29 marzo 2007

1999 - Eduardo del Rey

Pregon de la Semana Santa de Sevilla del año 1999. Pronunciado por D. Eduardo del Rey Tirado en el Teatro de la Maestranza de Sevilla.


I SALUDO
DE LA MADERA

Viene hoy hasta ti, temido atril, un sevillano que por mayor, por único honor tiene el de ser Nazareno, de los Nazarenos de Sevilla. Alguien para quien fuiste siempre mesa o estrado de privilegio del Teatro San Fernando, Álvarez Quintero o Lope de Vega. En tus costeros pudieron reposar sus nervios e ilusiones las voces designadas por la Ciudad, encontrando para cada devoción tu tacto de manigueta. Solo tú, amigo atril, conoces las más íntimas sensaciones del pregonero. Y, por eso, Sevilla te erige cada año en este rincón de la víspera (¡cuando sólo siete días nos faltan!) como monumento en memoria de los pregoneros que han sido y que serán, de sus sueños y desvelos, sus miedos a no ser dignos y sus esfuerzos por querer serlo.

Ahora este pregonero nuevo que te llega, querido atril, quiere pedirte un poco del fervor que la palabra de tantos dejó en nuestras almas ya impacientes, y un poco del sosiego que reposa en la madera de tus años.

De madera, como los andamios que levantaron la Giralda, o como los galeones que del puerto zarpaban para Indias. Sólo de madera, como las traviesas que intentaban frenar en los portales las avenidas del río, o como las barcas del puente más antiguo de Triana. De madera, como las cajas de yemas de San Leandro, como la cama de las Hermanas de la Cruz, o como la Custodia primera que procesionara en Sevilla al Señor. De simple madera, como las parihuelas viejas; como los más antiguos varales pintados para los palios de Santa María. O como los pasitos sencillos y crudos que montamos de niños, en esa época en la que -sólo entonces- nos es lícito jugar a las cofradías.

De madera, como la Cruz de Guía: con ráfagas, cruces o con los instrumentos de la Pasión; revestida, de manguilla, tallada o lisa. De madera desnuda eres tú, buen atril cirineo, como lo es la Cruz de Cristo. Y como nuestras benditas imágenes.

Y si Jesús aprendió de su padre José el oficio de la madera, ¿no será agradable a los ojos del Señor que la materia más hermosa que Sevilla encuentra para expresar a Dios hecho hombre haya sido la misma que Él trabajó con sus propias manos?

Porque si desde su Encarnación en Santa María Dios ya tiene Rostro, son las cofradías sevillanas las que se lo muestran al mundo en el milagro de la madera de su Semana Santa, afirmando: así creemos, así amamos, así vivimos, así rezamos los cofrades de Sevilla.


PROTESTACIÓN DE FE SEVILLANA

EXCMO. Y RMO. SR. ARZOBISPO EXCMA. SRA. ALCALDESA ILMO. SR. PRESIDENTE Y JUNTA SUPERIOR DEL CONSEJO GENERAL DE HERMANDADES Y COFRADÍAS DE ESTA CIUDAD ILMAS. AUTORIDADES CON LA VENIA DE MIS SEÑORES HERMANOS MAYORES COFRADES, AMIGOS, SEÑORAS Y SEÑORES.


En los bares, los cordeles aún caían vencidos por el peso de los talonarios de Navidad recién puestos, y junto a los portalones de las iglesias se despellejaban de los azulejos las convocatorias de difuntos y del Amparo. Regalaron entonces a un cofrade la gracia de una víspera más larga y más honda. Porque lo señalaron Pregonero de Sevilla. Hoy agradezco y recibo tal honor, Señora Alcaldesa, también como una responsabilidad para con mi Ciudad, que me dio la luz, su vida y su manera de vivirla; como un nuevo compromiso, señor Arzobispo, para con mi Iglesia, con los hombres y con Jesucristo. Y como privilegio singular, querido Presidente y Junta Superior, de los cofrades a un cofrade que contempla Sevilla desde los ojos de un antifaz, vestidura de su fe según le enseñaron.

Gratitud que extiendo a todas las autoridades presentes y al zaguán, generoso en su afecto, del señor Capitular de Fiestas Mayores en su presentación.

El pregonero nuevo vive esta hora con el mismo temblor ilusionado con el que vio su primer paso. Era por Santa Catalina: un colosal barco dorado y largo, con la cruz sólo intuida. Un paso que deberían de llevarlo por lo menos cien costaleros valientes y esforzados, que lograban ese milagro sevillano del movimiento armonioso y esbelto en su andar recio. De chico admiré «Los Caballos». Ahora que ya el niño creció y supo del porqué de las Lágrimas tan tristes de aquella Virgen, y del sentido de la cruz, de su dolor y su vida, admiro «la Exaltación».

Que ahora me tomen protestación de fe aquellas mismas calles que entonces me descubrieron el misterio:

¿Crees en el patio, creador de las azoteas del cielo, del agua de la fuente y de las cancelas, de la Sevilla visible e invisible? ¿Crees en sus torres y espadañas, concebidas por obra y gracia de la campana y el azulejo, y en el cierro de la luz de cada día, Señor y dador de vida?

-Sí, creo.

¿Prometes fidelidad a la Torre y sus campanas, al Giraldillo y su ausencia, a los miradores, las plazas y los arriates?

-Sí, lo prometo.

¿Renuncias a pregonar una Semana Santa hueca, sólo forma; y también a la de exclusiva y retórica doctrina?

-Sí, renuncio.

¿Cree realmente el pregonero en la Semana Santa, en sus misterios y sus medidas, en sus equilibrios y sus reglas no escritas? ¿Y la concibe como celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, según nos enseñaron nuestros padres?
-Sí, así lo creo realmente y así la concibo.

Y como secretaria que da fe de lo jurado, la imagen que corona Santa Catalina rubrica: «Si así lo hicieres, que Dios y Sevilla te lo premien, y si no, te lo demanden».


II AYER…
LA SEVILLA MANIFESTADA

Es en las calles donde habita la memoria de nuestra Semana Santa, porque allí la vivieron y nos la enseñaron nuestros mayores. Por sus rincones y aceras aprendimos a ver cofradías, a sentirlas como propias y a quererlas a todas. Nosotros estamos aquí hoy porque antes ellos nos legaron su fe, nos enseñaron a rezar delante de un paso y a ver a Cristo y a María en sus imágenes, y a buscar su alma. Ésta es su vinculación con lo sagrado, lo que las hace venerables, Titulares. Porque nuestras imágenes tienen alma, y aquél que se la niegue, se la está negando a Sevilla.

Así es como el Señor de las Penas de San Roque deja su ondulada huella, entre los faroles estrechos y la amoratada cal de Caballerizas. Y así es también la sombra del alma de la Gracia, un sol verde que el Domingo temprano no puede, ni por arriba, ni por el manto ni por los lados, alcanzar la Luz de la Esperanza. Por eso éste es nuestro tiempo: cuando Dios, porque quiso y porque pudo, hizo llena de Gracia a la que desde la lontananza consumida de su candelería se asoma a la noche calada de su Esperanza. Y por eso, porque Dios lo pudo y porque Dios lo quiso, lo llamamos el tiempo de la Gracia y la Esperanza de Sevilla.

Los mayores me enseñaron a vivir la Semana Santa con respeto al nazareno y al cortejo, a las filas y a cada penitencia, con el calor de una mano que te lleva entre la bulla como si nadie hubiera, y que en cada palabra transmitía su propia vida. Así, aprendí a ver cofradías como San Ignacio explicaba en sus Ejercicios Espirituales la contemplación: «ver a los personajes; oír lo que hablan, mirar lo que hacen; y considerar lo que Cristo Nuestro Señor hizo por nosotros». Por eso, cada Semana Santa vuelve a hacerse realidad cuanto nos enseñaron, verificando que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Porque otra vez es verdad la respuesta del Cristo de San Esteban a aquel sevillano que quiso saber qué debía hacer para salvarse: «Escucha, oh Sevilla: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.

Y al prójimo como a ti mismo. En esto está toda regla y toda cofradía». Éste es el mensaje cotidiano del Cristo de la Ventana. Aquél que nos bendice con Salud y Buen Viaje cada vez que, agarrados al frío temprano de la reja y de los siglos, nos asomamos a su perfil abstraído.

Aguardemos pues, en las esquinas; busquemos por estas calles al Dios de nuestros padres. Hoy, el pregonero quiere anunciaros la epifanía de la Sevilla que en este tiempo se nos manifiesta. Porque la Semana Santa crea una nueva cartografía en la Ciudad, efímera como el incienso y eterna como un palio que se nos marcha. Es la Sevilla que se aparece ante nuestros ojos sólo en Semana Santa, la que crea calles nuevas que surgen como del secreto y cobran vida; atajos perfectos que nunca más pisamos, como si desaparecieran tras nosotros, hasta otro tambor, otro eco, otra luz... Y una esquina será nuevamente creada por el paso, la dificultad de una estrechura la perfilarán los andares y la magia de un momento único, el cortejo. Y así, el tránsito del basilical misterio de la Sagrada Cena, el de la mirada a lo alto, los escorzos y el mantel blanco y tierno, creará una nueva calle Gerona, más vieja y más desnuda en la espalda absorta del Señor de la Humildad y Paciencia. Y será luego otra calle cuando llegue la hermosa sombra rosácea y pan de la Virgen del Subterráneo.

Pero también existen calles huérfanas del calor de una candelería; calles desnudas de sombras alargadas, sin bautizar con la cera que gotea. Son calles cenicientas de aquellas preferidas; hermosas, pero olvidadas del mismo Dios, que pasa por otras. Son las calles solas de Sevilla, las que con la ceguera de sus cuencas vacías hacen aún más verdad que en Sevilla no hay calles feas cuando por ellas pasa una cofradía.

Por una cualquiera de estas calles manifestadas, nos saldrá hoy al paso un nazareno alto, delgado y negro que, sin desviar ni siquiera la mirada, seguirá su rumbo «por el camino más corto», como prescriben sus Reglas. Ha pasado ante nosotros breve, fugaz, como un instante negro, y lo vemos perderse ligero, como fuera de este mundo. Su estela es la presencia viva de nuestros mayores, y la que nos conduce a su destino, que será, finalmente, también el nuestro.

La Sevilla de ayer permanece en azulejos y lápidas de calles que evocan rancias fachadas, y momentos que, a veces, solamente la sepia nos acerca, como esas escenas de capataces con tirilla y nazarenos posando ante el fotógrafo, rodeados de un público atónito y añejo. Son calles antiguas como Cristos de sudarios policromados que renacen en esta transfiguración sevillana. Como cuando se diluyen las hojas de un naranjo en la noche del Lunes Santo, poniendo un tono verde ruán en el cielo y en los árboles apagados cuando se recoge el Cristo más antiguo de la Semana Santa. Tan ligero, tan pequeño y tan de siglos cuajado, levanta leve su muerte de lirio negro y se nos va escueto y frágil, con el mismo color de los naranjos, el mismo color del cielo y el mismo color de su Vera Cruz.

Cada uno hacemos nuestra propia Semana Santa, pues cada partícipe en el acontecimiento de una cofradía en la calle es un creador de su estética, sólo con el rincón que elige para verla, con su manera de mirarla y su estar. Es verdad que, en Sevilla, la belleza la crean la medida y el equilibrio, y por eso todo transcurre como animado por el ritmo perfecto de la Ciudad. Así, la medida de lo exacto la explican los Armaos cuando van a doblar una esquina; es el teorema de la geometría sevillana según su Centuria.

Llegada la Semana Santa, también se manifiesta Sevilla en barrios que se recrean. Como cuando florece la Paz en su Domingo de espumas blancas, y toda la tarde es palio, y sujetan a la noche doce varales blancos. O como sucede en el Polígono de San Pablo convertido en calle ancha de San Bernardo el Miércoles Santo, cuando se adoquina de capas negras que baldean túnicas moradas. Y se derrama en un reguero que, como liberado, camina hacia su parroquia. Son los nazarenos hijos y nietos de viejos cofrades del barrio que ponen liriada luz al despertar de sus calles alejadas, aunque algunas lleven nombres de nazarenos de San Bernardo, como Cúchares o el Tato. Y vendrán de lejos aquellos que se quedaron sin la casa, sin la tierra de sus padres. Pero volverán cada año porque aún les queda la Casa, el Refugio de su Madre. Y se perderá quizás la costumbre, la memoria, o hasta la vida. Pero nunca el hogar. Porque jamás se oyó decir, Madre, que ninguno de cuantos haya acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia o reclamado vuestro Refugio, haya sido desamparado de Vos. Y qué mejor techo y hogar que allí donde se resguarda la Salud dormida de Cristo. Porque allí estarán siempre la Salud y el Refugio de San Bernardo.

Calles y barrios de Sevilla hecha Semana Santa. Y sus plazas. La del Pan es Plaza de Jesús de la Pasión, y la plaza del Salvador, el Jueves Santo, es plaza del pan de Dios, porque sale el Señor de Pasión, el olor de Dios en Sevilla.

Pan consagrado en los Oficios del Jueves Santo, sosiego de Dios inclinado sobre la miga de su pecho. Jueves Santo, huele a plata y a cera blanca de convento; huele a Pan bendito. Bálsamo de mirra y aloe en su caminar pálidamente azul. Damas de noche acariciadas por la sombra de sus espinas; huele a Cruz el Lirio que trae el Señor en sus manos, marchito. Y Sevilla, en pos de ti, Señor, clama «son mis lágrimas mi pan, / mientras nos dicen de día y de noche: / ¿En dónde está tu Dios?».

Ya de recogida, la Ciudad queda desnuda, hueca, desarbolada. La llamarán enseguida de otras calles, de otras plazas, de otros puentes o de otros arcos... Pero lleva toda su vida siguiendo los pasos del aroma de Dios. Y cuesta mucho despedirse de Pasión.

¡Puertas, alzad los dinteles. Levantaos, puertas antiguas. Se allane la escalinata y ceda la verja, para que entre el olor de Dios en la Ciudad Santa! Pan, Bálsamo, Calvario. Que éste es el aroma que deja el Señor de Pasión cuando pasa por Sevilla.


EL DIOS DE NUESTROS PADRES

Y todo ello se verifica conforme a un tiempo que la Ciudad marca y que, durante la Semana Santa, quedaba remansado cada noche en la tertulia de casa, entre leche caliente y pestiños, compartiendo sensaciones y momentos en familia. Porque el tiempo, en Sevilla, une memoria y sangre. Nuestros mayores nos legaron su Ciudad, sus cofradías y sus devociones. Y, sobre todo, nos transmitieron su fe de generación en generación. La misma fe, depositada en la Iglesia desde los Apóstoles.

Una fe que apoyó sus devociones en la Sevilla antigua del Cristo del Mandato, en la Triana de Nuestra Señora del Camino, o en el fervoroso voto al Santo Crucifijo de San Agustín, tan sentido en épocas de pestes y calamidades. Imágenes que perdieron la frondosidad de su devoción pero que, al contemplarlas hoy, irradian ese calor que no se consume nunca. Así lo sentía un grupo de jóvenes inquietos que quisieron hacer una revista con el romántico afán de divulgar las tradiciones de su «Sevilla cofradiera». Un grupo prendado de los vestigios de la extinguida Hermandad de la Virgen de la Antigua, Siete Dolores y Compasión, atraídos irremediablemente por esa brasa de manos entrelazadas, la hermosísima Virgen de los ojos más doloridos de la Sevilla antigua. Cada vez que íbamos a visitarla en su retablo del crucero de la Magdalena, comprobábamos cómo su mirada volaba a cruzarse, frente por frente, con la mirada baja del Amparo, en uno de los rincones más hermosos de la teología mariana según Sevilla.

La misma teología que se muestra cuando, tras el altísimo mástil de Jesús Nazareno, se derrama la plata derretida en hachas de cera blanca que acompañan a María Santísima de la Concepción. Sumergida en el hoyo de la Madrugada, cuando más noche es la noche, entre colgaduras de piedra catedral, se encuentran plata frente a plata, Cuerpo de Cristo frente a llanto de Madre, Monumento frente a tabernáculo primero. Y blandones frente a escudos y candeleros de la que Sevilla llama sin Pecado Concebida. Cuando sale de rezar la Virgen su estación ante el Monumento, una Giralda blanca se levanta como aquella «escalera apoyada en la tierra y cuya cima tocaba los cielos, y los ángeles de Dios subían y bajaban por ella». Y Sevilla exclama asombrada: «¡Qué grande es este lugar, que no es sino la casa de Dios y Puerta del Cielo!». Yo no sé decir otra cosa sino que Ella es mi Madre.

Ésta es la misma teología que ha ido buscando nombre a cada llanto, a cada brillo de ojos, a cada semblante de Madre dolorosa. La misma que ha buscado razones para llamar Buen Fin a la muerte del Hijo de la Virgen del recoleto dolor, la Virgen de la Palma. La misma que acompaña a la Soledad y encuentra en el Cristo paciente de San Buenaventura la Salvación tan cercana. La misma teología capaz de coronarla Gloriosa y verla llorar en San Julián, por tres veces nacida y por tres veces más bella. Y llamarla siempre Hiniesta.

Y conforme a esta teología, puede Sevilla nombrarla dulcemente sin siquiera decir su nombre. Porque es la misma que puso nombre de flor a la azucena y nombre de palio al azul de una fuente y nombre de plata a la luz de la noche. Así la llama la teología sevillana: talle, manos, rostro y mirada. Que basta con decirle «la del Dulce Nombre».

Solamente cuando «todo se ha consumado», sentimos la muerte que amarillea la Madrugada en la palidez de San Pablo, porque tiene la muerte color Calvario, sonido de suelas de esparto; el olor de Zaragoza amaneciendo, y el amargo sabor que deja esa primera luz en los ojos de la Virgen de la Presentación. Luego se abrirá el zaguán de los dieciocho ciriales que tiñen de temblor árboles y sombras, y nos asomaremos al retablo de la muerte que resbala desde la mano pálida de la Madre hasta el pie horadado del Hijo; de la color quebrada de la Piedad que va muriendo hasta la Ceniza descendida que ya se ha muerto; y desde las ricas ropas de los varones hasta las lágrimas brocadas de las mujeres en torno a la Sagrada Mortaja.

Y el Sábado Santo, que se pronuncia Soledad, porque ya nada nos queda sino Ella, y nada le queda a la Mujer Sola de San Lorenzo. O, quizás, solamente su entereza. Y a nosotros, sólo esa imagen grabada de la Madre, nuestra Madre, que se marcha, sola, dejando tras sí la estela del sudario desnudo en la espadaña de la Cruz. Todos se marcharon, sólo Ella permanece, en pie sobre su dolor, erguida. Y como último recuerdo nos quedará el sonido del Sábado Santo, que se pronuncia Soledad.

Pero no anunciamos únicamente al Cristo muerto, porque Sevilla confiesa su fe en cada piedra de la epifanía de la Ciudad Santa a través de sus cofradías, a lo largo de un tiempo que se mide por transmisiones de puestos en los tramos y por el relevo que las cruces marcan en los libros de hermanos. Y la que algunos creen Semana del culto a la muerte resulta, cada año, testimonio de fe en la Comunión de los Santos y en la resurrección en Jesucristo de los cofrades que se fueron, como Emilio Samaniego, Fernando del Pino, como Francisco Melguizo o Manolo Bejarano, y cuantos dejaron ya su cirio, su medalla y su papeleta en la mesilla de su adiós. ¿Y acaso Aquél ante quien intercedemos por nuestros difuntos no es un Dios vivo y de vivos?

¿Acaso la muerte apenas llegada de Cristo en el Museo, que sacude su cuerpo, levanta su rostro y crispa sus dedos en la madrugada de su altísimo canasto, no es memorial de un Cristo vivo? La muerte reposa vencida como un molde partido bajo las aguas de Sevilla. Y ¿acaso no son tus Aguas, Madre y Señora nuestra, Lunes de flores blancas, toca de olas en calma y un río que parece un manto? ¿Y la noche partida cuando te recoges, Madre, acaso no es primicia viva de la vida resucitada?

La fe de nuestros mayores no es una fe vieja por sus muchos siglos. Es fe antigua y renovada por cada uno en su aceptación personal diaria. Y cuando todo un pueblo se arracima en un lugar común para llorar o dar gracias; cuando en el mayor de los desiertos acude a ese sitio sabiendo que aunque parezca hasta pozo seco dará agua... Cuando esto sucede en Sevilla, todos pensamos en su Talón.

Porque por toda la palma abierta que es el plano de Sevilla están las huellas del Señor del Gran Poder, el Dios de nuestros padres y el de los padres de nuestros padres. Sevilla encuentra en Él la representación perfecta del Dios total, uno y trino: el Rostro del Padre, la Zancada del Hijo y, en sus Manos, la fuerza del Espíritu Santo.

Su Rostro, el de Dios Padre, con la ternura y la impaciencia del padre del hijo pródigo, al que casi se le saltan las lágrimas cuando nos ve subir la escalinata de su besamanos, o entremezclados en el bullicio de la Madrugada. Rostro amable y dulce como el horizonte de la Ciudad. Pero Rostro también de las grietas de Sevilla, desconchado como los ladrillos de la fachada del Hospital de los Viejos, abandonado como tantos ancianos que «estorban».

Sus Manos, las de Dios Espíritu Santo, porque en ellas está «el poder y el imperio», que por cetro tiene la Cruz. Manos que nos injertaron en Él, y que nos ofrecen los dones de su Espíritu: la Sabiduría y el Entendimiento; su Consejo, su Fortaleza y su Ciencia. Y la Piedad y el santo temor de Dios que no es sino venerar como veneramos al Señor.

Y en su Zancada, la de Dios Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Una zancada que alcanza desde el Tardón a Bellavista. Zancada que lucha, que cae, que llora, que tiene hambre. Zancada que nos apremia a no permanecer ambiguos ante la vida, «políticamente correctos» frente a la injusticia, y que nos impele a dar el paso firme que nos encarne en la realidad de los hombres.

El Señor del Gran Poder, por su Rostro, sus Manos y su Zancada, es el Dios total que sale a nuestro encuentro. Y la Sevilla sola, la de los malos tratos, la parada, la que se droga, o la herida por tantas cosas, se asoma, se abraza, se agarra como la hemorroísa en medio de la muchedumbre que rodea a la cofradía. Porque sabemos que aunque nos abandonara el cariño de la familia, de los padres, de los esposos o los hijos; aunque nos abandone el trabajo, la suerte o hasta la salud, cada sevillano sabemos que el Señor del Gran Poder «no me ha dejado» ni se olvidará jamás.

Y como Sevilla lleva grabada en su alma la fuerza de su Talón, pedimos: que la gracia de nuestro Señor del Gran Poder en su bendita Zancada, el amor del Padre en su Rostro desconchado y la comunión del Espíritu Santo en la fuerza de sus Manos, esté por siempre con este pueblo. Porque la Sevilla herida se hizo carne y Gran Poder entre nosotros.


III ... HOY...
EL OTRO RÍO

Las cofradías son depositarias de un legado que hemos de transmitir, y fundamentan su vigencia en nuestra fe en Jesucristo muerto y resucitado. Por eso hablamos del valor sacramental de la Semana Santa como celebración viva de unos misterios vivos. Porque no es arcaico ver andar al Nazareno de San Nicolás, el de los pliegues tallados en la noche bordada. Y no resulta caduco admirar el transcurrir de la Carretería, cuando la noche de la torre de la Plata se hace fría como una garra y las sombras son humo amontonado de hojarasca a los pies del Cristo de la Salud; ni es un vestigio del pasado el palio exacto y viernes de la Virgen del Mayor Dolor. Como no lo es contemplar entre ángeles, y sobre el soberbio canasto que amortigua su caída, al Hijo de la Virgen de los Dolores y Señor de las Penas, que llamamos de San Vicente. Sevilla lo prefiere así, antes que exponerlos inalcanzables, intocables. Éste es su privilegio y su responsabilidad. En nuestras manos está luego hacer vida lo que anunciamos en cada estación, dando así plenitud a la Semana Santa como sacramento de la presencia de Cristo en las calles de Sevilla.

No nos acerquemos, pues, a las cofradías con espadas ni con palos. Porque Él nos seguirá preguntando cada vez en la esquina de Orfila: «¿A quién buscáis?». Podemos ser luz ciega, como la tea que pretende alumbrar lo que se hace con nocturnidad contra Quien es Soberano en su Poder, o ser la luz dorada y limpia de la Verdad, como el palio de la Virgen de las manos enharinadas. Podemos aplicar la regla de los hombres, dura y emboscada como en el Prendimiento del Señor, o la de la Virgen que amasa consuelos y ratos de escucha. La que se despide siempre con la última palabra que conocemos de sus labios, su Regla definitiva: «haced lo que Él os diga».

Por eso, quien dude todavía de la vigencia hoy de nuestras cofradías, que venga a Torreblanca y entre por sus calles, las de todos los días, los conflictos y los olvidos. Quien dude del testimonio de fe que supone una cofradía en la calle, que pise ese suelo que sólo conoce su cera y vea ese nutrido cuerpo de nazarenos; al Señor Cautivo sobre un canasto de carpintero; a la Virgen de los Dolores, en su modesto y tan digno palio, como la propia casa de María. Y que mire el rostro de sus vecinos, sevillanos de la Giralda invisible. Y luego, cuando vuelva dentro de la muralla, que responda si acaso aquello no es verdadero «vástago del tronco de Jesé», y savia cierta de las cofradías de Sevilla.

Y porque las cofradías no son de ayer, sino de hoy, los cofrades queremos seguir dando hoy razón de nuestra fe desde ellas como miembros vivos de la Iglesia, válidos, maduros y con un criterio propio. El colosal misterio de la Quinta Angustia nos muestra el péndulo inerte y desvencijado de Cristo en su Sagrado Descendimiento. Y también a la Iglesia: una canastilla aparentemente endeble en su madera de palo de rosa, pero con la fuerza misteriosa y bronce del Espíritu que la acompaña. Y un grupo en el que unos entregan la Palabra de Dios en manos de otros, mientras la Madre permanece junto a ellos, vigilante y atenta. Las cofradías nos decimos Iglesia, y decimos bien, porque lo somos, como cualquier otro grupo o comunidad de bautizados. Débiles y pecadores muchas veces, pero como en cualquier otro grupo o comunidad de bautizados. Por eso seguimos necesitando personas que, identificadas con nuestra personalidad, nos asistan y orienten espiritualmente. Hombres de Dios hoy, como don José Álvarez Allende o don José Talavera Lora, gastando sus vidas al servicio de sus parroquias y junto a sus cofradías, hasta en las estaciones penitenciales de pies cada vez más cansados.

La Semana Santa de hoy fluye viva y fresca como en un río que durante el año permanece oculto, y que se nos aparece en estos días. Nace en los riscos más altos de un Septenario, en las sierras de la Anunciación. Y desciende al Valle niebla y rosa de un Viernes de Dolores. Abre su surco el arroyuelo de caracoles y cuchillería que llaman Regina y, enseguida, se hace río Feria en cuanto le sale al paso la espadaña de San Juan de la Palma, hasta desembocar en el delta de la Esperanza.

Desciende el río al Valle como lágrima de tarde vencida y dolor, un ahogado dolor. Valle de niebla y rosa para un agua remansada por la muerte que no ve, pero que siente como ese junco tronchado que flota en su mirada, de dolor, de un ahogado dolor. Es tan grande su tristeza y tan honda su pena, que más que lecho, madre del río muerto, eres su Valle.

Un Valle de niebla y rosa, una tarde de ojos ni malva ni hoja ni teja, que no hay color para el palio de agua inundada. Y te marchas poco a poco en tu noche de sangre mustia. Y ya sólo nos quedan tus ojos. Y el Valle profundo de tu dolor, tu ahogado dolor.

Y enseguida, el río se hace Madre en ese milagro que tantas veces me enseñaron desde un balcón frente por frente a San Juan de la Palma. Por eso siempre serán de niño los ojos con que mire a la Amargura. Niño atónito que ve cómo el brazo grande y duro del romano alarga el desprecio de Herodes y casi choca contra la espalda empujada del Señor. Niño que agranda su mirada para que le quepa todo el canasto, todo el misterio, todo el desprecio y la soberbia de Herodes, y todo el Silencio del Señor maniatado con sombras blancas.

Y luego, para siempre grabado, la catedral enrojecida y bordada de unos ojos que lloraron. Y el niño que quiere mirar donde mira la Amargura. Allí en la Sevilla rota, esa que, mientras tenga amarguras en sus entrañas, tendrá también Hermanas de la Cruz en su cabecera. Y esa que sabe también que, mientras haya Hermanitas, es allí donde mira la Amargura.

Mi túnica primera fue blanca. Niño blanco vestido de amargura con el recuerdo de un abuelo que se marchó un Domingo de Ramos, casi cuando había nazarenos blancos reflejados en los cristales. Niño de túnica color Zurbarán que hoy se asoma a este atril porque Sevilla así lo ha señalado. Por eso ahora, aquel niño blanco vestido de amargura busca en su vieja caja de lata y pone sobre su memoria el añejo escudo esmaltado de su abuelo, con una cruz de color Silencio despreciado y un fondo rojo manto. Y al cabo del tiempo, cuando Sevilla lo señala, y ya casi se vuelven a reflejar nazarenos blancos en los cristales, devuelve el niño a su abuelo la gracia de haberlo vestido de blanco amargura.

Río abajo, hay un lago bellísimo a las faldas del Monte Sión. Es un lago de tisú fruncido que rebosa cascadas como rosarios dolorosos. Y cada Jueves Santo se produce el hecho milagroso de la sombra de los olivos enjugando el llanto de una Doncella que allí se asoma. Nada hay opaco para Ella. Ni palio ni lágrima ni calle ni tarde. Que hasta los varales van calados para que ni un suspiro la agobie cuando, cada Jueves Santo, allí se asome la Doncella.

Y luego ya se remansa el río, cerca, muy cerca de la Resolana. Estamos llegando al delta que dicen de la Esperanza. El curso del río Feria es el de la pasión, muerte y resurrección de Sevilla. Por eso está primero triste, luego ojerosa y al fin sonriente. Entonces es cuando amanece Sevilla, cuando Ella se asoma como una lágrima deslumbrada al día nuevo. Viernes Santo, sí, pero ya resucitado porque Sevilla resucita en sus cinco llantos.

Te vemos, y no lo sabemos explicar. Te soñamos, y no acabamos de imaginarlo. Te sostuvimos, y no podemos olvidarte. ¿Será esto la fe?

La fe de la calle que se aprieta para darte abrigo, la de la noche que quiere despertar en tu regazo. La fe de la luna, más redonda para mejor coger tu reflejo, y la del Parque, ese que tan sólo de lejos te siente. La fe de aquel macareno que seguía ofreciendo una misa cada mayo por aquel otro llamado Joselito, que murió en Talavera suplicando a la Esperanza. Y la fe de aquel río, que hace confluir hasta su desembocadura todos los afluentes y todos los arroyos de esta Ciudad, depositando en el estuario de sus esmeraldas cada pena, cada herida y cada desesperanza.

Porque si tener fe es creer sin ver, hace tiempo que en Sevilla perdimos la fe. Porque hubo un día en que vimos la gracia Dios en medio de nosotros. No creemos en la luz porque la hemos visto por Cuna. No creemos en el milagro porque se asoma entre los varales de su mirada. Ni creemos en la Bienaventuranza porque ya nos la entregan sus manos, ni en la armonía, porque asistimos al prodigio de su palio. No creemos, en fin, en la inmensidad, porque toda cabe en su corona.

Porque, si la fe es creer sin ver, hace tiempo que perdimos la fe. Y eso fue el primer día que salió la Macarena por las calles de Sevilla.

Y de nuevo nos cruzamos con el nazareno alto, delgado y negro. Su túnica raída se fue gastando con el roce del relente de la Madrugada. Y lo vemos alejarse «por el camino más corto», como siguiendo el curso del río de su propia vida. Hemos mirado al ayer y vamos camino del mañana con la certeza de que Jesucristo sigue siendo hoy el mismo de ayer y de siempre.
Y luego, hay que seguir. Aunque se tropiece, aunque caigamos, hay que seguir. Aunque la vida se haga más dura, hay que seguir. Y la Hermandad puede ser la mejor escuela de formación, no de las malas artes del mundo, sino de los valores que propugna Jesucristo. Así lo vemos cada Viernes Santo por la Alfalfa, cuando Jesús cae una y otra y otra vez, y en sus ojos y en su boca partida sólo oímos «hay que seguir, hay que seguir». Ésta es la Hermandad para el joven: Cristo por delante, la experiencia y la mano tendida del mayor como cirineo. Y detrás, como sin notarse, siempre la dorada presencia de la Virgen de Loreto.

También hoy es el tiempo de los jóvenes. De aquellos que no quieren renunciar a serlo para integrarse en una hermandad, ni limitar su participación en ellas a concursos o limpiezas de priostía, sino que quieren aportar los valores de su juventud, aprendiendo junto a quienes llevan años de experiencia. Porque nuestra identidad no se funda ni en colecciones, ni en reproducciones más o menos dignas, ni en nada de lo que el periférico mercadeo cofradiero nos ofrece. Que nadie se confunda, ni siquiera los más recientes, porque el respeto que merecen las expresiones de nuestra fe no se logra atabernando la vida y los símbolos de nuestras cofradías.


EL TIEMPO MÍO

Es mi tiempo primero aquel de las postales «el escudo de oro», con la Virgen del Rocío sin bambalinas bordadas. Y el estreno de estantería propia con el prontuario moderno de las cofradías: «el Gutiérrez». Y si, ahorrando, más adelante podía ser, el gran lujo de un libro entonces extraño y apasionante: «el Bermejo», capaz de igualarse al «Cruz de Guía» de Sánchez del Arco, que tantos años llevaba ya en casa. Es el tiempo de buscar, incluso entre gitanas y toros de fieltro encampanado, nuevas tiras de las «diapositivas andaluzas», mientras los cubos de flash no lograban las fotografías soñadas.

Luego fue la lonja de la Universidad testigo de años de esfuerzo, alegrías y malos tragos. Pero, sobre todo, en la piedra de un banco al sol, sede de la mejor asamblea de capillitas. Aquella singular Escuela Jurídica contaba con dos o tres costaleros, un nazareno y un armao. Amigos con los que crecemos compartiendo besamanos con apuntes bajo el brazo, vivencias y devociones. Y como hay, sin duda, ciertas épocas del año sevillano en las que debe existir bula para el pecado venial de la rabona, la Escuela sentaba doctrina sobre lo difícil que resulta encerrarse entre cuatro paredes cuando la primavera entra con adelantados sones de trompetería a caballo.

Hasta que esas mismas cuatro paredes llenan sus galerías y patios de ruán. Que nunca fue más fuente de conocimiento la Universidad que cuando se abre para que salgan los Estudiantes sin carpeta.

Una tarde de sol caído y luz por última vez hiriente, salí a rebuscar algún fragmento de sombra entre los adoquines de Laraña. Una sombra de la Hermandad de los Estudiantes hace setenta y cinco años. Quise volver al contraluz más potente, a esa fotografía de Dios revelada en el papel de la tarde que muere buenamente, y a las siluetas negras de la hora aquella, de la que sólo quedan ya las nubes de un azulejo.

Pero el Cristo de la Buena Muerte vuelve hoy a recordarnos que Él es el mismo ayer y hoy. Y siempre. El amor hasta el extremo de su última gota de sangre. Porque la cura más reciente nos ha devuelto a la vista una gota tapada por la pátina que la ocultaba a la memoria del Martes Santo. Ha pasado tanto tiempo ignorada esa gota de su vientre, esa última gota de sangre, la que rubrica hasta el extremo la Buena Muerte de Cristo...

Sólo era una gota perdida en nuestra historia, tan imperceptible que ni acusamos su falta. Pero era la última gota de la sangre de Cristo, la de su amor hasta el extremo. La de los jesuitas de Laraña, la de la calle San Fernando. ¿Cuándo cayó, que no la vimos? ¿Fue en Arfe, o la precipitó la sombra por Castelar? ¡Si se iba levantando a pulso cada vez! ¿Qué la ocultó para no sentirla nuestra tanto tiempo? ¿Fue acaso íntimamente perdida y descendida casi hasta el sudario en la Catedral?

Hoy, de nuevo, se nos manifiesta, buenamente muerta, la última gota de Cristo. La gota que tiñe la Angustia de María, sus mejillas y el artesonado de su palio. Hoy, de nuevo, Sevilla le ofrece el sudario del Alcázar y el color muralla para sus hachones. Porque ha caído la última gota, la del amor hasta el extremo de dar la última gota de sangre, la propia vida. Que solamente así pudo quedarse dormido en los brazos de su autor. Que solamente así pudo ser buena, cuando la noche ya se marchó, por Laraña o junto al Alcázar; que solamente así pudo ser buena la Buena Muerte de Dios.


IV ... Y SIEMPRE
LA MAR DE LA SEVILLA MANIFESTADA

Y siempre volverá a renovarse el milagro… de una nueva Semana Santa. Como cuando anochece Sevilla el Viernes Santo entre dos palios y dos llantos: el palio color cielo Gólgota de la Virgen del Patrocinio y el palio color Montserrat. Entre el llanto de bambalinas como pestañas y pestañas como balcones con geranios de Triana, y el llanto de cornisa plata en el más hermoso cierro de Sevilla.

También en esta epifanía sevillana se asoma la Ciudad al mar, porque además, tiene Sevilla mar en Semana Santa. El mar de Sevilla se llama Triana, y su color, esperanza. Triana, porque huele a sal su nombre, y es marinera su torre; y porque hay redes en las ventanas, entre mantones y macetas. Y esperanza, porque cuando el agua del mar Triana es limpia, clara y verde por el reflejo de la orilla; cuando se amansa en los bordes y salpica las quillas más tiernas; cuando se esconde en el puente, cuando acaricia el ancla o cuando juega con la brisa, decimos que tiene color esperanza.

Y cuando refleja velas con forma de espadañas; cuando sufre con sus toreros y se pone flores para el Corpus Chico; cuando come avellanas verdes y se pierde entre calles de nombres cortos, decimos que tiene color esperanza.

El agua del mar Triana, cuando busca el reflejo de la cerámica y la torre, de Santa Ana y de Pureza; o cuando recoge el cansancio y la fatiga de esos barcos que volvieron vacíos, perdidos quizás en el temporal... Entonces el agua, aún más verde, se viste de bordados y se pinta reflejos de plata y flores. Y con toda la cera encendida, justo formada en la proa sobre la sal de los faldones, el mar Triana llama a todas las barcas a que, prestas, leven anclas:

¡Que vistan los marineros capas y terciopelo!

¡Que se marcha a Sevilla, porque estamos de Madrugada!

¡Que mira cómo zarpa, con nazarenos verdes de capas blancas... la Esperanza de Triana!


LA VIDA

La vida explota en lo que los poetas llaman primavera y Sevilla azahar, y cuando reza, Semana Santa. Porque ésta es la Semana de la Vida, pero de la vida digna, rica y plena. Una vida que se nos manifiesta entre cualquiera de las mil perspectivas que de la muerte del Lirio tronchado nos ofrece el imponente Traslado al Sepulcro de la Hermandad de Santa Marta. La muerte de los pies fríos de Cristo, desnudos y tan atravesados; la muerte de la mano que se descuelga; la muerte de su cabeza abandonada y flácida. Y la muerte que se asoma al pecho de Nicodemo, a las lágrimas de la Magdalena, a la soledad tan acompañada de las Penas de la Madre. Y la muerte en la sombra del cortejo cuando nos deja sólo el rastro de sus espaldas oscuras...

No había sepulcro, y Arimatea ofreció entonces el suyo. Pero desde hace casi diez años, ni en el sepulcro de Arimatea, en su Capilla de San Andrés, puede ser enterrado Cristo. El sonido ausente de su campana sigue siendo su voz muda, como las radicadas en San Vicente o San Bartolomé, que siguen sufriendo con Quien ya para nacer no tuvo abrigo ni hospedaje.

Pero éste es nuestro Señor, el de ayer y de hoy. El de siempre. Él es nuestra Esperanza para el nuevo tiempo. Vienen, o están aquí ya, los que nos hacen padres, aquellos que recibirán mañana nuestro propio legado como nosotros recibimos la heredad de nuestros mayores. Los que veremos crecer junto a nuestro ejemplo y nuestros valores, cristianos o no, y que beberán de aquello que les demos: de la fidelidad o del engaño; del compartir o del acaparar; de la concordia o de la discordia; del ser o del tener.

Nuestra mejor herencia será para ellos, y para nuestro mundo, unas hermandades reflejo de las familias que las componen, y que vivan los valores de Aquel que llamamos con el nombre de su Madre, Nazareno de la O, el que doblado por la cruz y la tarde, deja su huella mojada por toda Sevilla, la de los primeros pies de Triana que arribaron a la Catedral. La misma Triana que creció más allá de sus límites, y que de nuevo responde a todo el orbe con la luz de mil guardabrisas, que avanza poderosa y fuerte. Y «el izquierdo por delante».

«¿Acaso tú, Hombre moreno del Barrio León, eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo?». Y San Gonzalo responde cada Lunes Santo al Caifás de turno: "Tú lo has dicho".

Tan cierto como que nadie, ni hombre ni autoridad ni grupo, puede vulnerar los derechos del hombre, porque provienen solamente de Dios». Y si Caifás volviera a rasgarse las vestiduras por tener como blasfema la respuesta, tengas a Sevilla, Caifás, por blasfema. Porque no hay en la tierra otro Dios ni más Señor de la vida que el Hijo de la Virgen blanca de calles blancas y casas bajas, nuestra dulce Madre y Virgen de la Salud. La del llanto de malla trigueña y los varales de aire, la Madre del Hombre moreno que, desde el Tardón, nos llega maniatado.

Tomemos nosotros ahora, desde la antigua plaza del Pacífico que llaman hoy de la Magdalena, el tranvía del Patrocinio, y vayamos en busca de la Bandera de la Vida, esa que Sevilla enarbola como testimonio de un voto que quizás tuvieran sus cofradías que jurar hoy: voto en defensa de la vida, don de Dios que debe protegerse en cualquiera de las etapas, desde la concepción hasta la vejez y la muerte; desde el derecho a unas condiciones dignas de vida, hasta el derecho a la educación y la cultura.

Nuestra Bandera es un relámpago crucificado, y su nombre, el trueno que lo acompaña cada vez que se pronuncia: Cachorro. La expiración de su cuerpo sacudido ondea sobre las azoteas de nuestras almas, y su silueta de Viernes atrianado es un piropo de la vida en su plenitud. Por eso afirmamos que Jesucristo es el mismo de ayer y de siempre. Por eso Él es nuestra Bandera. Y por eso el Dios vivo de Sevilla se queda en besapiés el día de la Pascua de su Resurrección. Porque es el mismo Dios vivo el Cachorro de Triana.


VÍSPERAS DEL NUEVO TIEMPO

Vivimos las vísperas de un tiempo nuevo en el que también los cofrades, con toda la Iglesia, celebremos la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo -que en Sevilla llamamos de la Sangre- en las entrañas de su Madre, la que vive en la Calzada. Allí se abre el balcón de este final de siglo y de milenio, como cada Martes Santo. Y sosteniendo cansadamente sus brazos extendidos, Pilato, que ya ni se cree su papel, vuelve a presentar a Jesús al Pueblo: «¡Ecce Homo! ¡He aquí el Hombre Nuevo, éste es Jesucristo, el amor de Dios hecho uno de nosotros, el mismo de ayer, de hoy y de siempre!». Y el mundo responderá: «¡Muéstranoslo con obras!». Entonces, Pilato se volverá señalándonos. Y aquí estaremos las cofradías y sus cofrades, dispuestos a seguir mostrando a Cristo al mundo, entrando en el nuevo tiempo sobre los pies, metiendo bien el cuello y los riñones. Como se anda en San Benito.

Porque también mañana seguirá siendo válida la hermosa catequesis de nuestras cofradías. Como la del Baratillo y los dedos desvanecidos de su Cristo de la Misericordia, que rozan la crecida marea del Miércoles Santo mientras reposa en la serena Piedad de unos párpados bajos. Y esa será la huella que siga luego la Caridad albero y cal del dolor de su Madre... O como ver derramarse el azúcar de los ojos remansados en la pureza de Guadalupe. Porque no hay Aguas más blancas que las que resbalan por las mejillas de la que a Cristo dio sus Aguas. Porque son sus lágrimas y su quebranto las Aguas también de Guadalupe.

Refieren que fueron a clavar junto a Jesús a dos ladrones, y que las gradas de Alemanes se empinan un poco más el Viernes Santo para ver a Cristo, que quiere como salirse de la cruz. Dimas pide clemencia, y escucha: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». El paso se ha arriado ante la Puerta del Perdón, mientras Cristo se vuelve hacia Gestas que, sin embargo, rehúye la mirada ansiosa del Señor, hundiendo la suya por la vieja calle de la Mar. Pero el Cristo de la Conversión, García de Vinuesa arriba, seguirá esperándolo hasta su último aliento. Pero si uno no quiere...

Y porque es verdad, el Cristo del Amor, desde su cruz recién estrenada para seguir muriendo también en el nuevo siglo, nos dice: «Estad alegres, os lo repito, estad alegres». Porque no hemos de esperar la llegada del nuevo milenio con cambios mágicos, transformaciones sobrenaturales o fenómenos apocalípticos. Porque ya se produjo el mayor de los misterios, en la plenitud de los tiempos. Y para darle cumplimiento, por esa misma puerta ignota de Sevilla, que es la más importante porque por ella hace su Triunfal Entrada nuestro Salvador, por ella nos viene el Amor.

Mucha muerte, mucha plegaria, mucha vida prendida en sus vetas se marchó con la Cruz que desclavaron después de ochenta años. Tanto la gastó de tanto amar el Amor. Y de tanto morir. Hubiéramos querido dejarlo sin cruz para asombrarnos de su espalda poderosa, besar sus manos libres y sus pies atravesados... Pero el Amor sin cruz no era el Cristo del Amor. Porque el Amor es darse y darse sin medida; desgastarse por Francos y Chapineros amando de lado a lado sin esperar nada a cambio. Por eso el sentido del sinsentido aparente de la Cruz. Por eso el Amor sigue inexplicablemente crucificado. Y por eso el Socorro de María lo acompaña siempre, Chapineros-Álvarez Quintero, para sostener a cuantos quieran amar como Cristo nos amó.

Así explica Sevilla los cimientos de la nueva Civilización. Y habremos de ser nosotros y nuestros hijos los que impulsemos en el nuevo tiempo la vida de nuestras cofradías, de nuestra Ciudad y nuestro mundo, de acuerdo con los valores del Reino encarnado en el Cristo del Amor. Que esto es la Caridad.

Nuestras catequesis, atención a enfermos o asistencia social, reflejan la entrega personal de muchos cofrades. Pero, sobre sus góticos perfiles, aún nos sigue interpelando el Cristo de las Misericordias entre las estrecheces de Santa Cruz, porque todavía existe una angostura mayor: la de la cuarta parte de las familias sevillanas, que viven hoy bajo el umbral de la pobreza.

No podemos contentarnos solamente con dar, sino que es preciso que nos impliquemos nosotros, tal y como se refleja en el rostro cetrino del Señor de la Salud cuando rompe la Madrugá con su andar erguido de junco esbelto, firme y rotundo. Porque Él, Rey en su condena, es el símbolo de aquellos que discriminamos porque «no son como nosotros». Pero Él sí es de ellos; de todos, pero especialmente «de ellos».

Y para crecer en el compromiso con los más desfavorecidos, pongámonos en manos de nuestros valedores, a quienes quisiéramos encontrar por San Pedro.

Porque, aunque no estemos en Roma, en Sevilla sí tenemos Plaza de San Pedro, y al santo mismo viendo pasar cofradías desde su palco, en uno de los rincones más hermosos y robados de la Ciudad.

Que aunque no tengamos cúpula de Bernini, sí tenemos una torre hermosa y azulejada. Y no estará la Piedad, pero sí veneramos la muerte severa y envejecida del Cristo de Burgos, y la mirada desbordada y alta de Madre de Dios de la Palma. Y no habrá columnata, pero sí hay cuatro colosales y salomónicos ficus en ese estrambote que es la antigua plaza de Argüelles. Y para Vía de la Conciliación, la calle Imagen cuando el Jueves Santo la alumbran esos grandes ojos tallados que velan al Cristo de la Fundación.

Desde nuestra Plaza de San Pedro, acudiremos a aquellos tres sevillanos que entregaron su vida por los pobres y a los que la Ciudad tiene ya por Santos: Santa Ángela de la Cruz, San Marcelo Spínola y San Miguel Mañara. Santos de la Caridad injertados hondamente en nuestras costumbres y hermandades desde su propia vocación de vida y su entrega absoluta. Santos que quisiéramos ver pronto así reconocidos en «la otra» Plaza de San Pedro.

Y daremos entonces gloria a Dios en las alturas, como en esa noche que será de nuevo recreada gloriosa entre las hojas color barro del otoño. Porque habrá otro Domingo de Ramos cuando nos pregunten dónde vamos, y digamos: «Hemos visto salir nuestra Estrella y venimos a saludarla, que ya viene coronada». Será el día en que toda la Ciudad, con sus ángeles y sus santos, honrará a la que tuvo siempre como Estrella del puente, del río, del Altozano y de Sevilla. Y Arrabal, Guarda y Collación de nuestras almas.

Y luego de coronada, ¿cómo te llamaremos? ¿Soberana, Reina, Señora? Pero Tú, Madre, no querrás: «Llamadme como siempre: la Estrella de Triana».


V EPÍLOGO: JESÚS NAZARENO

Clarea ante nosotros la luz nueva de la hora que más ansiamos, la del horizonte de la túnica desperezada; las vísperas de la raya perfecta de los monaguillos repeinados. Quizás haya llegado primero el capirote. Un cartón desnudo no es nada; si acaso, un anuncio o un recuerdo, el reclamo a la impaciencia, o la nostalgia de lo reciente, que casi tocamos aún y no queremos guardar en el altillo de nuestra memoria. Pero un capirote revestido de antifaz, incluso llevado bajo el brazo, es ya casi un nazareno en la calle.

«Por el camino más corto y sin mirar a los lados», el nazareno alto, delgado y negro va llegando también a su destino. Y porque es llegada la hora, con su túnica raída, se nos marcha el nazareno en su última estación. Aunque hoy, el pregonero confía en que, entre tanto capirote alborotado, le hayan dejado un sitio para que pudiera asomarse a esta mañana también tan suya. Y a Jesús Nazareno pedimos ahora saber cumplir la otra Regla de mi cofradía: «hacer siempre lo que el nazareno que le precediera», para que así también quien viene tras de mí reciba el mismo ejemplo que yo recibí. Porque soy nazareno. No tengo honra mayor, ni la quiero. Es el recuerdo de una casa de calle O’Donnell donde formaba el tramo largo de mi familia y en el que yo era el más pequeño de los mayores y el mayor de los pequeños, justo en esa edad en que sólo por un año escaso no podía salir. Es el recuerdo de una entrada al alba azul y fresca. Y la vuelta a casa, varios pasos detrás de un nazareno alto, delgado y negro que andaba como andaba mi padre.

Entonces yo ya era mayor; fue desde que me levantaron la primera vez de mi sueño de niño para ver entrar el Silencio. Entonces aprendí primero, entre atónito y recién despierto, que el Silencio era un nazareno que no te mira, que no te habla, que no se inmuta; como ausente, como si realmente estuviera en otro lugar, en otro tiempo. Y aprendí luego que el Silencio era descubrir cuál era tu padre por sus manos o sus pies, entre una fila larga, altísima y negra. Y que durante el año, esas manos seguían siendo las de un nazareno, porque quien acompaña a Jesús Nazareno de Madrugada, es también nazareno en la vida de cada día. Porque ser nazareno no es un rato, ni un recorrido, ni siquiera una indumentaria, sino un estilo de vida y una espiritualidad especial. Es formar parte de un cortejo de siglos, ocupando un puesto que ya alguien ocupó antes por ti, incluso de tu propia sangre. Otro vendrá más tarde, incluso de tu propia sangre, para ocuparlo cuando tú faltes. Y aprendí que ser nazareno es mantener el estilo siempre firme y el carácter inmutable de los Primitivos Nazarenos de Sevilla.
No os preguntéis ahora por su origen o antigüedad. Es Sevilla la que inventa el Silencio con el silencio de sus plazuelas, sus patios de convento y sus calles apretadas y huecas; con el silencio de los ojos de sus alminares y el borde de sus atardecidas. Y con el silencio de Dios esperándonos desde antiguo, o el silencio de Dios recién nacido en Cristo. Y el silencio de Dios que Sevilla va desgranando en su Semana Santa. Es la Ciudad, pues, su historia y su devoción las que se hacen Silencio, Cofradía y Madrugada.

El Silencio máximo de Dios es Dios mismo hecho silencio, la Palabra que habitó entre nosotros hecha Jesús Nazareno. Siempre de frente, seguro el paso, adelantado su pie y cargando el hombro para abrazar la Cruz. Y así la lleva mirando con su mirada antigua, con su frente recia, su corona afilada y su mejilla partida, hasta que vuelve a arriar el paso. Y, enseguida, Villegas, Salvador, Cuna. Sólo el trémulo aleteo de las llamas en el farol, sólo la noche para la noche de la Palabra. Alumbrados por el reverbero de los cirios, los ojos de la Sevilla que lo observa llevan rostros de Silencio porque saben ver, sentir y escuchar al Silencio. Miran de arriba a abajo al nazareno que se les detiene delante y se esfuerzan en asegurarse que dentro del ancho esparto hay realmente alguien. Manos adolescentes unas, huesudas otras, manos encallecidas, finas, gruesas... Y dos ojos perdidos al frente, siempre al frente. El golpe de las contera avisa de otra insignia. Orfila, Lasso de la Vega, Aponte. La luz agranda la plaza y el bullicio distrae las orillas, pero el río negro y prieto sigue inalterable su curso. Y siempre, ligero, recto, fagot, oboe sobre las cornisas de la primera Madrugada.

Y cuando entre, siempre de frente, lo hará como salió, mirando al lado, porque sólo Él puede hacerlo. Porque sólo Él puede mirar donde nadie alcanza, buscando entre nosotros a cada uno de nosotros mismos. Porque Jesús Nazareno es el mismo ayer, hoy y siempre.
Éste es el Dios de nuestras familias y el Dios de nuestros hijos, a los que queremos educar en esta fe y en la forma de vivirla en nuestras cofradías.

Y ahora, salgamos ya al cielo de Sevilla, porque ya mismo, sólo siete días y veremos cómo se van acercando los nazarenos ejemplares y valientes del mañana. Éste es el retranqueo de nuestra impaciencia. Vayamos prestos obedeciendo al repeluco de la última víspera, y cree cada uno su propio final a este Pregón. Besemos los pies de Cristo que va a asomarse a Sevilla; postremos nuestras almas ante la Madre que nos aguarda antes de volver al cielo de su palio. Mezclémonos entre los ángeles que sostienen la Sagrada Mortaja; encontrémonos con la última gota de la Buena Muerte de Cristo y recemos ante el llanto de geranios de la Virgen del Patrocinio. Y digámosle a cada uno, como hacemos cada año con cualquiera de nuestros más queridos amigos: «Señor, Madre, buena estación».

Porque es verdad, porque ya huele a Semana Santa. Y pronto, muy pronto, los labios se harán música, jazmín, azúcar. Y luz y miel la boca al decir: «ya es Domingo de Ramos». Vivamos esta gloria adelantada mientras nos llega la Gloria definitiva.

Porque aquella Gloria será, seguramente, ver al Señor en besamanos diario en la plaza de San Lorenzo del Cielo; y verlo tan cerca y sin corona, y sin espina en la ceja, y desatado y sin llagas. Y será la Gloria, seguramente, una eterna madrugada de azahar y plata. Y la Gloria será, seguramente, ver alzar el rostro al Señor de Pasión, respirar al Cachorro y resucitar la mano yerta del Cristo de la Caridad. Y seguramente, será la Gloria un brillo nuevo en la mirada del Valle, el sosiego de la Amargura, la sonrisa del Dulce Nombre, y ver cómo dejó de llorar nuestro Cristo de la Ventana.

Y será la Gloria, ciertamente, poder mirarla siempre, tal cual, ya sólo sonriendo. Señora, Virgen, Madre. Y será la Gloria, ciertamente, toda una eternidad para verla, con corona o sin ella, con manto o sin manto, con tocado o sin él, pero muy cerca de Ella, Vida y Dulzura, Esperanza nuestra.

Que será la Gloria, sencillamente, tenerla siempre delante. Y ya, solamente, será la Gloria... Sólo mirar a la Macarena.


He dicho

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