exclamó dirigiéndose al capataz con toda la autoridad que le daba aquel cargo de pequeño e idealizado fiscal.

Y aquel niño despertó sobresaltado y con su corazón latiendo a ritmo de tambor. Su primera mirada fue para el pequeño paso que se encontraba a escasos metros de su cama. La segunda, para la túnica que colgaba de una percha en un rincón de la habitación. No correspondía, por supuesto, a la túnica que momentos antes vestía junto a la Virgen de sus sueños. Pero la miró con ilusión, con esa ilusión que los niños de Sevilla sienten por vestir la túnica nazarena. No obstante, en aquel momento el niño sintió deseos irreprimibles de poder vestir algún día, cuando fuera mayor, la túnica de sus sueños para acompañar en una Madrugada a la Madre de Dios por las calles de Sevilla.

Aquel niño salió aún durante unos años con el antifaz levantado, formando filas en la Cofradía de su barrio junto a su padre, junto al resto de los miembros de su familia que por devoción y tradición ancestral formaban parte de ella.

Pero nadie conocía los designios del Señor. Y así nuestro niño, cuando apenas había llegado a la adolescencia, sintió la tremenda sacudida de una muerte cercana. Cual si de un nuevo sueño se tratara, vio como su padre, al que desde que tenía uso de razón había acompañado vestido de nazareno, salía un día sin él, para emprender la última y definitiva estación, vistiendo los colores de su Hermandad.

Y aquel niño, a partir de entonces, decidió bajar para siempre el antifaz y cubrir su rostro.
Nunca más jugó con pasitos y nazarenos de cartón. Comprendió que había dejado de ser niño y entraba en una nueva etapa de su vida. A pesar de su edad temprana, el mundo y las cosas cambiaron para él y, con ellas, el concepto que había tenido hasta entonces de lo que realmente significaba la Semana Santa y la propia vida.

Y al igual que tantos y tantos sevillanos, aquel joven convirtió a su Cristo en espejo y bandera de su vida. Mirándose en Él, llevándolo consigo noche y día, llegó a escudriñar cada palmo de su anatomía, la expresión de su rostro y cada síntoma de su escalofriante agonía. Fue así como llegó a familiarizarse íntimamente con la muerte de aquel Cristo, hasta el punto de perder el miedo y encontrarla hermosa. Porque llegó a la conclusión de que la muerte de su Cristo no se consumaría nunca en su totalidad, que existía una especial transición que él se negaba a aceptar como muerte, porque aseguraba que Sevilla nunca dejaría de aportar esa brizna de aire que parecía faltarle para continuar con vida eternamente.

Decían los antiguos de su Hermandad que aquel Cristo, en su interminable agonía, hablaba cada año y descubría los insondables misterios sobre la muerte a los manigueteros que le acompañaban. Y él soñaba, soñaba con alcanzar algún día una de las cuatro maniguetas de su Cristo moribundo.

Al adentrarnos ya de lleno en lo que ha de ser la trama de este Pregón, quisiera vuestra benevolencia para levantarme el antifaz por unos instantes e identificarme con ese niño de nuestra historia, y poder así proseguir a sabiendas de que este Pregón será la narración de las vivencias de un simple cofrade sevillano, igual que todos y cada uno de vosotros, con la sola excepción de que Sevilla un día, sin mérito alguno que lo justifique, decidió señalarlo con el dedo y convertirlo en Pregonero.

Resulta consolador para un hombre pensar que cuando llegas a ese momento de la vida en el que crees que ya no puedes ser útil para muchas cosas, Sevilla, siempre amorosa, oportuna y sensible, haga honor a su lema alfonsino, y no sólo te demuestre que no te ha dejado sino que corresponda a ese amor que le has profesado siempre, concediéndote el honor y el privilegio mayor que se puede ofrecer a un sevillano de fe y a un cofrade.

Gracias, Señor, por haberme permitido nacer en Sevilla. Gracias, Sevilla, porque tú me enseñaste la Luz. Gracias, Sr. Arzobispo, Sr. Alcalde, Sr. Presidente y Junta del Consejo de Cofradías, por la confianza depositada en mi persona. Gracias, Sra. Teniente Alcalde-Delegada de Fiestas Mayores, por sus palabras de presentación un tanto exageradas, pero que no obstante son estímulo para continuar en esta mañana de auténtica y sevillana Pasión.

Así pues, este Pregonero vuelve a echarse el antifaz, toma su cirio y ocupa su tramo en esa interminable Cofradía que viene a formar Sevilla desde la primera Cruz de Guía del Viernes de Dolores al último nazareno del Domingo de Resurrección.

Sería imposible pretender enumerar a todas y a cada una de ellas. Describir esos momentos que sabemos estáis esperando cada cofrade y cada sevillano, en el que tan sólo se nombre y se exalte la belleza, la emotividad que despierta ese misterio o esa imagen de vuestra devoción en su triunfal recorrido por la ciudad.

Qué más quisiera este Pregonero que llegar al oído de cada uno de vosotros, aquí presentes o en vuestros hogares, y poder comunicaros ese Pregón que esperáis, el vuestro, el de tu Cristo y tu Virgen que en definitiva es lo que de verdad te llega al alma. El de vuestro mundo, esos pequeños mundos particulares que formáis los costaleros, imagineros, orfebres, bordadores, músicos, tallistas, doradores o floristas, y que juntos sois los auténticos artífices de la armonía y la estética de nuestra Semana Santa.

Qué más quisiera este Pregonero que contar con la satisfacción de que sus palabras hubieran llegado hasta ti, antiguo vecino del Barrio de San Bernardo, que naciste y viviste durante más de media vida en esa casa ya desaparecida de la calle Campamento, desde donde saliste tantos Miércoles Santos camino de la parroquia para acompañar a tu Cristo de la Salud y ahora vives en la continua nostalgia de esa calle, en un barrio lejano en el que aún te sigues encontrando extraño. Qué más quisiera yo, que mis palabras calaran en lo más hondo de tu alma sevillanísima.

Qué más quisiera este Pregonero que al término de su Pregón sentir el consuelo de que sus palabras hubieran llegado hasta ti, joven del Tiro de Línea, que te dueles y sufres como un Cristo vivo, en la cama de un hospital, y tu juventud siente que se revela, porque posiblemente este año no puedas acompañar en su salida a ese Cristo Cautivo en tu corazón desde que eras niño. Daría, créeme, lo que no tengo, porque mis palabras fueran el bálsamo milagroso que cicatrizara tu herida.

Qué más quisiera este Pregonero que sus palabras pudieran servir de estímulo a esa queridísima Hermandad de los Dolores del Cerro, cuya encomiable labor ha sido reconocida por la propia Iglesia de Sevilla, concediéndole el privilegio de coronar canónicamente a su imagen titular, o a esas otras de más reciente creación que, en un sacrificio para muchos desconocido, dan diario testimonio de autenticidad cristiana y espíritu evangelizador.

Quisiera que entendiérais que este Pregonero no pretende otra cosa que, en nombre de Sevilla, anunciaros la anual llegada de Dios a la ciudad, y transmitiros un mensaje, un mensaje de esperanza.

Alguien me comentó en estos días previos al Pregón, algo tan bello y confortador como que el Pregón lo dictaba Dios, lo escribía Sevilla y lo decía el Pregonero. Por ello, y en nombre de Dios y de esta Sevilla que me obliga, quisiera aprovechar la oportunidad del momento para enviar, a través de mis palabras, un mensaje de Paz, de Paz y de Esperanza.

En el mismo barrio donde hace más de veinte años vive el Pregonero, separada tan sólo de su casa por un muro flanqueado de jardines donde florecen las rosas y se arrullan sus blancas mensajeras, las palomas del Parque de María Luisa, habita la Paz. Una blanca y delicada Señora a la que no hay más que mirar para saber quién es y qué es lo que regala.

Ella es mi más querida y cercana vecina. Con Ella hablo de mil cosas. A Ella acudo a pedir consejo o el pan y la sal de cada día. A Ella quisiera dirigirme hoy desde aquí, y en nombre de Sevilla solicitar su intervención.

Señora: resulta obligado en estos momentos, en los que pregonamos a Sevilla la Muerte y Resurrección de Cristo, y por tanto la gran Esperanza de la humanidad, recordar la muerte de esos Cristos vivos de nuestro tiempo, víctimas de esa obsesiva locura que es el terrorismo.

Centrar nuestra atención por unos instantes, y recordar el drama humano que conmocionó al mundo hace unos meses y en el que miles de criaturas vinieron a sumarse trágicamente a las que a diario son inmoladas por la cobardía de los hombres.

Y toda esta barbarie llevada a cabo por unos fanáticos que matan en nombre de Dios...

No sabemos a qué Dios se refieren, porque Dios es, ante todo, Amor.

No sabemos qué Dios, porque Dios, y a pesar de su Soberano y Gran Poder, se hizo hombre y precisamente Expiró en una cruz para darnos la vida...

Dios y Señor de Sevilla, perdónalos, porque o no te conocen o realmente no saben lo que hacen.
Dulce Señora de la Paz, haz que un día no lejano podamos dirigirnos unos a otros, como a diario lo hacemos los hombres de buena voluntad. Como lo vienen haciendo esas palomas blancas que anidan y revolotean alrededor de tu casa. Utilizando, como mensaje, tan sólo tu nombre, y como único símbolo, el blanco pañuelo y la rama de olivo que portan tus manos. Paz, Señora, Paz... Que tu Paz esté con todos nosotros.

Aquel niño soñador de ayer, hoy Pregonero y viejo cofrade sevillano, sigue viviendo y soñando con la Esperanza. Con una Esperanza que al ser componente del alma va más allá de su propia vida.

Mediado el Adviento, cercana ya la Navidad, hay un día en el que Sevilla es visitada de manera muy especial por la Esperanza. Ella baja en ese día hasta Sevilla y desde distintos puntos de la ciudad tiende su mano para que la besemos y, al besarla, sintamos que su mirada se funde con la nuestra. En ese día, todo sevillano de fe puede decir que ha alcanzado con su mano la Esperanza. En maternal correspondencia, Ella nos regala eso que ya no consideramos tan siquiera virtud, sino algo natural, y que hace que la llamemos en nuestro propio lenguaje, con toda la familiaridad del mundo y el entrañable apelativo que corresponde a cada barrio.

Dicen que una leve sonrisa se dibuja en su rostro. Hay quien asegura que fue un requiebro de Sevilla; otros, que un piropo de Triana; alguien, que una sentida oración allá por La Trinidad o la simple Gracia de Sevilla, que la acompaña, la que transmite a su rostro dolorido la misma Esperanza allá por la antigua Puerta Osario o por la plaza de San Martín. Aunque siempre, y por encima de todo, Esperanza, Esperanza de Sevilla.

Desde sus años de adolescente, siempre tuvo el Pregonero un concepto algo especial con respecto al hecho de pertenecer a una Hermandad. Serían incontables las ocasiones en las que, aun deseándolo, tuvo que rechazar el ofrecimiento de hacerse hermano de la cofradía de algunos de sus más allegados amigos.

En mis años de colegio, allá en la calle Jesús del Gran Poder, en ese Colegio de los Hermanos Maristas en el que me inculcaron el espíritu Mariano de la Congregación y que aún perdura en mí, fue donde a través de mis más íntimos compañeros, aquel joven soñador de ayer, cofrade y hoy Pregonero, madurado a base de experiencias y años, aprendió a amar a distintos rincones y barrios de Sevilla, y con ellos a las benditas imágenes de sus respectivas hermandades, cuya devoción llegaron a transmitirle junto con su amistad.

Solía ser motivo de entusiasmo en mis años de niño. Solía ser tema de mis sueños infantiles cada vez que visitaba la casa del poeta de Sevilla.

De una de sus paredes pendía un bellísimo cuadro realizado a principios de siglo por un conocido pintor costumbrista de la época. La escena representaba una tarde de Domingo de Ramos en pleno barrio de San Julián, donde sobre un fondo de modestas casas de bajos y floridos balcones, aparecía rodeado de una sinfonía de azules nazarenos el palio inconfundible de la Virgen de la Hiniesta.

Pasaron los años, y el cariño y generosidad de la viuda de aquel espíritu enamorado de Sevilla, quiso corresponder al fervor que yo sentía por el sevillanismo de aquel inolvidable espíritu, y por la misma Virgen de la Hiniesta, cuya devoción me había sido transmitida a través de aquella escena, regalándome aquel cuadro entrañable.

Es, desde entonces, como una permanente ventana abierta en el salón de mi casa hacia ese rincón sevillano que es el barrio de San Julián. A través de esa ventana, la Semana Santa y el recuerdo de uno de sus más brillantes Pregoneros están siempre presentes en mi casa y en mi pensamiento.

A veces me gusta sentarme ante ella, e imaginar que el lienzo y el óleo cobran vida, haciendo llegar hasta mí la brisa de la tarde, el clamor del gentío, el cante profundo de una saeta, e incluso el eco lejano de los compases de una marcha que me indican que de nuevo se ha levantado el paso de la Señora, para reanudar lenta y graciosamente su triunfal recorrido por el barrio de San Julián.

Frecuentaba desde niño la calle Santa Clara, calle de cales y espadañas, de clausuras y casas importantes, de patios y jardines donde como tímidas novicias florecían cada primavera macizos de calas y rosales. Fue allí donde oí por primera vez repicar las campanas de San Lorenzo. Fue allí donde me enseñaron a querer como a un amigo más al Señor de Sevilla.

Árbol quemado, cuyas raíces, como vivos tentáculos, sostienen en pie a toda la ciudad. Su rostro renegrido es una caverna de padecimiento y virilidad a la que se accede bajo el dintel de la roca de su corona de espinas y entre las gruesas madejas de sus mechones.

Culmen de la tragedia suprema es el rostro del Gran Poder.

Sales a la noche y eres Tú la noche
y tu rostro condensa madrugada
y aunque camines hacia el alba clara
negro es el reflejo en que te escondes.
Dios de las sombras de tu cara
piel de minero y nubarrones
carne sellada de tizones
Hijo increíble de María Inmaculada.
Una apariencia fatal de pobre hombre
soporta entre penumbras tu zancada
al perderse en la tiniebla que recorre.
Mas... qué luz tan grande de tus ojos mana
al abrir entre lo oscuro un horizonte
que da paso, Gran Poder, a la mañana.

Hasta allí acudía cada mañana de Viernes Santo a la amanecida, bajo un trinar de pájaros y un cielo ceniciento, para extasiarme y hacer volar mi espíritu ante el repeluco largo y cansino de sus pasos entre la silenciosa y escasa compañía de unas cuantas mujeres ateridas y unos hombres con los cuellos de sus chaquetas levantados, que contemplaban con cara de madrugada la entrada del Señor en su Iglesia.

Tres negros nazarenos salían por la puerta trasera que da a la calle Hernán Cortés, dirigiéndose Santa Clara arriba hasta aquella casa donde aprendí a rezar al Gran Poder y donde, pasado el tiempo, pude ver cómo el mayor de aquellos nazarenos vestidos de ruán negro emprendía su última estación de penitencia. Años después, otro de ellos, que se trasladaba cada Viernes Santo desde lejos para acompañar al Señor, se instaló definitivamente en Sevilla para tenerlo más cerca, llegando a ser su Mayordomo y amigo mío para siempre.

Pocos meses hace que, tras una auténtica pasión y plenamente enamorado de esta ciudad y de su Cristo, se presentó con su definitiva papeleta de sitio al que fue su único Señor, el Señor de Sevilla.

Asimismo, aquella casa del barrio de San Lorenzo se convertía en punto de reunión para vivir el ambiente del entorno el Martes y Miércoles Santo, en los que el barrio se echaba a la calle y se vestía de fiesta para poner su nota de color en las salidas de la Bofetá y El Buen Fin. De nuevo aparecía esa escena para mí siempre entrañable de la Virgen acompañada de San Juan, de ese joven en el que el Pregonero gusta encontrar reflejada a la juventud cofrade, siempre dispuesta a mimarla y piropearla con la misma vehemencia y ardor cual si de una Purísima novia se tratara. ¿Qué joven cofrade sevillano no soñó por una noche de Martes Santo hacer de San Juan para susurrar de cerca la finura y suave elegancia de la Virgen del Dulce Nombre?

Yo creo que San Juan debió nacer en Sevilla, e incluso me atrevería a asegurar que sigue viviendo allá por algún lugar cercano a la calle Feria o San Lorenzo, ocupando, por qué no, el cargo de Prioste de alguna de nuestras hermandades más señeras. Siempre nos sugirió una especial ternura el cargo de Prioste.

Pendiente de sus anhelos,
pendiente de su quebranto,
pendiente de ese pañuelo
que con tanto mimo y celo
coloca sobre sus dedos
para que enjugue su llanto.
¡Ay Señora, quién pudiera
al menos por unas horas
ser Prioste en Primavera
y como el cirio que llora
fundirme siempre a tu vera!

Cruzaba el puente, justo delante de aquella antigua casa situada al comienzo de la calle Oriente. Era lugar de privilegio para ver subir la cofradía del Barrio de la Calzada. Hasta allí solía acompañar en mis años de niño a unos amigos que cada Martes Santo tenían por costumbre ir a merendar a casa de su abuela y ver transcurrir la cofradía.

La visión desde aquel balcón resultaba algo espectacular y digna de ser plasmada en un cuadro. Teniendo como fondo el viejo acueducto, y entre un mar de colores, avanzaba la caballería seguida de todo el entusiasmo infantil del barrio. Globos y bastones, pregones de vendedores ambulantes, trompetas y tambores... allí Pilato nos parecía más romano que nunca cuando pasaba ante las arcadas de las antiguas ruinas. Detrás, la Señora de la Encarnación, la bella Palomita de Triana que venía a recordarnos que también Ella había nacido en nuestro barrio, hasta que un día emprendió el vuelo y anidó para siempre en el de la Calzada.

En pleno centro de la ciudad, en la collación de San Pablo, allá por la calle Zaragoza, vivía otra familia amiga, cuya casa fue y aún sigue siendo lugar donde durante todo el año se mantiene latente el recuerdo de su Hermandad de la Quinta Angustia. Hogar donde cada Jueves Santo aún la abuela, heredera por años y tradición de un arte singular, continúa sujetando el chantillí a la peina y colocando los pendientes de pera a su larga descendencia femenina, dando las debidas instrucciones de cómo ha de llevar la mantilla una mujer sevillana.

Allí, y anteriormente en mis años de colegio, me transmitieron el cariño y devoción hacia ese sobrecogedor Misterio del Descendimiento de Cristo en la Cruz.

Durante muchos años he acudido, incluso, a los Oficios del Jueves Santo en la Magdalena, aunque últimamente los he alternado con la intimidad conventual de las Mínimas de Triana o de mi propia Hermandad.

En uno u otro lugar, hemos gozado de la presencia viva del Señor, del ceremonial barroco y solemne de aquél o de la sencillez litúrgica de unas monjas que, entre azucenas, celindas y macetas de "pilistras", conmemoran el momento de la instauración de la Eucaristía y la Última Cena del Señor. "Cantemos al amor de los amores", entonaban las monjas tras la reja de su clausura, y al llegar a la estrofa de "Dios está aquí..." mirábamos a nuestro alrededor y percibíamos, entre el silencio que venía del patio, el canto de un canario, el aroma de la flor y las voces de aquellas vírgenes ocultas que, sin duda alguna, hacían que la presencia de Dios se hiciera tangible.

Pero volvamos al compás de San Pablo, donde entre las sombras verdinegras de los árboles y la luz rosa y morada del atardecer, aparece la trágica escena de Cristo descendiendo de la Cruz, sostenido por la sábana que desde unas escaleras deslizan entre sus manos José de Arimatea y Nicodemo.

Junto a Él iba siempre uno de mis más queridos amigos y hasta él me acercaba ya al regreso por el Postigo o Castelar para, con la mayor discreción, cruzar una mirada o tal vez dos escuetas palabras: ¿Necesitas algo? Él acostumbraba a devolverme la visita al día siguiente, cuando vestido de nazareno yo atravesaba el puente de Triana acompañando a mi Cristo.

Allí se repetía la misma escena y se cruzaba idéntico diálogo. Y así fue como nos despedimos y nos vimos por última vez. Ésas fueron sus últimas palabras conmigo, ya que días después, en un absurdo accidente de carretera, su cuerpo, roto como el de su Cristo, fue recogido, posiblemente por distintos Arimateas y Nicodemos, para ascenderlo en esta ocasión a los cielos de Sevilla.

Por eso sigo acudiendo cada Jueves Santo al encuentro de ese Cristo, mío también desde entonces y por el que, gracias a Él, sigo manteniendo vivo el recuerdo de mi amigo.

Calle de Zaragoza, Doña Guiomar y Molviedro, donde la muerte del Cristo del Calvario se hace presente junto al repeluco de una madrugada a punto también de expirar. Crujir de nobles maderas, sordo acompañamiento del esparto de unas alpargatas sobre el suelo, silencio y saeta que van pregonando por Sevilla la muerte de un lirio.

Donde el Calvario se eleva,
su cabeza se rebaja,
su desnudez nos congela
y su muerte nos desangra.
Sólo un silencio nos deja
a solas bajo sus plantas,
y ahogados por su presencia,
ya muy cerca de su casa,
decimos: Señor, despierta
la conciencia de mi alma.

Las primeras salidas en pandilla, por aquellas edades de hombrecitos que estrenábamos pantalón largo y fumábamos nuestros primeros pitillos, nos llevaban en estos días de Semana Santa a un hotel de la calle García de Vinuesa, en el que los hijos del propietario, compañeros de Colegio, nos reunían cada tarde de Miércoles Santo para degustar las primeras torrijas y vivir de cerca el ambiente del barrio del Arenal. En aquella casa, cuya devoción en realidad era la Hermandad de la Exaltación, aprendimos a familiarizarnos y a conocer los íntimos secretos y todo el duende del barrio.

Aún me sigue estremeciendo la escena de la Piedad del Baratillo. Me enternece la visión de esa Virgen tan joven, más bien en edad de apretujar contra su regazo a un recién nacido al compás de una nana, que de sostener el cuerpo inerte del hijo. Aquellos pañales que ayer sirvieron para envolver su tierno cuerpo sonrosado, el tiempo los ha cambiado por sudario mortuorio, para servir de mortaja a la muerte temprana del Hijo de sus entrañas.

En tanto ella, en su dolor inconsolable de madre niña, parace estar acunándole y cantando entre sollozos: "A la nana nanita nanita ea..." y Jesús se ha dormido. Bendito sea.

Posteriormente, ya en otras edades y pasados los años, nos transmitieron desde distintos lugares del barrio, siempre a través de buena gente amiga, devoción y cariño hacia el resto de las hermandades que allí radican, de manera especial a esa Hermandad de Las Aguas de orígenes trianeros, a la que recordamos en nuestros años de niño cuando salía de San Jacinto con un solo paso, compuesto por aquel bellísimo Calvario que venía a poner una nota de melancólica tristeza e inundaba a Triana de profundos sabores antiguos. Seguimos acudiendo al Arenal cada Lunes Santo, y gustamos deleitarnos hoy ante esa otra Niña del barrio, de nombre Guadalupe, que le acompaña, muy joven para llorar y en la que se aprecia que fue esculpida por la gubia amorosa de un adolescente, quien le infundió todo el candor y la virginal inocencia de una quinceañera.

Dicen que el amor se acaba, que con el tiempo llega a olvidarse...

Yo debo ser excesivamente romántico o demasiado inocente, porque tengo otro concepto distinto del amor o del cariño, qué mas da...

Para mí, el amor con amor se paga, como nos lo viene enseñando en Sevilla la imagen de un Cristo muerto por Amor.

Y fue precisamente por el cariño demostrado durante toda una vida por una familia sevillana, que me transmitió y dio a conocer el mensaje de su Cristo, por lo que aún hoy gusto de ir a su encuentro a la anochecida del Domingo de Ramos para verlo venir por calle Cuna, volver a observar y meditar sobre el símil amoroso del pelícano dando de comer su propio cuerpo a sus polluelos y escuchar sobrecogido la voz apagada de alguien que en la noche susurra: Ahí va el Amor, el Amor Crucificado de Sevilla.

Desde esa antigua y tradicional calle Cuna, calle de tiendas con sabor añejo y casas palaciegas, aun sin que nos lleve la mano de nadie, nos conduce nuestra sensibilidad sevillana en diversos momentos concretos de estos días, para encontrarnos en la mayor intimidad de un Lunes Santo con el regreso de la impresionante escena del misterio de Santa Marta, de esa Hermandad siempre ejemplar que va transmitiendo a Sevilla toda la Caridad y el recogimiento que emana la imagen de su Cristo conducido al sepulcro.

Y allí mismo, hace ya unos años casi en la madrugada del Jueves, nos gustaba encontrarnos con el regreso de la Hermandad de los Panaderos para deleitarnos ante la forma de andar de ese paso de misterio y la clásica belleza de la Virgen de Regla, la divina Panadera de San Andrés.

Y por aquel mismo entorno de la calle Cuna, tan sólo unas horas después, he visto caminar a Dios por la ciudad. He sentido todo el peso de su cuerpo macerando mi hombro en más de una ocasión, cuando por privilegio de sus hermanos, que también son los míos, lo he portado hasta ese Sagrario de plata en el que es conducido la noche del Jueves Santo por Sevilla. He sentido su pie acariciando mi mejilla y sus ojos taladrando mi cuello. ¡Ay Señor de Pasión!

Como en una fugaz a parición hemos visto de cerca el rostro de Dios. Quedamos impregnados por su aroma, ese aroma que apenas nos deja terminar una oración. En la estrechura de la calle, ya en lontananza, adivinamos su silueta que se aleja... Ya ha pasado por Cuna el Señor de Pasión. Un año más Dios se dispone a recorrer la ciudad.

Y en el silencio de la noche, un negro penitente con escudo mercedario al pecho y una cruz sobre el hombro, irá musitando muy quedamente: ¡Pasión de Cristo, confórtanos!

Allí, en las inmediaciones del Salvador y Cuna, también me he emocionado más de una vez en la mañana del Viernes Santo ante esa Gitana guapa de las Angustias, que no puede negar que también nació en Triana, a la vera de la mismísima Cava, donde los Puyas y los Canela, los Vargas o los Moreno aventaban los últimos rescoldos de las fraguas al son del martinete y las seguiriyas del señor Manuel Cagancho. Cómo podría olvidarte, si como Tú llevo sobre mí eternamente la sombra imborrable de tu Madre Señá Santa Ana, esa que desde el techo de tu palio aún sigue acompañándote, porque cree todavía que eres demasiado niña para dejarte salir sola en una Madrugada...

Por el Patio Banderas se entraba a la casa de Joaquín Romero Murube, situada en el mismo apeadero de los Reales Alcázares. En aquella misma casa vivió por unos años mi hermano mayor, casado con una hermana del poeta. Allí nacieron mis primeros sobrinos, casi de mi misma edad y con los que conviví durante un largo período de mi infancia correteando por los jardines y aposentos bajos del regio recinto.

El Cristo de las Misericordias era el titular de la cofradía del barrio, y aunque en aquella casa se respiraba el aire de San Lorenzo y una especial devoción hacía la Virgen de la Soledad, la mayoría del vecindario pertenecía a la Hermandad de Santa Cruz y hacía que cada Martes Santo acudiéramos a la esquina de la Plaza del Triunfo con la Alcazaba para contemplar el tránsito de esta señera Hermandad.

El Martes Santo de 1970, tan sólo unos meses después de la muerte del poeta y de mi marcha a Madrid, llegábamos a Sevilla para pasar la Semana Santa y, cómo no, acudimos directamente a esa esquina de la Alcazaba, bautizada ya en rótulos trianeros con el nombre de Joaquín Romero Murube. Un grupo de familiares esperábamos emocionados el paso del Cristo de las Misericordias. El paso se encontraba en esos momentos arriado en el suelo y las manos del Cristo parecían buscar el rótulo de la calle para acariciarlo. El Cristo de Santa Cruz nos daba a entender que aquel espíritu de nuestro admirado poeta, aquel que continuamente había llevado a Sevilla en los labios y en su corazón, había recuperado al fin los cielos que él creía perdidos y gozaba ya de esa Sevilla celeste y soñada que tanto había amado y de la visión de su Virgen de la Soledad, la más triste y solitaria de las Vírgenes sevillanas, pero a la que sin duda alguna sigue consolando y acompañando desde entonces como su más fiel y enamorado amante.

Muy cerca, por Miguel de Mañara, buscando la penumbra del anochecer, salimos al encuentro de la cofradía de los Estudiantes. La severidad de la caoba y el lirio hacen lecho perfecto para que descanse su cuerpo dormido, más que muerto. Por muy buena que sea, me resisto a llamar por su nombre al sueño dulce y vivificador del Cristo de los Estudiantes.

Y aun dormido, quiero interpretar la tremenda y magistral lección que nos dicta cada año desde la cátedra de su Cruz. Por eso, a la anochecida de cada Martes Santo, Sevilla se transforma tras ver pasar al Cristo de los Estudiantes. No se harán precisas las palabras, tan sólo Dios sabe cómo tocar el alma de los sevillanos. Tan sólo Dios sabe abrir esa Puerta a la Esperanza, esa Puerta desde la que la imagen de la Buena Muerte de Cristo va transmitiendo a Sevilla esperanzas de vida eterna.

Momentos después, aquel mismo lugar –contrastes de Sevilla– transformará la angustia en la que nos hemos sumido, por la alegría desbordante, los blancos nazarenos, la música y, sobre todo, la luz, la luz cegadora del palio azul y plata de la Candelaria, que va rodeando las almenas del viejo Alcázar para adentrarse en la espesura de unos jardines y prender fuego de amores a los vecinos de la vieja judería.

Pero no quisiera terminar este paseo por la ciudad en el que he querido testimoniar mi más emocionado recuerdo a muchos de los amigos, a través de los cuales llegué a conocer y a amar a nuestra Semana Santa, sin haber logrado transmitiros el sentimiento que ha acompañado a este Pregonero, que no ha sido otro que el pretender os hayáis visto retratados en él como cofrades y sevillanos. Por ello, no puedo dar por finalizado este recorrido sin detenerme en la antigua casa de unos viejos conocidos, allá por Alfonso XII, esquina a la calle hoy del Silencio, desde donde solíamos vivir el comienzo de esa Madrugada única de Sevilla. Ese momento en el que una saeta rasga el aire anunciando que la Cruz de Guía, la primera Cruz que inició y dio origen a nuestra Semana Santa, está en la calle.

Silencio guarda Sevilla ante la sola aparición de esa Cruz. Ese Silencio que tan sólo sabe guardar Sevilla en los momentos importantes y en los que ni el aire se atreve a mover una hoja de los naranjos que perfuman la calle.

Casi sin darnos cuenta ha aparecido en el dintel de la puerta la imagen del Nazareno. Otra muda lección que tan sólo la sensibilidad de Sevilla es capaz de captar y ante la cual toda la ciudad queda sumida a su paso en una profunda sensación de romántica nostalgia, en elocuente Silencio, roto a veces por las notas del fagot y el oboe que acompasan el canto de unas antiguas coplas que entristecen el alma.

Una ligera brisa de azahar ha impregnado la Madrugada que comienza. Es la Virgen de la Concepción, que también en silencio y de lejos le sigue junto a San Juan, para acompañarlo hasta ese Calvario que Sevilla, por amor, ha transformado en vergel de naranjos florecidos.

En esa misma calle, desde el Convento de San Gregorio, auténtico panteón familiar donde yace durante todo el año el cuerpo de Cristo, veremos salir el Sábado el impresionante cortejo del Santo Entierro. Veremos a una ciudad sumida en el tremendo vacío de la ausencia de Cristo vivo por sus calles. Ese Cristo, cuyo recuerdo de su sombra reflejada en nuestros balcones y fachadas nos llevará hoy hasta la Trinidad y a las proximidades de San Marcos, para contemplarlo a punto de ser descendido de la Cruz o en los brazos de su Madre.

Y en la tarde que declina, una Sevilla añeja y de luto acompañará, junto a los más fieles discípulos, el duelo y la soledad de la Virgen de Villaviciosa.

En Soledad, en la más absoluta y desconsolada Soledad, volverá María hasta su casa de San Lorenzo. Allí, antes de que la losa negra de su puerta se cierre, una voz romperá el aire de la medianoche despidiéndola con una saeta:

De la pasión dolorosa
de tu divino Jesús
sólo te quedan tres cosas:
Tu Soledad, una Cruz
y unas espinas sin rosa.

Aun cuando pasaron tantos años, lo sigo recordando. Era un pasito precioso. Las bambalinas pintadas de purpurina caían airosas sobre los pequeños varales recubiertos de papel de plata. El manto verde pálido con graciosos recortes dorados, y en su pecherín pintados cinco puntos verdes que pretendían emular las mariquillas de esmeraldas que la hacían inconfundible.

Entre clinios y "pilistras" yo lo hacía recorrer cientos de veces el patio de mi casa, en tanto canturreaba entre dientes los compases de "Pasa la Macarena".

Aunque nunca pude hacer realidad mi sueño y acompañarla vestido de nazareno, he seguido buscándola despierto... para volver a soñar.

Y mire usted lo que son las cosas... ¡quién me iba a decir a estas alturas de mi vida que me encontraría con Ella, hasta el punto de tocarla con mis manos, abrazarla por el talle y sentir el roce de sus mejillas con las mías! Realmente no es tópico ese privilegio de los Pregoneros de Sevilla de poder llevar entre sus brazos su imagen, en esa noche mágica del 14 de diciembre. Debo confesar que creí por unos instantes que estaba soñando de nuevo, o bien que había llegado mi hora y me encontraba ya definitivamente ante Ella.

Y es que sigo convencido que el encontrarse con Ella cara a cara es soñar.

Por eso me gustó siempre, para recrear mis sentidos y hacer más dilatada su presencia, situarme en los lugares más amplios para verla venir de lejos e ir adivinándola poco a poco.

Para averiguar alguna vez de dónde viene y a dónde va. Si realmente es cierto que salió al filo de la media noche de un barrio de Sevilla o, tal y como yo pienso, abandona por unas horas ese lugar desconocido del que tan poco sabemos los mortales y el que tan sólo su nombre puede descubrírnoslo algún día.

Pasa la Macarena... y a verla pasar acudimos en una mañana de Viernes Santo, entre el ambiente único de una calle ancha de la Feria, donde entre pregones callejeros, racimos de globos, humos de los puestos de calentitos, oleajes de plumas blancas y un bosque de capirotes verdes que nos hacen ponernos de puntillas una y otra vez, la vemos al fin llegar...

La sensibilidad de Sevilla puso música a ese momento. Y es que ese momento no se puede acompañar de otra manera.

Pasa la Macarena y nuestros sentidos quedan invadidos por un extraño eco musical de aromas y colores, de una sensación de gozo incontenido que nos hace reír y llorar a un tiempo y ganas irreprimibles de salir de nuevo a su encuentro para volver a mirarte en Ella.

Pasa la Macarena y Sevilla, como aquel niño soñador de nuestra historia, queda convencida de haber visto andar por sus calles a la mismísima Madre de Dios.

Pasa la Macarena y este Pregonero, ahora más que nunca, tendrá que dirigirse a Ella para decirle:

Ya he tocado con mis manos tu Esperanza.
Ya has hecho realidad mi larga espera.
No te marches, con la música que pasa
quédate aquí... o llévame contigo, Macarena.

Sin pretender sentar cátedra alguna, ni desviarme del auténtico sentido de lo que debe ser un Pregón, convirtiéndolo en un sermón o presentando a este mundo nuestro como un mundo de místicos santurrones que está muy lejos de ser realidad, sí quisiera aprovechar esta oportunidad para recordar lo que deben ser actualmente nuestras hermandades y el verdadero objetivo que persiguen.

Creemos que había que ir desterrando de una vez para siempre esos conceptos trasnochados de algunos, que hacen aparecer a las hermandades como simples lugares de tertulia o afición, y a las cofradías como un bello y anacrónico espectáculo que atrae la atención del turismo y convierte simplemente en fiestas mayores de la ciudad la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo.

Sin embargo, y a pesar de que haya aún quien comparta esa opinión, nosotros los cofrades de Sevilla sabemos de la existencia, en todas y cada una de nuestras hermandades, de grupos de auténticos hombres y mujeres comprometidos, con las ideas muy claras y que saben perfectamente el camino que han de seguir, que no es otro que el de vivir la fe de Cristo durante todo el año, transmitirla a sus hermanos, y un día, el de su estación de penitencia, dar público testimonio de ella.

El cofrade actual debe ser consciente de su misión evangelizadora y conocer íntimamente el mundo marginado de hambres y miserias cercano a esta sociedad en la que vivimos, y a veces de nuestras propias hermandades, para convertir la Caridad en nuestro principal estandarte.

Resulta alentador comprobar el grado de compromiso de muchas de nuestras hermandades, y la unión que existe entre ellas al asociarse en fundaciones y cometidos que atienden determinadas funciones de tipo social en beneficio de los más necesitados. Considero obligado citar y alabar públicamente la labor llevada a cabo por ese Centro de Estimulación Precoz de la Hermandad del Buen Fin. Objetivos como éste son lo que realmente engrandecen a nuestras hermandades.

Es así en esa interminable Hermandad que recoge la tarde del Viernes Santo, desde la Cruz de Guía de la Carretería al último penitente de la Sagrada Mortaja. Gracias a esa fraternal relación se logra transmitir el auténtico espíritu de Viernes Santo, traducido en atender las necesidades y la soledad de unos hombres y mujeres que viven en un mundo aislado y del que pocos se acuerdan.

Desde aquí quisiera recordar a esos hermanos nuestros y recrear mis sentidos ante el romanticismo barroco del Misterio de las Tres Necesidades. Extasiarme ante el llanto compungido de la Soledad. Echarle una mano y poder servir de Cirineo al Nazareno de La O.

Trasladarme a cielos perdidos de Sevilla, ante la emotiva aparición del Cristo de las Tres Caídas por la Costanilla de San Isidoro. Meditar ante la ternura siempre esperanzadora del Cristo de la Conversión, y agudizar mis oídos para escuchar el tañido triste y melancólico del muñidor que anuncia en la anochecida que Cristo ha muerto, y que allá por Bustos Tavera su Madre amortaja entre sus brazos el cuerpo tronchado de su Hijo.

No, no puedo olvidarlos, aunque a decir verdad los haya contemplado en la calle contadas veces en mi vida, pero ellos son mis más cercanos hermanos, los que junto a mi Hermandad del otro lado del puente damos testimonio de fe, en esa tarde única de cielos grises y violetas en la que Dios muere por Sevilla.

Y ya con un cirio negro entre sus manos, señal inequívoca de una madurez dentro de su Hermandad y de la propia vida, este nazareno comienza su particular estación de penitencia, a través de la cual gusta meditar sobre las principales escenas de la Pasión, dedicando unas palabras de consuelo a María, representada por las imágenes de ese rosario de advocaciones con que la ciudad la venera.

Esta especial meditación suelo traducirla en un rosario que comienzo nada más pisar la puerta de San Miguel. Es el momento crucial de la estación de penitencia, y donde la cofradía adquiere su mayor dimensión.

La música, la saeta, el rumor de la gente, quedan atrás como apagado eco de un tiempo pasado. Sentimos el frío intenso del mármol que pisamos, el chocar metálico de la vara sobre el suelo, las campanadas estridentes del reloj, y el paso racheado de los costaleros al compás tan sólo de la voz ronca del capataz.

Es Viernes Santo y contemplo, por tanto, los misterios dolorosos. El primero de ellos, la Oración del Señor en el Huerto, me lleva instantáneamente hasta el rumor y el colorido de la tarde en plena calle Feria, donde, nada más comenzar el "Padre Nuestro", recordamos la imagen de Cristo postrado ante el Ángel que le ofrece el cáliz de su Pasión. Y con el primer avemaría, aparece Ella, convirtiendo el dolor en gozo, como en gozo transforma Sevilla el dolor de la Virgen del Rosario de Montesión, nada más percibir el tintineo de sus rosarios acariciando musicalmente los varales de su palio, y soñando con esa corona que Sevilla desea colocar sobre sus sienes benditas.

El segundo misterio nos lleva ante la Flagelación del Señor Atado a la Columna, y nuestra mente, al repetir ese "Llena eres de gracia", no puede remediar el dirigirse a la gracia sevillana y clásica de la Virgen de la Victoria que, aunque con nombre y añoranzas de una Reina de España, se hizo trianera buscando los antiguos aromas y recuerdos de las viejas cigarreras que aún quedan por Triana.

Ya en el tercer misterio, tras contemplar imaginariamente la Coronación de Espinas, nuestros ojos buscarán los ojos verdes y el rostro quebrado de la Virgen del Valle. Y este nazareno sentirá deseos de seguir rezando, porque ante la Virgen del Valle no caben piropos ni requiebros. Sólo un respeto a su dolor y deseos irreprimibles de prestar su propio pañuelo para enjugar las lágrimas que corren por sus mejillas.

Este año tendremos que salir a su encuentro el Jueves Santo, para mirarnos una vez más en sus ojos y felicitarla junto con esta Sevilla, que al fin decidió hacer realidad un sueño y, aunque por un día, cambiar las espinas que como mofa y escarnio coronaron a su Hijo, por esa otra corona de Reina que la ciudad le ofrecerá el próximo otoño como prueba de amor, para intentar calmar su pena y convertir ese Valle de lagrimas, por el que parece caminar, en Valle florecido de claveles rosas sevillanos.

Con el cuarto misterio de este rosario doloroso, en el que contemplamos a Jesús con la Cruz a cuestas, gustamos recordar la imagen de los Nazarenos de Sevilla, y con ella la de todas esas advocaciones de Vírgenes que le acompañan. Nos detenemos unos instantes ante la Virgen de Gracia y Esperanza, Dolores de San Vicente... y tantas otras que como invisibles cirineos van siguiendo los pasos de su Hijo por las calles de Sevilla.

Al llegar al quinto y último misterio, nuestra mirada, como movida por un automático resorte, se vuelve hacia atrás buscando los ojos moribundos de mi Cristo, y recuerda, cómo no, los de ese otro que exhala su último suspiro allá por el Museo en la tarde de un Lunes Santo. Y nuestro consuelo va para esa Madre de las Aguas que le acompaña con los ojos perdidos en la noche, queriendo buscar entre las estrellas, a través de la celosía de su palio, el reflejo del último estertor de su Hijo.

Apenas si cruzamos la Puerta de los Palos, la cofradía adquiere de nuevo su peculiar ambiente al encontrarse con la sinfonía del ruido, el eco de la multitud, los olores y el color negro y plata de la noche. Como un lejano rumor musical, llega a nosotros el momento en el que nuestra Virgen entra en la Catedral. Nunca podemos verla en la calle, y así, como siempre, tenemos que imaginárnosla: esplendorosa, con toda la candelería reflejada en sus ojos a punto de romper el llanto. A Ella dirigimos a manera de letanía nuestros más encendidos piropos llamándola: Santa María, Brisa del Gualdalquivir, Causa de la eterna alegría sevillana, Repique de Giralda, Clavel rosa de Triana, Mata de romero, Flor de la albahaca, Moña de jazmín... ¡Madre y Señora del Patrocinio, ruega por nosotros!

Aún con esa pared que nos separa por medio, cierro los ojos y te veo, guapa y graciosa, acariciada y dejándote besar por el río, tu eterno amante. Ese río que, recién nacido allá por tierras de Jaén, desvió su curso misteriosamente para hacerse sevillano.

Sí, hasta el otro lado del puente me veo obligado a cruzar en estos momentos, porque allí me parió mi madre y sus brazos me acunaron por primera vez. Ahí, en tu cielo purísimo, junto al espíritu de mis padres –que vaya usted a saber si continúan reboloteando por las blancas espadañas del Patrocinio o la calle Pureza–, desearía dormir por una eternidad.

Ay Triana, Triana... Siempre en mi corazón y en mi pensamiento.

Calle de San Jacinto, humos de tejares, olor a pan caliente. Sirenas de la Hispano Aviación marcando el diario laborar y el trajín del barrio. Bullicio y trasiego de mujeres con la alegría pintada en el rostro camino del mercado, santiguándose ante el azulejo de la Virgen del Rocío.

Como casa grande de vecindad, gustamos comparar a aquel templo donde vivían tres de las vecinas más queridas y populares del barrio: Estrella, Esperanza y Rocío. Tres nombres de mujer que junto a Salud, Victoria, La O y Patrocinio sujetan esos cuatro puntales que desde siglos vienen sosteniendo a Triana: San Jacinto, Los Remedios, La O y Señá Santa Ana.

A escasos metros de San Jacinto nació el Pregonero. Allí se despertaron sus primeros amores de adolescentes hacía aquellas guapas vecinas con las que compartió durante media vida sus diarios problemas y secretos, hasta llegar a tal punto que sus nombres se mencionaban en la casa como el de cualquier otro miembro de la familia.

¿A qué hora sale la Estrella? Y nos referíamos a Ella como si se tratara de mi propia hermana, que tuviera plan de salir aquella tarde para ir de compras o simplemente visitar a una de sus amigas del otro lado del puente.

Imposible olvidar por aquellos años en los que vivimos Sevilla en la distancia, un Domingo de Ramos en el que mediada la tarde de un día gris y lluvioso, una locutora de excepción, mi propia madre, nos llamaba por teléfono desde su casa trianera... ¿Ha salido ya la Estrella?, preguntamos emocionados, queriendo adivinar lo que durante todo el día habíamos tenido presente en nuestra imaginación. Ahí la tienes hijo mío, fueron sus únicas palabras. Con los ojos nublados y el corazón palpitando, pudimos percibir los aplausos del gentío que saludaba a la Señora. No podíamos creerlo. Estábamos oyendo "Estrella Sublime", y la Virgen entre mecidas y piropos nos la imaginamos en aquellos momentos enfilando la calle San Jacinto, mientras la Niña de la Alfalfa remataba las últimas estrofas de una saeta.

También en aquellos momentos le susurré muy quedamente:

Adiós mi rosa temprana.
Adiós mi bella alfarera.
Aunque lejos de Triana,
yo siempre estaré a tu vera,
Estrella de la mañana.

Al fondo de la calle San Jacinto, frente a la antigua cochera de los tranvías, una Triana nueva empezaba a surgir, y con ella, para dotarla de personalidad propia y de todos los ingredientes que según Sevilla debe tener un barrio, una nueva cofradía: San Gonzalo.

La más joven y modesta de todas por aquel entonces, pero que con el tiempo fue conquistando al resto del viejo arrabal hasta convertir a la Señora en la dulce y blanca Enfermera por la que suspiran y a la que siguen aferrándose los ancianos y enfermos de las vecinas Residencias y Hospital de la Cruz Roja, suplicando aquello que por edad y sufrimientos se les escapa de las manos: la salud. Salud, Señora, claman un montón de voces desde la soledad de sus últimos años. Salud, Señora, le solicitan desde las ventanas entreabiertas del antiguo Hospital. Y la que es Salud de Triana prosigue su caminar hacia el puente, dejando tras de sí todo un reguero blanco de esperanza.

Si el símbolo teológico de la Esperanza es un ancla, la imagen del ancla nos traslada a la calle Pureza, a la que todas las metáforas marineras le han sido cantadas, como versos y joyas que luce su tocado.

Allí se respira ya un aire de salinas y de esteros. Huele a brea y a redes recién sacadas a orear al sol de la mañana. Allí, cerca de la casa donde habita Señá Santa Ana, su madre, vive ahora la Esperanza. Sí, la Esperanza, la que junto a Estrella y Rocío, como otras muchas vecinas del barrio, tuvieron que dejar su antigua casa de vecindad y buscarse un apaño más reducido, pero al fin y al cabo suyo, para vivir tranquilas y en paz con su numerosa prole y a la misma vera de su Madre.

Capilla de los Marineros, casa de la Esperanza, aunque a decir verdad su casa es toda la calle Pureza, donde cada hogar es una nave desde cuya borda Triana reza y habla cada día con la que es su vida y única Esperanza.

Hay una noche en Triana en la que la calle Pureza se transforma en río, en río humano y de verdes aguas por el que navega la Esperanza. Desde uno de sus bajeles empavesados, una singular tripulación la aguarda cada año. Allí están todos los viejos trianeros que a través de sus vidas hicieron la historia. Ángeles marineros que a los compases de una marcha y bajo lluvia de pétalos de flores la piropean hasta enronquecer y caer rendidos a sus pies. A tus plantas, Señora, se arrodilla Triana... y Triana se entrega, se sumerge en las aguas de ese río humano, para dejarse llevar a la deriva guiada en la lejanía por la luz de un faro, el faro de la Esperanza.

Mediada la tarde, cuando Triana, sumida aún en el profundo letargo de una madrugada en vela, se concentre de nuevo en ese Calvario nuestro que es el Altozano, para comprobar un año más si realmente existe la Esperanza y ese Cristo al que veneran expira o no definitivamente..., una voz del pueblo se alzará entre la gente:

La tarde que ya era rosa
se ha vuelto color ceniza.
El río, que era de plata,
ondas de azabache riza.
En frío helado de muerte
se ha convertido la brisa,
porque un hombre desde el puente
en una cruz agoniza.
Un gitano de la Cava
desde el Altozano grita:
"Aguanta Manué, mi arma,
toma mi aliento y respira,
mientras aventan las fraguas
y cantan por seguiriyas
pa que el aire de Triana
dando calor a Sevilla,
te preste el soplo que falta
pa llegar a la otra orilla".
Y por la calle Pureza
Señá Santa Ana y su hija
envueltas en sendos mantones
van como despavoridas...
¡Ay que no llegamos, Madre!
que se me muere, deprisa.
Siendo tú nuestra Esperanza
¿por qué sufres vida mía?
Precisamente Triana
desde hace siglos confía,
y espera ver a tu Hijo,
por muchos años con vida.
La tarde se ha vuelto rosa
y en el río la plata brilla,
porque en sus aguas reposa
como una frágil barquilla,
esa silueta hermosa
que une a Triana y Sevilla.

Fondeada en el río como una vieja galera, la Iglesia de la O. Templo donde Triana venera a su dulce Nazareno y a esa otra Esperanza del barrio, la primera que cruzó el puente de barcas para llevar a Sevilla el aire, los sentimientos y la fe del viejo arrabal. Lleva consigo sabores añejos que le han dado tantos siglos junto al río, en aquel primitivo Hospital de Santa Brígida y después en su propia Iglesia. Es la última virgen trianera que en la noche del Viernes Santo dejará por Sevilla todo el aroma de un barrio y la Expectación que tan sólo su nombre irradia a su paso.

Esperanza, Triana siempre apostando por la Esperanza.

Y llega para este Pregonero y cofrade sevillano el momento más difícil de su intervención.

El de presentarme ante Él y ante Ella, y a sus plantas tratar de sintetizar en pocas palabras este Pregón.

Como cualquier otro sevillano de fe, puesto que sin ella, al menos para mí, no tendría sentido alguno nuestra Semana Santa, tan sólo he pretendido anunciar a la ciudad, a través de la historia o las vivencias de un simple cofrade, el por qué y para qué de esta conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. De esta celebración que el pueblo de Sevilla, dotado de una finísima sensibilidad y una alegría innata, convierte en fiesta, al conocer de antemano el final de la historia, de una historia que sabe que acaba bien, con el triunfo de la vida sobre la muerte.

Del triunfo de la Esperanza de Sevilla a la que nos hemos venido refiriendo desde el sueño de un niño, a la madurez de un hombre que basa su vida en la contemplación de la eterna agonía del Cristo de su devoción. De un Cristo que va anunciando al mundo su Muerte y proclamando a un tiempo su inminente Resurrección.

Y ante Ella y ante Él quiero llegar, allá en los confines de la calle Castilla, donde Triana se pierde en el infinito del campo y donde a veces se nos antoja soñar con el eco del martillo sobre el yunque o el quejío lastimero de un martinete.

Siempre me he dirigido a Él a través de Ella, y así quisiera hacerlo hoy. A Ella, que fue joven conmigo, que compartimos amores y confidencias y en lo mejor de su vida voló de entre nosotros, dejándonos tan sólo el vacío de su ausencia, el recuerdo de su cara y un clavel rosa tronchado y renegrido.

Señorita de ayer, Madre y Señora de hoy, que resurgiste como Ave Fénix de entre las cenizas convertida ya en mujer madura, más cercana a nuestro tiempo para mejor entendernos y poder hablar así de nuestras cosas.

Hoy ya sé que has bajado hasta el suelo de Triana para estar aún más cerca de Él y recibir el beso de tu gente. Hasta allí me acercaré al atardecer, antes de que el sol se oculte y deje en penumbra el horizonte, para darte un beso y contarte las emociones de esta mañana de Pasión.

Hasta allí me acercaré, y a tus pies, cual si de una carta de amor se tratara, dejaré este Pregón para que seas Tú quien lo entregues a tu Hijo, y bajo tu Patrocinio pidas disculpas por mi torpeza, si no he conseguido expresar con palabras lo que Él me ha venido dictando durante toda una vida. Cierro los ojos y te veo, con tu cabeza inclinada y esos ojos a punto de llorar, entre la flor y el incienso, entre rezos y piropos... Parece que no pasaron los años por ti... ¡Qué guapa estás, Señorita!

Y por fin llego hasta ti, Señor. Después de tantos años ya no encuentro palabras nuevas, ni obras distintas que pudieran servirte de consuelo. ¡Te dije ya tantas cosas...!

Paso a paso. Desde el pequeño cirio junto a la cruz de guía a la vara de un joven diputado.

Desde el cirio negro de tu escolta a una presidencia, he venido poco a poco acercándome a ti.

Pero se llega a un momento de la vida en el que las fuerzas te flaquean y necesitas agarrarte a algo. Tener un punto de apoyo donde descansar. Y Tú, mi buen Maestro de Triana, después de dictarme cada año los distintos temas que van más allá de la vida y de la muerte, vienes ofreciéndome en esta hora del atardecer de nuestros días, el báculo de tu manigueta para hacer más suave tu lección y así poder escucharla atentamente. Ya sé, Señor, que no se puede ir más cerca de ti. El próximo paso será el definitivo para estar contigo, fundido en ti. No obstante, a pesar de tantas lecciones recibidas, me temo que no fui discípulo aventajado y continúo caminando de espaldas a ti. Oyendo, sí, tu palabra, sintiendo incluso el jadear de tu respiración angustiosa que como frío helado de muerte recorre mi espalda.

Aun así, Señor... cuántas y cuantas veces tus palabras se escaparon perdidas en el aire... junto a la saeta, el redoble del tambor, y el violeta de la tarde.

Qué duro y difícil resulta, Señor, poder seguirte
siempre de espaldas, y sin poder mirarte
qué escalofrío me causa estar tan cerca
y sentir tu aliento que de mí se aleja.
Qué pena más honda, Señor, y qué tristeza
no poder conservar alegremente,
esa antigua y trianera papeleta
que me permita estar contigo eternamente,
asido a mi soñada manigueta,
aunque tenga que volverme para verte.


HE DICHO

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