29 marzo 2007

2003 - Fco. Javier Vázquez

Pregon de la Semana Santa de Sevilla del año 2003. Pronunciado por D. Francisco Javier Vazquez Perea en el Teatro de la Maestranza de Sevilla.


INTRODUCCIÓN

Como una marea creciente, como una riada que empujase hasta nosotros, en aluvión, los menudos nazarenos de la Borriquita, nos dispusimos tu y yo a compartir -ya era Domingo de Ramos- el privilegio insólito de la primera Cruz de Guía de tu vida.

Tus ojos -solo tenías año y medio, eras casi de mi sangre- intentaban abarcar todo aquel júbilo desbordado que provenía del Salvador y que acrecentaba el tuyo. Sobre la escasa altura de aquella algarabía de capirotes blancos, se podía divisar, lejana, difusamente, la palmera cimbreante que los apremiaba.

Para buscarte, sólo para buscarte, el paso cruzó la larga calle Cuna, en cuyo final nos encontrábamos. Tan increíblemente fugaz, que apenas lo tocaron, entre la sombra de las fachadas, las espadas de sol que asomaban por las bocacalles... Tu naricilla espesó en medio de un botín de caramelos, el humo dulzón de las dalmáticas. Neblina de incienso que fue la última barrera vencida por aquella mole de oro y de suaves acuarelas rosas, antes de que te apropiaras de ella... Así llegó el misterio hasta nosotros, cobijándonos bajo su oasis de palmas oscilantes.

Diré que no te asustó el vigoroso embate al aire de las cornetas y tambores, cólera batiente que parecía desprenderse a jirones del soberbio canasto. Pero que preferiste entregarte -amorosamente- a los humildes sonidos que circulaban entre los candelabros: al clamor de hosanna tallado en los labios quietos de las figuras, a la sonrisa de los niños hebreos, brazos en alto con brotes de olivo, al hacha de Zaqueo de penca en penca hostigando la yedra y, muy especialmente, a las modestas campanitas del borriquillo, dulce Platero que acompañaba al Señor de la Sagrada Entrada en Jerusalén. Porque en su bondad, calmaste el sobresalto que te había dejado el paso inmenso al abrirse sitio para avanzar.

Diré que no fue extraño que tus ojos alucinados se quisieran desasir de mí, increíblemente abiertos, perdidos en ese panorama de infantiles sorpresas: era tu prematura iniciación a esta fiesta. Ignorabas ¡claro, nunca las habías vivido! que pudieran hacerse tan reales aquellas imágenes que ya te habían hipnotizado en los videos de casa, que pudiesen tocarse con las manos, sumergirte en su colorido.

Y en ese descubrimiento tuyo comprendí que también ha de ser así, la misma reacción de asombro, lo que sintamos nosotros cuando como tú, Gonzalo, comprobemos, pero ya al terminar nuestras vidas, que tampoco era una ficción soñada nuestra Semana Santa. Que este evangelio hermosamente proclamado cada año es el anuncio cierto de una futura realidad tangible que ya conocen quienes nos precedieron. Lo proclama esta parábola de fe, esta plenitud de gozo, este mensaje que nos alumbra, este amor sin trabas que quiere abrazarnos durante siete días para traer su gloria a nuestras manos. La fiesta de una promesa. La esperanza de una eternidad. Me lo desvelaron tus ojos ante el primer paso de tu vida.

Cuánta grandiosidad en idioma tan sencillo. Ésta es la confesión que pretendo repetir hoy públicamente. La que repetimos en nuestra intimidad, impacientes, tantos sevillanos, tú también muy pronto, llegado este final de cuaresma, dentro de una semana… cuando esa palmera, esos niños de blanco y esa dulce borriquita se nos vuelvan a hacer verdad, ¡en el único Pregón que importa, el que cada uno se escucha dentro de sí mismo al rezar!:

Otra vez
el tiempo ha regresado
la luz
de las cosas que se fueron,
las que creí perder
pero quedaron
rebeldes al olvido
en el recuerdo.

Otra vez estoy aquí,
recuperando
cuanto he vivido yo,
cada momento,
de mi vida
de niño,
de joven,
de inexperto,
de la vida de aquellos
que me amaron.

Conjugo en presente
lo pretérito
porque llega otra vez
lo más sagrado,
corazón de mis íntimos
anhelos.

Y otra vez,
si busco,
hallo
mi memoria feliz
entre lo eterno...
y otra Semana Santa,
al fin,
entre mis manos.


DEL DESEO, DEL RECUERDO Y DE LA REALIDAD

Excmo. y Rvdmo. Sr. Arzobispo
Excmo. Sr. Alcalde.
Ilma. Sra. Teniente de Alcalde
Presidente y Junta Superior del Consejo General de Hermandades y Cofradías
Excmas. e Ilmas. Autoridades
Cofrades, Sevillanos.


Agradezco vivamente a la Delegada de Fiestas Mayores la habilidad y la amabilidad con que acaba de disimular mis carencias. Lo que ya no sé cómo agradecer -dejemos que sea el día a día de mi vida, más que unas breves palabras- es este honor que me ha sido concedido. Porque menudo privilegio es éste del Pregón, el de poder alcanzar lo que el poeta sólo acertó a soñar desesperadamente:

"Mi voz buscaba el viento para tocar tu oído".

Mi voz surca el aire para acariciarte, Sevilla. Para que la atmósfera iluminada de esta mañana la confirme. En tantos hogares donde resbalar, con unción, por la tersura planchada de unas túnicas dispuestas. En tantas vitrinas huérfanas de enseres, ya colocados en los pasos. Porque es indiscutible que la piel de nuestros Cristos y Vírgenes ya demanda un poco de sol inaplazable y una dosis inmediata de amor en plena calle.

Mi voz trae la curiosidad de la mano de un niño sobre el paño de una bocina que pasa. Y el deseo de apretar esa otra mano abatida por la enfermedad sobre una sábana, convertida como el Gólgota de Cristo, en luz a la que ha de llegarle su liberación.

Mi voz quisiera sonar en la celda de una cárcel donde comprenda lo que fue la prisión de Jesús. Y en una parada de autobús, en un mercado, en la tertulia de un bar, en un taxi, en la oficina, en algún aula. Porque allí quisiera morir cuando se calle... soñando convertirse en la espadaña que despierte la memoria común.

Y es mi propia memoria quien la encuentra, detenida, en una vieja fotografía, de la mano de mi madre con un fondo de capirotes de los Javieres saliendo de la calle Jesús del Gran Poder.

O por Reyes Católicos, donde San Gonzalo marcha amplia, ocupando de acera a acera. Caifás con humilde jamuga como trono: sólo en eso ya se nota la vida pujante de esta Hermandad, engrandecida hoy con la fuerza con que la oímos nombrar, con que la sentimos venir.

No es nostalgia, es que tenía razón quien apuntó que lo que sucede una vez se queda sucediendo para siempre… y es tan actual hoy en nuestras retinas el palio de Dolores y Misericordia encendiendo de resplandores el Postigo como aquel que llegaba desde San Bartolomé a la Campana.

Crece nuestra túnica a nuestro ritmo, dobladillo a dobladillo, como si continuase siendo la misma que te probaron al salir una tarde, muy niño, del colegio.
Y están los dos nazarenos de farol y fondo rojo del programa "Orientación" colgado ya en los quioscos.

Y aun brilla el palio que era blanco de Resurrección, de la Esperanza Trinitaria.

La Virgen del Buen Fin de la Lanzada deposita su ingenuidad de niña sobre la canastilla de su misterio, cerrando el Miércoles Santo.

Abundan todavía devotos de promesa del Gran Poder vestidos de morado y cordón amarillo, varas cruzadas de luto en los respiraderos y penitentes dispensados de capa.
Todo sigue sucediendo. Nunca dejará de ser nuestro aquel balcón de la Campana que hace tiempo que perdimos. Ni se desvanecerán esos Viernes Santos ocasionales de lluvia, o de gripe que nos permitieron ver salir la Carretería, cenitalmente, desde el balcón de unos amigos. Aquel portalón abierto a la mitad y los pasos ajustados como un guante a los muros de la Capilla...

O la Sagrada Mortaja –Santa Marina- de perfecta armonía entre el moldurón de claveles y el oro viejo del canasto, de espejo de antigua casa nobiliaria.

O la costanilla de San Isidoro, copiada en la pendiente del monte del Señor de las Tres Caídas. Más que Cristo que tropieza y se desploma, Cristo que quiere bendecirnos con su mirada, y al apoyar en tierra los cinco dedos de su mano, abre el surco de las cinco calles que parten de su parroquia, creando el primer trazado de la Sevilla más antigua.

Nada es perdurable sino la emoción que sostiene vivo el ayer en nuestros corazones. Ved a la Virgen de la Victoria, en los Remedios, pero conservando sobre el bordado de su palio los ecos de su calle San Fernando, sus cables de tranvías, las verjas del foso, las infinitas palmeras y el rostro de sus viejas cigarreras escoltándola. Todo permanece igual, todo es diferente.

Por eso, porque el tiempo muda toda soberbia, hay que reconocer que llegan los grandes días que conmueven a toda Sevilla, es cierto, pero no a todos lo sevillanos. Y asumida esta realidad, rechazar sin embargo ese nuevo tópico intelectual, que culpa de todos los males de nuestra ciudad a su espíritu festivo, y especialmente a las cofradías.

¿Llevan razón esas voces? Cuando nuestro deber solo persigue la sinceridad del mejor culto posible a Dios, avalado por un ansia de conocerle y una caridad sin paternalismos, un darse a los demás que se mira en quienes, como en el verso de Benavente, huyen "del yo, del mí, para mí, a mi entender, en mi opinión. Porque solo los que aman saben decir tú".

Así lo vive y entiende esa Sevilla numerosa y real que es la que construye la ciudad a cada día y se postra ante el único Señor a quien reconoce grandeza.

En la sublime figura del Gran Poder, todo es invitación y ánimo a seguir adelante. Nos cogemos de su mano porque sabemos de su omnipotencia divina que cura las heridas humanas, creciéndonos con El y en El. Habría que escudriñar dentro de cada sevillano para conocer de veras al Gran Poder. Su gesto lo acabó de tallar Sevilla, lapidando su policromía original, con la huella de tragedia que le dejaron, al aprender a caminar por la vida, tantos que llegaron a la madurez solo después de recibir su animosa lección de fuerza.

Habrá a quienes esta fe le parezca algo caduco. Pero de ella sólo vemos salir vigor y fortaleza emprendedora, aspiración a lo alto, porvenir y futuro. ¿Sería mejor Sevilla si no tuviera el Gran Poder para afrontar el reto de caminar decididamente hacia delante, sin excusas? ¿Sería mejor Sevilla sin las cofradías? ¿Es sobre el sitio de las tradiciones donde se debe construir el edificio de la prosperidad que nos falte? ¿Hacia donde avanzaría entonces la ciudad, negándose a sí misma?

Fácil es de comprobarse, en su camarín. Allí está su talón gastado, con las vetas al aire dejando asomar la madera de aquel tiempo lejano en que su efigie dormía sin tallar dentro del árbol. Sin saberlo más que el cielo, sin besarlo más que los pájaros.

Tiempo de calma que nos transmite cuando hoy besamos nosotros ese talón: arriba su figura agigantada, abajo nuestros ojos jugando -a ras de su pisada- a convertirnos en piedras de su calle de la Amargura. Así, como en los versos de León Felipe: "Así es mi vida / piedra, / como tú; como tú, / piedra pequeña; / como tú, / canto que ruedas / por las veredas, guijarro humilde…" Unos escalones más abajo, nos encontramos en el Sagrario el cofre de su corazón, bombeando vida, en íntimos latidos. Y a unos pasos, colgada del muro, su vieja Cruz de tantas madrugadas, al alcance de nuestro abrazo, para fundir el sufrimiento que nos abruma con el suyo.

Por eso en la Madrugada no es que se eche a andar el Gran Poder. Es que detrás se lleva a Sevilla. Un verdadero éxodo de esparto y ruán le precede. Un Mar Rojo se abre a su Cruz de Guía. Trae la autoridad de Yahvé guiando a su pueblo. Pisa la calle y alrededor de su divina planta se forma, como cuando pisamos arena mojada, un devoto cerco de respeto.

Podrá doler su Cruz y su martirio, su espalda menguada, su cintura rota. Pero sus pies, su zancada nunca la veremos doblegarse ni desfallecer. Esta es la mayor grandeza en que Sevilla humildemente se reconoce. Por eso nadie en quien confiar nuestros humanos esfuerzos en pos de la prosperidad como en este Dios de la urgente carga. Por eso nada mejor que seguirte el paso, que caminar a tu vera, como lo hace Sevilla, Señor, cuando te declara:

Ahora se por qué te creo.
Porque tu amor es tan cierto
como cierta es tu zancada,
que nos lleva a San Lorenzo.

Porque se agarra a lo nuestro
la firmeza de tu planta.
Tú caminas el primero
por tu senda de esperanza.
Dios que se hace sendero,
no solo Dios de palabras
sino de pies en el suelo.

Ahora se por qué te quiero
¡Camino tan verdadero
hacia una dulce morada!

Ahora se por qué es mi alma
Gran Poder, tu cirineo.


ENCUENTRO CON EL ESPÍRITU: LOS DETALLES

Dentro de una semana, Gonzalo, vas a volver a encontrarte con todo ese mundo de detalles que causó tu fascinación.

Recréate en ellos, rebúscalos en los increíbles respiraderos de la Virgen de la Aurora pero también en el suspiro que se tarda en subir al Cristo de la Sed tras su salida.
Ten presente que detrás de cada detalle siempre hay una entrega voluntaria de sensibilidad, declaración en miniatura que busca rompernos el alma. Es en los detalles donde el corazón se nos enreda con más facilidad.

Fíjate en el llamador de la Exaltación que reproduce su paso de misterio en clave eucarística, y en los platillos de cristal de la candelería de su Virgen: no se vaya a perder ni una sola de las lágrimas que componen su nombre.

Ese es el lenguaje que nos verás utilizar. El que encierra tanto amor oculto a la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Rito comunitario que llama a las puertas de cada uno. Por eso no se trata de una puesta en escena, sino de una experiencia verdaderamente religiosa. Por eso decimos que hay tantas Semanas Santas como personas la vivan.

Detalle es la finura exquisita de la nueva urna del Cristo amurallado del Santo Entierro y es de igual modo acompañarlo de las postrimerías de la Santa Caridad, en el paso de la Canina.

Vienes, Gonzalo a una época donde reinan las mayorías de audiencia y los volúmenes macroestadísticos. Agradece por eso la emoción pensada en lo pequeño. Porque así hablaba Jesús a la muchedumbre: asomándose al interior para sanar la herida exacta que a cada uno le sangraba.

Distinguirás en el idioma de amor de los detalles quiénes acuden a vivir estos días con ojos limpios. Ojos que sepan reconocerse grabados en las pupilas bellísimas de Guadalupe, igual que se grabó el indio Juan Diego en los de su hermana mejicana.

O que se planten ante los de la Virgen de Monserrat con su intensa blancura. Me lo dijo un día desde su azulejo en la puerta, Fray Escoba, pulcro portero de su capilla: colócate un Viernes Santo delante de su paso y vete alejando. Sus ojos se te clavarán como un faro de luz. Morirá en la distancia el resplandor de su candelería antes que la sensación deslumbradora del blanco -más que del iris precioso- de estos ojos. Así tuvieron que ser los ojos vivos y verdaderos de María. Disfrútalos como si al rezarle "vuelve a nosotros esos tus ojos…" los tuviéramos otra vez delante, tan llenos de su blanca pureza, ay, Virgen bendita de Monserrat.

Decididamente, mi Semana Santa es la de los detalles. Porque mientras Sevilla esté para detalles, será capaz de distinguir en el ruido actual la voz franciscana de Dios. Verás salir el misterio de los Panaderos, no te fijes en la antorcha, fíjate en sus candelabros, en ese vuelo de golondrinas –casi desapercibido- que ciñe el perímetro de este paso.

Oscuras golondrinas que vuelven cada Miércoles Santo para jugar con sus alas en los cristales de los guardabrisas. Mira dentro del esplendor con que avanza este barco del Prendimiento. Es el trozo más rural de la Semana Santa, aroma de olivar, de salmuera y de almazara. Vienen los romanos con sus lanzas a varear el olivo, más que a prender a Cristo. Sus plumas blancas imitan la danza de brisa y mecida del frondoso ramaje. Y el estrépito de los sayones en la noche despierta a esos humildes pájaros de los que te hablo, tan predilectos de Cristo en sus parábolas.

Fíjate por qué están allí, porque ellos fueron su única compañía confortadora entre la violencia de sus enemigos, y el abandono y la traición de sus amigos. Ellos proclaman por las azoteas de Sevilla que nunca habrá más libertad que en esas manos extendidas, a punto de soga, que acaban de instituir la eucaristía, tahona panadera de sencillez.

Por cierto, ¿no hay un claro paralelismo entre estas golondrinas del blanco rabí del Soberano Poder, infinitamente dulce y pacífico de expresión galilea, y aquel príncipe dorado de los cuentos de Dickens, a cuya estatua los vencejos -acaso igual que éstos- le iban robando el pan de oro para repartirlo a los necesitados?

Si te acoges a esta filosofía del mimo y del detalle serás capaz de identificar, seguro, de qué hablamos cuando escuches decir que una rosa –una sola rosa, entre tantas flores- cruza por Sevilla. Pensarás de seguida en un brazo inerme sobre ella y en una comitiva camino del Sepulcro.

Cuerpo vencido del Cristo de la Caridad de Santa Marta. Que guarda por el Arenal su precedente, cuando el Jesús yacente del Baratillo es ungido por el mejor bálsamo imaginable, el de la contemplación de su Madre de la Piedad, en gesto de infinita ternura para un momento tan propenso al grito y la desesperación.

Pero antes, el Lunes Santo, los acólitos de Santa Marta esparcirán ante el paso del Traslado al Sepulcro una borrosa nube de incienso que el último rayo de sol irá espesando en cúmulos de formación casi meteorológica. Esa cortina la rompe la rodilla de Nicodemo. Y Nicodemo, por un segundo, se queda a solas, en primer plano, junto al Cristo, recordando aquella frase del Maestro que aun le atormenta:

"Hay que nacer de nuevo, Nicodemo".

Brota, sí, el detalle de una rosa roja entre los lirios pero junto a ella brotan más pétalos de sangre del resto de sus llagas… que caen hasta nosotros por el tobogán de sus pies y también nos repiten:

"Hay que nacer de nuevo, sevillanos".

Queremos nacer de nuevo si es nacer contigo y desde tu sueño, Señor. Porque nos da miedo verte así "tan temprano rodando por el suelo", a tí que fuiste siempre nuestra última esperanza.

Queremos nacer de nuevo y en la comba de tu sábana tejer un futuro, más allá de este vivir al momento en el que nos hemos instalado, sin sentir que el mañana empieza hoy, cargado de cosas mejores.
Queremos nacer de nuevo guiándonos de la verdad. No de la verdad por la que se odia, sino por la que se ama. No por la que se mata sino, como tu, por la que se da la vida. No la que crea intransigencias o imposiciones sino una verdad de convencimiento y de respeto. La verdad que nos exige a nosotros, no la que le exigimos al otro. La verdad de un cristianismo por estrenar.

Gonzalo, mira este Cristo mío. Siente ante El lo que escribiera Rafael Montesinos: amo las cosas que se lleva el aire. Y díle conmigo.

Amo, Santísimo Cristo de la Caridad, esa sensación de brisa que nos dejas al pasar. Eso que parece remediar toda promesa rota, toda separación, todo desamor.

Amo ver tus cirios azules llevárselos el aire, anunciando que acabas de salir y nos traes contigo la dosis de idealismo que perdimos. ¡Y en clave entendible para todos!... de gesto y de caricia, de rosa y, sobre todo -¿lo ves?- de detalle.

Cristo de la Caridad, amo querer nacer de nuevo, si es contigo cada Lunes Santo.


ENCUENTRO CON LA BELLEZA: DE LA CERA Y DE LA MUSICA

Dentro de una semana, Gonzalo, vas a volver a encontrarte también, además del detalle, con la belleza. Si vienes de mi mano, te insistiré, de todos lo sentidos, en el de la luz, en la luz de la cera.

Si tuviera que reducir mi Semana Santa a una sola estampa escogería sin dudarlo la de un paso de palio en lejanía, ese volumen de fuego en el que se vislumbra el calor de María. Así le rezo yo a la Virgen de la O, mientras los dos cruzamos a la vez el río, de regreso, pero por distintos puentes. No importa la distancia que nos separa, la acerca mi deseo desde aquel fulgor que escribe su luz sobre el renglón silencioso de San Telmo.

La cera es miel. Hay pasos que exceden su condición de altar peregrino para convertirse en monumentos rebosantes, como el de Gracia y Esperanza, cera sin complejos, derramando la advocación de la Virgen entre el gracejo en que se dispone su geometría de líneas convergentes hacia la Dolorosa -es decir, la candelería que se le rinde- y el color verde que está y no está presente en su palio.

La cera es capricho. Crea ilusiones visuales: mira cuando el paso de la Virgen del Rocío, encendido en la noche, se levanta al martillo y la inercia del tirón, agachando la llamitas, produce un apagón instantáneo, que Ella aprovecha para parpadear.

La cera es calor. A la Dama del Dulce Nombre, cortejada más que consolada por San Juan, nos resulta difícil encontrarle el callejón por el que admirar su cintura. Porque todos sus candeleros se han agolpado delante de su peana, cerrando filas para abrigar tanta belleza.

La cera es luz. De día el interior del palio es un cobijo de sombra que oculta en oscuridad el interior de las bambalinas. De noche, la luz pasa a recogerse dentro, como caja de resplandores, y son las caídas interiores las que ahora se iluminan, dejando fuera la tiniebla. Eso que gana el rostro de la Virgen, que ya es hoguera por sí solo y que cuando divisa de vuelta San Nicolás no sabes si prefieres llamarla Candelaria o como también le cuadra entre la claridad de sus nazarenos, Santa María de la Luz, Santa María la Blanca.

Y la cera también es ternura. Enrojecen las copas de los naranjos de Mateos Gago cuando a la vuelta les pasa revista el Cristo crucificado de Santa Cruz. Porque en sus candelabros, arrebujados de frío, sobrenada una luz trémula, temerosa de ver al que era la Luz del Mundo elevarse como un hilo humeante que asciende, pabilo que se apaga, dejándonos un eco de oboe, fagot y clarinete que alimenta las esquinas secretas de su barrio y las de nuestras almas.

Pero la cera más elocuente no es la que se derrama en el suelo de la carrera oficial sino la que también van dejando caer las Hermandades, silenciosamente, sobre la ciudad, todo el año. Yo propondría que alguna vez los programas sustituyeran el nombre tradicional de las cofradías por el de su principal proyecto social, para darnos cuenta real de su labor: "A qué hora llega la del centro de estimulación precoz", "ha recuperado el retraso la de los hospitales del Sahara", "mil quinientos nazarenos saca la de los niños bielorrusos afectados por la radiación", "han cambiado el capataz a la de la guardería infantil", "volveremos a tiempo de ver el misterio de la del economato"… y así nombrarlas a ésta la de los campamentos de verano, aquella la del Patronato benéfico, o la de la Fundación para desempleados, la de rehabilitación social de la Alameda, la de los talleres ocupacionales y las de tantas otras obras y miles y miles de euros destinados a ser solidarios.

Las Hermandades tienen muy claro su camino en este sentido, pero por muy lejos que lleguen sus afanes, siempre procurarán añadir algo más. Lo pregonan los nazarenos de San Esteban en sus capas, rodeando la lección de belleza y piedad de sus Sagradas Imágenes, Salud y Buen Viaje, Desamparados, con esa leyenda que suele ser lema asistencial de todas las cofradías: "y qué más puedo hacer yo por vosotros".

Pocas instituciones gozan de su omnipresencia en el entramado geográfico para conocer las heridas de nuestra ciudad y acudir a ellas. En el frontispicio de una casa hermandad del Aljarafe leí un día la mejor manera de lograrlo: "no digas lo que hay que hacer, hazlo". Así daremos por bien empleado nuestro cirio al consumirse, con cera ganada a pulso día tras día.

Los tramos de niños nazarenos del Buen Fin, bomboncitos franciscanos, son insignias vivas de aquellos otros que tal vez no vistan la túnica pero que constituyen la osadía de esta Hermandad, cambiarle nada menos que la advocación a su Cristo: Cristo del Buen Inicio, para las vidas de esos pequeños con dificultades.

Basta pensar que es posible y hacerlo. Es imaginar a los armaos en el Hospital Infantil y ponerlos allí el pasado Jueves Santo. No lo viví pero sí que presencié a la centuria, poco antes, recogiendo a su capitán en la plaza de los Carros. Y nunca me pareció tan satisfecha y orgullosa, nunca tan cerca de las lágrimas, convertidas en gozo, de su Señor de la Sentencia.

Este es el valor profundo de la cera. De la suya va formando San Bernardo una hermosa senda cada Miércoles Santo, y desde Rodrigo Caro hasta Madre de Dios traza el mismo exacto camino por el que a mi me llevaron tantas veces de niño hasta el cielo. Hasta ese convento de dominicas donde la cofradía se suele detener, y donde una tía abuela, de imborrable recuerdo, Sor Cecilia, encarnó mi ideal de bondad y espiritualidad. A ella quieren regresarme las filas moradas y negras de la Virgen del Refugio, cuando ya la tarde cae, cuando el Cristo de la Salud propicia chicotá a chicotá un encuentro de Emaús que nos hace arder con su compañía. Y que al no encontrar ya en aquel convento a tan entrañable monja, me invita a seguirlo hasta su barrio, cumpliendo lo único que ella quería: que Dios reinara siempre en nuestros corazones.

Este es el valor de la cera. Procurad, hermanos del Museo, que esté encendida toda la de vuestro palio para que leamos bien esas letras de oro que dicen: venid a mí los sedientos. Porque la que va delante tiene dentro de mí un sitio preferente, heredado de mi padre. Tuvimos un amor del que guardamos lo mejor. Yo envejezco y Ella es cada día más niña. Lleva su nombre en su manto, Aguas, cascada blanca y azul. Declaro mi sed como un enamorado. Sus manos parecen señalarme donde posar mis labios secos. Y en cuanto puedo, rompo mi Lunes Santo para ser solo suyo, cuando baja la temperatura y cristaliza la noche, cuando la saeta se arranca con aquello de "a la voz del capataz" y el martillo levanta por última vez su paso en la plaza... se inicia su marcha, consciente el pico de sus bambalinas de que es la última mecida, mientras el umbral se encoge para no dejarla entrar. Qué sequía verla desaparecer, qué último sorbo intuir sus varales por los ventanales: no nos los cerréis porque es obra de misericordia dar de beber al sediento, y clamor en la figura de la Sagrada Expiración de su Hijo.

Esa es la luz. A ti, Gonzalo sé que te va mejor la música. Estás de suerte porque es de lo último en apagarse cuando nos atenaza el Sábado Santo con ganas de llorar sin llanto. Iremos rebañando música por las esquinas de San Marcos. Ese adiós nuestro que no sabe a donde dirigirse y acude a la Piedad Servita o a esa lágrima horizontal que hizo más bello el semblante de su Dolorosa bajo palio.

Escucha el Viernes Santo en Carlos Cañal "Soledad Franciscana", e imagina, por no tener que esperar el desierto de otro año entero hasta una nueva Semana Santa, que es al Amparo a quien se la están tocando, en Noviembre, saludando a la Virgen de San Buenaventura, diciéndose una a la otra, en las postrimerías de las procesiones de Gloria: hasta pronto, Madre, hasta el llanto.

Oye, siente y descubre, descúbrete en cada marcha. Te contaré que cierto Jueves Santo terminaba de sonar "Virgen del Valle" en la plaza de San Francisco y ya subíamos en grupo hacia el Salvador intentando alcanzar Montesión en Francos. Una chica que nos acompañaba, se giró repentinamente. Le advertimos de la prisa. Pero ella, clavados los piés, la mirada perdida, nos respondió, herida por su propia emoción: "no he escuchado una música tan triste en mi vida". Tuvimos que respetarla, estaba en el trance de asumir la devastación interminable y sin horizonte de esta Reina del Jueves Santo. Estaba estrenándose en la devoción a la Virgen del Valle.

Yo la luz, tú la música. Da igual. En un momento de silencio, de indecisión de la luz, aprovechará a salir a la calle el Cristo universitario de la Buena Muerte. Suprema demostración de cómo puede conmover la belleza. Con tal serenidad concentrada a su alrededor que parecerán dormir de pie los apóstoles de las esquinas del paso, en su elegancia renacentista.

Hay algo de Belén todavía en la desnudez de este Cristo, algo de aquella bondad, de aquella sencillez de la noche remota de la Natividad, calor de carne recién parida que después de 33 años encuentra aquí su último temblor.

Ya la cera le dice a la luz que tome el relevo de mimar a este Cristo.

No requiere la muerte ser lamento
ni hay batalla que no ganen los vencidos,
contemplad entre hachones el ejemplo
en la muerte silenciosa de este Cristo

Con El muere la tarde y es su lecho
vertical y suave y sin latido,
sujeto de un altísimo universo
que anticipa la noche entre sus lirios.

Buen morir el del atardecer del cielo,
oculto el sol, por sombras malherido...
pero se va para renacernos luego.

Igual sucede con este Dios dormido,
Buena Muerte que sueña ¡y va despierto!
a la cita de Amor de su destino.



ENCUENTRO CON SEVILLA: SEVILLA CON SEVILLANOS

Y vas a encontrarte, Gonzalo, amén del detalle y la belleza, contigo mismo, como sevillano.

El sudor de sangre padecido por Cristo en Getsemaní fue producto, principalmente, por la visión de los avatares de la humanidad hasta el final de los tiempos. Es decir, tú y yo estuvimos presentes en la extrema angustia de su rostro que el ángel conforta. Es decir, el pasado, el presente y el futuro de Sevilla están apresados en la mirada de Nuestro Padre Jesús de la Oración en el Huerto.

Por eso dan ganas de preguntarle: ¿Hacia dónde va Sevilla, Señor, esta Sevilla que pronto coronará a tu Madre del Rosario? ¿Seguirá convirtiéndose en templo para ese tránsito vuestro que predica el valor de la oración? ¿O nuestras cofradías se limitarán a sortear sus rincones más turbios, como dos mundos aparte? Si las cofradías expresan en la calle la vida interior que han cultivado durante el año, también Sevilla se nos muestra últimamente en estos días sagrados como hija de los vicios y virtudes del momento.

Pero seamos optimistas, atendamos a la pujanza de los nuevos tiempos. Todas esas nuevas hermandades y agrupaciones que están floreciendo ahora como reacción a la expansión urbana reciente de nuestra ciudad, parecen a simple vista descomponer el equilibrio y la medida que caracterizaban la Semana Santa. Pero constituyen un hecho fiel a nuestra historia. Lo preocupante sería lo contrario, que gran parte de Sevilla nos diese la espalda. Hermandades del Cristo de la Corona, Torreblanca, Carmen Doloroso, Heliópolis, Pino Montano, San Ignacio de Loyola, Sol, Bellavista, Polígono San Pablo, Parque Alcosa, tantas otras… ya se encontrará la fórmula de acogida que evite una Semana Santa paralela pero que no falten motivos para decir que Dios sale a buscar a todos los sevillanos.

Hay que decir, pues, que aquí cabe todo sevillano… y no sevillano. Basta el mínimo, imprescindible respeto que está en la base de toda convivencia. Basta sentir ante el Cristo de Burgos, o el de las Siete Palabras o la Vera Cruz que la tosca cruz y el cuerpo desnudo simbolizan la humildad de Jesús esperándonos sin condiciones.

Oirás decir: Sevilla, sin sevillanos, qué maravilla. No lo aceptes nunca. Porque no solo se la estarías negando a los demás sino también a ti mismo. ¿Qué razón tiene de ser Sevilla deshabitada?

Amarás de Sevilla sus piedras y sus jardines, sus leyendas y su historia. Amarás sus costumbres y esa fina sensibilidad que desprende su vieja sabiduría. Pero ama siempre más a tu hermano, el hombre que la habita.

Sevilla con sevillanos. Si no, sería imposible la Semana Santa. Rechaza los tópicos y las etiquetas, te hablarán de ortodoxos y heterodoxos, de capillitas y descreídos, de críticos y furibundos, acógelos a todos poniéndote en la mirada de Dios porque no venimos a juzgar sino a dar. Y acércate con misericordia a quien te golpea, porque solo Cristo es tu modelo.

Y acuérdate de los que faltan. Tengo que decirte, lo siento, que de vez en cuando, experimentamos una sensación de separación y lejanía por un ser querido que se ausenta. Daríamos toda la vida por estar un minuto más junto a el. Pues esto es en lo que creemos. Que volveremos a recuperar su compañía cuando entreguemos nuestra vida. Míranos cuando todo esto esté a punto de concluir: ya no estará Cristo entre nosotros. Y no es a El, seguros estamos de su Resurrección, sino a la Madre a quien perseguimos por las últimas esquinas de San Lorenzo, Soledad del adiós y de la luna. Soledad del manto cuadriculado por las escalas que caen de su Cruz. Soledad fugaz. Dentro de unos minutos ya no será Semana Santa ni ella será tampoco Soledad.

Sevilla con sevillanos, si no, no habría derecho. Ámalos. Verás multitud de símbolos, medallas, cordones, túnicas, insignias, estandartes, escudos pero está escrito: sólo por un distintivo reconocerán que sois mis discípulos: si os amáis. Ese amor es el que justifica que existan cofradías.

Ese amor es el que da fuerzas a los costaleros. Porque al levantar las Sagradas Imágenes movieron nuestros ojos a lo alto. Porque sigo viendo en ellos, sobre todo, generosidad. Al salir el Cautivo de Santa Genoveva el racheo de su cuadrilla dibuja una brisa de Jerusalén en los pliegues de su túnica y nosotros parecemos sentir esa brisa, aire tan escaso allá abajo y que encima parecen regalárnoslo.

Ese amor es el que te hará nazareno cuando llegue tu momento. No habrá nada más grande. A un viejo cofrade, artista y diseñador de multitud de obras geniales le preguntaron un día que qué era lo más importante que había hecho. Y fue claro: coger un cirio y ponerme en una fila de nazarenos.

Sevilla con sevillanos, clave fundamental de la Semana Santa. Aunque cada sevillano sea un mundo.

Tal vez por eso, entre tantos sevillanos, hay un hombre que se mira las manos. Nació hace unos 400 años. Pero su rostro no lo envejeció esa edad sino la Cruz que le hicieron cargar desde el principio. Y con esa Cruz no para de aliviar las cruces de los demás sevillanos.

Cada Jueves Santo abandona su casa, en la plaza del Salvador, para recorrer la ciudad y buscar las caras de quienes no suelen ir a verle. Es sin duda una de nuestras mayores cumbres religiosas de estos días. Porque nuestros pasos en la calle no buscan la emoción de los sentidos, sino la conmoción del alma.

Unos días al año le quitan su Cruz, para su Besapié, y El se queda como en el último trecho del camino al Gólgota mientras Simón llevaba su madero. Porque cuando le quitan su Cruz El se queda... mirándose las manos. Como queriendo tomar con ellas las manos de todos los hijos de esta ciudad para unirlas bajo su amor sin medida. Esa era su misión.

Por eso me gusta tanto verle cuando le quitan su Cruz. Con su prodigiosa cabeza recogida en su pecho, fijos los ojos verticalmente en sus manos abiertas. Llenas de milagros.

Y cuando cada tarde de Jueves Santo vuelvo a verlo venir me miro mis propias manos, y las escondo avergonzado ante su presencia. Y solo veo manos a su alrededor, las manos de los suyos que le preceden, manos de apretarse el escudo mercedario sobre el pecho, manos salpicadas de cera roja sobre las manchas de la piel veterana, manos de escolta para esa compañía que nunca les falló. Manos que desembocan en las divinas manos del Señor reflejadas sobre los cierros de Álvarez Quintero.

¡Pasión! Tu eres el Cristo que se mira las manos. ¡Pasión! Dulce orilla para el oleaje encrespado en que nos ahogamos. ¡Pasión! aplaca con la mansedumbre de tus manos esta marejada, y desde tu barca de plata sálvanos…

Cómo atrevernos a pensar en una Sevilla sin sevillanos. Sería quedarnos sin ti, Jesús de la Pasión. Tu, el primer sevillano, el de las nobles manos…

...Había una vez un hombre que se miraba las manos.


ENCUENTRO CON LA CASA DE DIOS: LA CATEDRAL

Y vamos a encontrarnos, Gonzalo, también con la Catedral. Nos lo mandan nuestras papeletas de sitio. Epicentro Espiritual de Sevilla. Nada de "montaña hueca", como se la denomina en bellísima metáfora. Más bien solar de conversión del que disfrutan, de forma privilegiada, los cofrades del Jueves Santo y de la Madrugada al encontrarse allí con la presencia de Dios en el Monumento. Se abre la puerta de San Miguel para la Cruz de Guía de los Negritos, y en lugar del polvo húmedo de siglos que suele flotar en sus espacios, se hallan envueltos del olor a Pascua recién vivida, latido caliente que reblandece el fúnebre ataúd del Cristo de la Fundación, radicalmente muerto en la atmósfera de ascética severidad de estas naves.

Pero comprobadlo mejor, por contraste, con esas otras cofradías populosas que al acceder a la Catedral parecen renunciar –no es cierto- al clamor que las rodea. Traspasa el umbral de la Avenida la Esperanza de Triana y aunque deje atrás su banda, una música le sigue acompañando, de tanto gozo acumulado en su techo de palio. Parece más ancha su parihuela, más horizontal su universo en movimiento, ese macizo paraíso que la cobija y nos hipnotiza. Princesa de los dragones y delfines de su paso.

Quién ha dicho que en el silencio catedralicio pierde la Esperanza su forma de ser expresiva.

¿Acaso no vibró aquí su historia cuando fue coronada?¿Acaso deja de ser Ella misma en la intimidad silente de su vestidor, desposeída de todo menos de su gracia, donde yo he visto brotar lágrimas que la calle no conoce? Igual de callada que entonces pero igual de viva, pega el tirón de la chicotá del trascoro, oyéndose Ella sola sus mismos pasos, orgullosa entre los pilares, rendidos los altares ante el esplendor victorioso de sus lágrimas, los santos centenarios saludándola tras de las rejas como presos del Pópulo. Un golpe de llamador, como un portazo de bronce, la detiene en el Monumento. Y sale a flote su sacramentalidad permanente, de cera roja, de corpus chico, del sabor a comunión que me dejó, cuando me fue entregado, bajando de su altar, el Señor de las Tres Caídas.

La Catedral resguarda a la Esperanza del frío cortante de la noche, y ya suele ser de día cuando la abandona. Dudan las vidrieras si es el ruiseñor quien canta o si es la alondra. Ya la reclama la fuente de la plaza de la Virgen de los Reyes con su niebla celeste.

Adorada capitana, en la despedida de tu último instante de intimidad catedralicia, recompuestas tus filas nazarenas, capas recogidas al brazo, quisiera dirigirme a ti, como nieto de un marino que llegó a ser nazareno entre tus filas. Cuya casa trianera aun conservamos como reliquia, a espaldas de tu capilla. Porque nuestro origen siempre se mantuvo a tu vera, en Pagés del Corro y en Pureza… y sin ser cofrades tuyos siempre te reconocimos como emperatriz de nuestra pequeña patria, guardiana de tantas generaciones cuya cercanía me devuelves cuando te veo partir y te repito:

He de rezarte una Salve y no sé el modo
capaz de poner a tus plantas tanta vida
como corre por mi sangre agradecida,
caudal de amor que en tu vientre desemboco.

Sentir tu barrio soñando cada esquina
en la inmensa primavera de tu rostro,
y cruzando mi mirada con tus ojos
volver de nuevo a aquella tarde herida:
peso de ángel tu ser sobre mis hombros,
peso frágil de nido y niña tu barbilla.

Tengo que rezarte una Salve y no sé cómo,
queriendo a tu memoria rescatarle
la huella más remota, los más viejos rescoldos
de mi historia y mi raiz sobre tus calles.
Y te hallo atenta, amor, cuando te imploro,
a ese ayer de mi gente en tu paisaje.

Porque mejor que una salve… es una nana,
pues te encuentro en el origen de mi gozo,
en mi antiguo parentesco con Santa Ana,
en la madre a la que rezan mis piropos,
en el aire que lleva tu nombre: Esperanza
y en la cuna de donde venimos: Triana

Seguimos absortos en la Catedral. Los pilares suben, llenos de nervaduras infinitas, hasta cruzarse en las altas bóvedas, grises, tristes y lejanas, como suspendidas del tiempo en que fueron levantadas. Es una sensación de trascendencia y de misterio, como de estar observándonos Dios por algún secreto agujero de estos techos que parecen desde dentro empujar la cúpula del cielo.

Estamos en la noche concepcionista por excelencia. Al Dios del Sagrario, las cofradías de la Madrugada le traen la ofrenda de la Inmaculada que tan inseparable le resulta.

Y en lo alto del crucero componen entre todas el lienzo de la Apoteosis Concepcionista que sabemos fue pintado por Grosso hace cincuenta años pero que en verdad es compendio de los más sagrados símbolos de estas seis hermandades.

La Esperanza regala el mejor Guadalquivir de nuestra historia, visto desde la azotea de su Capilla, lleno de galeones, cargando en sus bodegas, rumbo a América, la luz de la fe concepcionista.

El Gran Poder aporta la figura del cardenal Spínola con las vigencia de sus obras, este año con la concordia ya centenaria. El Silencio va más lejos. Desde que la crestería de plata de la Virgen de la Concepción asoma en San Antonio Abad, su paso camina como en busca de alguien que la reclama. Es la Catedral que quiere pedirle a su larga memoria el recuerdo de aquel Papa Pío IX, que proclamó el dogma que los primitivos nazarenos, intuyeron los primeros –Sevilla se le fue detrás-, y a uno de ellos, de ruán negro, portando la bandera del voto de 1615: "Quién como María sin pecado concebida".

Esta noche hay una sensación de cielo que borra la duda de si estamos dejando marchitar tan dulce creencia mariana en la realidad diaria de Sevilla. Por eso pasan en un suspiro los pasos del Silencio, porque no persiguen sólo la contemplación sino dejarnos la corazonada de que aun perdura el espíritu sensible de esta ciudad. Capaz de mostrar a Cristo sacrificado con la suntuosidad de un Rey David vestido de la belleza de los lirios y a María de Nazaret transfigurada en perfume, aroma, esencia que nos limpia y purifica como un jardín que nos creciera dentro y responde: "Nadie como María sin pecado concebida".

Y qué entregan los Gitanos. Un par de seises, los dos más guapos que quedaron prendidos a su banderín de la Coronación y cada año se renuevan y pasan de la insignia al lienzo, con la misma emoción y el mismo candor con que bailaron ante la Virgen de las Angustias el día que exaltaron su Realeza.

Mirad cómo cruzan la ciudad desde las Dueñas, haciéndonos rezar con la agrupación musical que acompaña al Señor de la Salud. Parece que va entre himnos hacia la tierra prometida. No en vano a este Jesús de manos morenas sus promesas siempre se les cumplen. Aseguró que reedificaría el templo levantándolo de las ruinas y ahí tuvo a sus hermanos de San Román, que no descansaron hasta ver su nueva Casa en pié, como no cejan hasta ponerlo cada Jueves Santo de dulce entre sus cuatro faroles. Esta es la tierra prometida. Le sobran versos a la saeta para definir la única verdad que los guía, basta con la soleá que resume lo que sienten y les mueve, aquello que les escuché un día, tan rotundo:

Angustias no llores tu
que se va a morir de pena
el Cristo de la Salud.

¿Y el Calvario? El Calvario presta al cuadro el amanecer más bello de los que cubren el final de su estación de penitencia.

Y es que la madrugada parece disolver en su fondo negro la tétrica oscuridad de la Cruz que sostiene a este Cristo, hasta hacerla desaparecer a nuestros ojos. Queda entonces solo el contraste claro y marfileño del cuerpo crucificado sobre el firmamento. El Cristo pasa a ser Cuerpo y Cruz al mismo tiempo, sin leño entre la noche y El, colgado de sus propios brazos en travesaño, su espalda sin apoyo, sus manos desclavadas, suspendidas por la rigidez de la muerte en el aire helado, manos ya olvidadas por su voluntad y su memoria entre los balcones, olvidado el dolor, muerte sin sueño, solo silencio. Se ha parado el corazón de Dios... pero una vira morada de amanecer que cruza tibiamente el horizonte aclarando la negritud del cielo nos devuelve su Cruz que reaparece glorificada.

Si algún día fuera cierto que te desprendieses de tu Cruz, oh Jesús del Calvario, volvería al trascoro de tu Parroquia, cueva fría de mármol que el hogar de tu madre enciende, para pedírtela avariciosamente –uno más entre muchos- como tu mejor reliquia.

Será por ese vacío
fúnebre de tus párpados.
Será porque mueres joven
con apariencia de anciano.
Será porque con lo negro
se siente el mundo angustiado.
O tal vez porque esa muerte
rehuye cualquier milagro.
O será por lo que pienso
cuando miro tu costado
que mi ser quiere seguirte
y mis pies darte de lado...
Será porque tu lo quieres
por lo que siempre te clamo:
ponme tu Cruz en la frente
-ceniza sobre pecado-
como una nueva cuaresma
que me despierte en tus brazos
y me alimente el alma,
Cristo muerto del Calvario.

Sólo resta entre las ofrendas, la de la Macarena. Entre las demás han creado la orla perfecta de la apoteosis inmaculista: Spínola, Pío IX, el nazareno abanderado del Silencio, los seises concepcionistas, la banda del río, el fondo del amanecer… el cuadro está casi completo pero necesita la figura central de María, y la remata el rostro de divina Esperanza de la Macarena.

Macarena, te ruego en vísperas del siglo y medio de la definición dogmática del Misterio Concepcionista, que nos ayudes a mantener esta ciudad en su secular marianismo. Que tantas energías como se pusieron en pie para conseguir el reconocimiento de esta confortadora creencia siga viva, constituyendo signo de luz y defensa apasionada, frente a una realidad diaria indiferente a la riqueza que irradia el 8 de Diciembre. Que no quede huérfana del soporte popular -todo el mundo en general- que la hizo su bandera y lo cantó y lo proclamó a voces.

Porque Tu puedes y quieres, luego lo harás.

Te haces de rogar y tardas en llegarnos. No es tu devoción lo único que multiplica tus nazarenos. Es que tu nombre te obliga a mantenernos expectantes. No vale ir a buscarte, se nos exige el esfuerzo de esperarte: que el pecho cuente los pasos de nuestra respiración, como secundero anhelante. Que nuestra sangre viva tu demora, que seas un cielo ganado a pulso, y una conquista acogerte al fin en nuestras retinas. Que seas primero deseo, luego sueño, imaginación, duda de abandono, reafirmación en el ansia, presentimiento, espejismo y desde que los cirios dejen de ser completamente blancos, lejanía que reconstruye tu cara en nuestros ojos semicerrados, ascua de estrella que se dirige hacia nosotros, fuego de impaciencia, distancia eterna, lentitud en poseerte, desbordamiento del río que te precede, y hasta desconcierto que arrastra hacia Ti, en vez de hacerlos andar, la resistencia embelesada de tus cirios verdes.

Santo cielo, cómo tuvo que sentirse Dios cuando la imaginó, como el epílogo de su creación. Es lo que sentimos cuando la vemos, cuando la veamos, Dios mediante, este año una vez más, después de tanta espera. Ella es el omega porque…

Ni fue el sol ni aquella luz primera
que rompió en el infinito
el espíritu de las tinieblas,
ni fue la luna, el firmamento
ni fueron, que no, las estrellas.
A estas obras, de su mano,
las fue Dios dando por buenas.

Tampoco fue el mar,
ni los ríos ni la tierra,
ni las plantas ni las frutas,
ni las aves ni las bestias,
que según dice la Biblia:
todo salió obra perfecta.

Fue el hombre cuando vino,
cuando vino junto a Eva
que de su misma costilla
y de su misma miseria,
perdieron su libertad
por cuestiones de obediencia.
Así que aquel paraíso
dió de fruto almas en pena.
Así que quedó pendiente
borrarle a Dios su tristeza,
y añadir a lo creado
una Esperanza, sin tregua.

Al séptimo no descansó,
coge el Padre la faena,
remueve su corazón
buscando nuevas ideas
que el amor por esta vez
quiere romper sus fronteras.
Se vuelve loco de amar
y entrega al Hijo en cruenta
muerte de clavo y cruz,
forma la más violenta
y también la más absurda
de sentenciar la inocencia.
Pero hace falta una madre,
otra mujer, otra Eva.

Esta vez la saco yo
de mi costilla, esto piensa
y enamorado imagina
el modelo en el que sueña.
Pura y Limpia, desde luego,
con un poquito de pena
para que el hombre que sufre
se sienta cerca de Ella
y otro tanto de sonrisa
para que sea yerbabuena,
y sol y cielo y aurora
y luz y agua y marea
y noche y día y mañana
y tarde y techo de estrellas
y horizonte de montaña,
nieve blanca, verde sierra,
la cumbre más elevada,
la más lejana pradera,
todos los bosques inmensos,
las inexploradas selvas,
los misterios más ocultos
que encierra nuestro planeta.
Todo lo que hizo Dios,
todo con su belleza,
encerrada en expresión
que no se olvide aunque quiera.
Todo lo que Dios soñó,
toda la creación en Ella,
superada y más sucinta,
en solo una cara perfecta.

Y vió Dios que esto era bueno,
sonó su voz a sincera,
esta vez estaba el mundo
del Paraíso más cerca,
a pesar de la barbarie
de la historia y de sus guerras,
por eso dejó sus manos
de tanta esperanza llenas.

Y vio Dios que era tan bueno,
lo que enviaba a la tierra,
el remate de su Creación
su obra de mujer nueva,
que puso inicio al descanso
cumplida su mejor promesa,
cuando tronando su voz,
como un he dicho, ahí se queda,
se oyó por el universo
que baja hasta calle Feria:
¡Hágase la que es mi madre!
¡Hágase la Macarena!


¿Se puede ser trianero y macareno a un tiempo?

Estaba prevista una clínica de Triana, pero no había camas. Y el coche cruzó ligero la ciudad, predestinando mi corazón, para llevarme desde San Jacinto a nacer allá en Capuchinos junto a la muralla. Por eso yo así lo siento. Soñar por igual con las dos, soñar con tenerlas frente a frente. Y recordar que fue cierto, que sucedió hace pocos años.

Así pienso que se hablaron las Esperanzas aquel amanecer en el interior de la Catedral -si, de la Catedral, ¿lo veis?, lugar de emoción, nada de montaña hueca-; Macarena y Triana frente a frente.

-¿Me oyes? Soy tu hermana
o tú misma en otra cara
mas con la misma esperanza

-¿Tú aquí? ¿Al fín? ¿Lo sueño?
¿Ocultaba lo que veo
el trasfondo de mi espejo?

-Y que yo tan trianera
pueda ver que tu belleza
la envidia mi tez morena

-Pues macarena que soy
anuncio que desde hoy
a tu hermosura me doy.

-Con lo distintas que somos...
y sin pretender enojos...
¡que el cariño vuelve loco!

-Tu y yo hoy en un mismo ser
frente a frente, y parecer
que es posible por la Fe.


-Que de un solo corazón
Dios nos reparte a las dos
embajadas de su Amor.

-Ya que estamos, que se abracen
las llamas en que nos arden
candelabros y ciriales.

-Y una salve que se entone
que dé memoria a emociones
y sangre a los corazones.

-La historia apunte esta hora
que juntas bajo la aurora
confundimos nuestra gloria.

-Y da igual lo que se diga
¿Que en el cielo no lo explican?
Lo entiende ¡y basta! ... Sevilla.



ENCUENTRO CON DIOS: LA TRASCENDENCIA

Y lo más trascendente, Gonzalo: vamos a encontrarnos, por encima del detalle, de la belleza, de Sevilla, de su Casa de Dios... vamos a encontrarnos con Dios mismo.

Para mí Dios es una lucecilla intuida e inconstante. Imprescindible, pero a veces hoguera, a veces rescoldo. Por eso rezo el Credo como un acto de fe y también de sinceridad: "Creo que creo en Dios Padre, todopoderoso…" Dame Tú, Cristo del Desamparo y Abandono del Cerro, la fe de tu centurión para gritar que eres el Hijo de Dios. Los brazos insolentes que cruzan tus verdugos a tus espaldas certifican el temblor de la tierra y el eclipse del cielo de aquel momento decisivo. Dame, Señor, la fe de tu barrio.

Creo que creo en Dios porque una noche en San Jacinto, víspera de estrenarme como padre, vislumbré en los ojos amilanados de la Estrella -que esconden el infinito donde vienen y van nuestras almas- el rostro de mi primera hija, poco antes de poder contemplarlo. ¿Puedo ignorar entonces tanto amor como tengo atrapado desde niño entre las bambalinas azules de esta Imagen, la más sublime, la más luminosa Reina de gracia concebida?

Y creo que Sevilla cree en Dios porque mantiene intacto el aroma sagrado del Jueves Santo, al bajar delicadamente de las alturas –como lo hace un cáliz ya consagrado- al Cristo del Descendimiento, para depositarlo en el bellísimo catafalco de bronce y de madera de su paso. Cuesta no caer arrodillados, no creer que nuestras manos sujetan un pico de la sábana… duele comprobar que el misterio se aleja… Al cabo, ha descendido a la sima de nuestros pequeños infiernos, y la tarde que lo sabe, sí se ha puesto de hinojos, reverentemente.

Pero sobre todo proclamo una certeza: que agradezco a las cofradías que avivaran esa fe recibida de mis mayores, alentada siempre por el testimonio anónimo de tanta gente de buena voluntad de la que rebosan las cofradías. Generosamente dispuesta, extremadamente afectiva, modesta, enamorados de su Cristo y de su Virgen, sin esperar nada a cambio. A quienes identificábamos, curiosamente, al oír en nuestras canciones de juventud: "Hay hombres que luchan un día y son buenos, otros que luchan un año y son mejores. Pero los hay que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles". Bienaventurados los cofrades de corazón sincero porque forman silenciosos batallones que actualizan y hacen presente a Dios en la Semana Santa.

Los he visto en San Julián, cortando el raso de sus túnicas de un paño de cielo azul intenso, de mediodía de Domingo de Ramos. Mirando tras del antifaz a su Cristo de la Buena Muerte como lo hace la Magdalena, es decir, arrodillados bajo su cabeza, para que Cristo parezca lo que es, un regalo bajado de las alturas. Padre Nuestro que estás en el cielo, fruto bendito del vientre de la Hiniesta.

Y qué pueden hacer los cofrades, dentro de la Iglesia, por este mundo angustiado. Donde Oriente y Occidente se desencuentran en nombre de Dios. Pero tampoco se entienden el Sur con el Norte. Ni las naciones dentro de ellas mismas, ni entre los mismos hermanos… ¿no será ese el mayor síntoma del rechazo a Dios, porque Dios implica paz y amor?

Que este Domingo de Ramos, al coger la rama de olivo, nos sintamos tan portadores de Paz como aquella paloma que la proclamó de cielo en cielo convertida en su símbolo. Dice el Señor: "vete, haz primero la paz con tus hermanos y luego vuelve con tu ofrenda". Si lo tendremos claro que esta ofrenda a Dios como representa nuestra Semana Santa no comienza hasta que una rosa blanca del Parque nos abre sus pétalos y se convierte en bandera de Paz, derramada sobre los primeros nazarenos que inundan la ciudad.

A partir de ahí nuestros días santos consistirán en una plegaria desesperada para que Dios levante de su postración y de sus conflictos este mundo fatigado. Acudid a San Vicente, ante Nuestro Padre Jesús de las Penas. Viéndole tan vencido, podría pensarse en la victoria de los enemigos de Dios. Pero cuando está en la puerta y le tocan su marcha y llega ese pasaje tan entrañable que empapa su mirada de una inmensa melancolía, como de amor perdido, nos descubre su plenitud.

Viéndote caer parécenos de plomo
el aire que pesa en tus espaldas,
bajo la viga de este cielo roto
que es tu Cruz, contigo derribada.

El surco de tus dedos nos señala
que ya eres tierra, barro, lodo...
que horizontal, tu condición humana,
abatido Jesús, ya toca fondo.

Pero también es ver adelantada
tu sombra en pié irguiéndose del polvo
y soñarte Dios otra vez, mientras te alzas.

Que el cuerpo al alma le es estorbo
y tras caer te levanta tu mirada
que es luz, refugio, amor, lo es todo.
¡Si!... el cuerpo tantas veces al alma le es estorbo.

Dicen de Juan Pablo II que debería renunciar ya, que su capacidad física está en entredicho para guiar a la Iglesia del siglo XXI. Pero el continúa siendo testimonio de esperanza. Le sobraban razones al defender que este nuevo siglo que parecía abocado al agnosticismo había de ser, ante todo, el del entendimiento universal en la idea de Dios, un Dios de paz para todos los pueblos. Yo os solicito, cofrades sevillanos, que os unáis a mí en un gesto admirado de reconocimiento hacia Su Santidad, para testimoniarle que las cofradías sevillanas, como Iglesia que son, siguen prontas a servirle, especialmente en estas horas de su sacrificio físico, de brazos y de pies, de manos y de voz. Transmítaselo así, señor arzobispo, con todo nuestro afecto, y dígale de nuevo, que aquí seguimos estando a su disposición. Que como siempre, Santo Padre, aquí nos tiene.

Presentar la figura de Dios con tibieza, desprovista de toda su fuerza liberadora, es el mayor crimen de un cristiano. Lo saben los hermanos de San Benito, redimiendo las expresivas manos de Pilatos para identificarse en ellas, y para que sirvan de pórtico no al condenado del Pretorio sino al mejor de los nacidos del barrio de la Calzada. Ecce Homo, he aquí el hombre, he aquí a Dios. Dios está aquí, venid adoradores, evoca también la música que sigue a la Virgen del Subterráneo. Aquí está, en el pan que reposa sobre la mesa de su paso de misterio, cuando se anuncia en la Campana que el canasto de la Cena asoma por la arboleda del Duque.

Pero ninguna representación sevillana de Dios más excelsa que la del retablo mayor del templo del Salvador. Cada atardecer del Domingo de Ramos manifestaba toda su divinidad. Aparecía el Cristo del Amor en la puerta, lleno de majestad, para convertirse en Monumento Eucarístico, su Cruz en lo más alto de aquel grandioso altar que formaban las gradas de la escalinata, el cortinón de la inmensa fachada, el dosel de la puerta, los naranjos como jarras. El esplendor refulgente de su singular policromía dorada se acrecentaba con los reflejos de la canastilla y los guardabrisas.

Parecía en verdad un ostensorio en manifiesto, presencia viva de Dios. Esta es su carne, pregonaba el pelícano. Esta es su sangre, los claveles como gotas vertidas por sus venas. Imitábamos su cabeza rendida, postrándonos ante su nombre que lo dice todo. El mismo nombre de su Padre, el único nombre de Dios: Amor. Por eso al salir el Amor -¿cuando volveremos a presenciarlo?- desde el Retablo Mayor de la Parroquia se oía siempre la voz del Eterno reconociéndolo en este Crucificado de Juan de Mesa, como en el Jordán: este es en verdad mi Hijo muy amado, en quien yo me complazco.

Apurad tanto Dios que encierran nuestras imágenes. Obra de imagineros pero, en igual medida, o más, de aquellos de cuya mano nos fueron mostradas. Por eso mi Cristo trianero de la Expiración, más que de Francisco Antonio Gijón, siempre me pareció salido del alma de quienes me dieron la vida y como parte fundamental de ella, me unieron El y a su más alta enseñanza, que es la de mostrarse como retrato del Dios verdad.

Su cabeza, la proa de su barba, el hacha afilada de su nariz, recogen todo el cielo en la súplica de su cara. Como el Yavé de las escrituras, cuenta el número de las estrellas y las llama a cada una por su nombre. Eso hace el Cachorro, fundiendo en sus ojos la certeza de que esta es la hora de la eternidad.
Su pecho es algo más que pulmón ansioso de aire. Se le hincha entre las costillas el corazón hasta no caberle, ensanchando el tórax, acogiendo sus suspiros y los nuestros. Es la hora del amor.

Sus brazos hacen saltar los garfios que lo cosen a la cruz ante nuestro deseo de abrazarle. Es la hora de la amistad.

Su cintura atrae el viento que dibuja su inconfundible silueta con el sudario abierto a la derecha, paño y cordel drapeando en sus muslos como lo hace el levante en las azoteas de Cádiz. Es la hora de la tragedia.

Y sus pies. Que sostienen el cuerpo gravitando en los clavos para no derrumbarse, igual que una bandera izada hasta el tope del mástil, pabellón de un ideal que defender. Es la hora de la Iglesia.

Cachorro inmortal. Mi Cachorro. Lástima que el gran poeta no alcanzara a comprenderlo.

Siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar,
no se morirá jamás
nuestro Cachorro expirando.

Porque sabe a eternidad
su corazón solitario.

Porque se enreda al sudario
la muerte que viene y va.

Porque su pecho es milagro,
coraza de batallar.

Porque no tiene final
tanto amor apasionado.

Porque Dios hizo el Calvario
para esperar algo más.

Qué corto es el Viernes Santo,
qué largo es agonizar,
qué lejos se echa a volar
junto a cada sevillano:
cada alma un candelabro,
cada mirada un cirial.

El luto pierde la edad
y cubre el negro de blanco,
y a la gente de su barrio,
la capa le va nevando
la noche de su antifaz

Porque Dios se hace regazo
más que triste funeral,
se hace madre, se hace abrazo,
se hace luz sacramental,
se hace voz del que no está,
retrato de Dios verdad
con perfil de ser humano.

¡Ay Cristo crucificado!
por no morirte jamás
-aunque te sangren las manos-
consigues que en ti veamos,
Cachorro siempre inmortal,
no al del madero enclavado
sino al que anduvo en la mar.


FINAL: ENCUENTRO CON LA SEMANA SANTA INTERIOR

Hay que terminar, Gonzalo. Estos encuentros que te he presentado y en los que creo que consiste nuestra Semana Santa son como mandamientos que pudieran reducirse a uno solo.

Deja que el corazón te guíe. Dejad, sevillanos, que el corazón os lleve.

Como ahora me lleva a mí a la calle Castilla, a esas manos de rosa de la Virgen del Patrocinio que resurgieron de la ceniza para que no se perdieran mis piropos de niño, engarzados a la mantilla de oro de su palio, que este año veremos recuperada.

Y me lleva a San Andrés, a su espadaña de adagios, a la carne desnuda del Cristo de la Caridad, Cristo durmiente al que pronto besará esta nueva primavera.

Y me lleva, en fin, a San Juan de la Palma. De donde ya casi viene el misterio de Nuestro Padre Jesús del Silencio. Fijaos, va preso del refranero – de Pilatos a Herodes, de Herodes a Pilatos- repartiendo entre ambos la longitud de su paso. Para Herodes, la trasera, podio de mármoles y caras torcidas. Pero la delantera es de la jurisdicción de Pilatos, de sus legionarios y sus lanzas. Lo llevan de nuevo ante el procurador, calle Feria abajo, camino de la Resolana. Pero al llegar sus ciriales a la esquina de Torrejón, la poderosa cuadrilla les recuerda que todavía es Domingo de Ramos y manda el izquierda alante hacia la Campana, que hay un cauce de ternuras abierto por las blancas túnicas, blanca locura nazarena.

Con propósito de enmienda por haber desobedecido hoy tu lección de silencio regresaré esta tarde junto a ti, Señor despreciado. A comulgar el sabor a pan ácimo de tu túnica. A reconocerte ya herido en el silencio de tus labios, que es como sangre coagulada –tu primera sangre- en la dolorosa llaga de tu boca.

Volver a San Juan de la Palma, sí. A pronunciar tu nombre, Amargura. Allí permanece vivo cada instante de tu historia, desde aquella tarde adolescente en que prometí fidelidades a tu tristeza, hasta ese momento –ya mismo los cincuenta años- en que te impusieron el sol de oro de tu majestuosa corona. Desde entonces reúnes en tu persona los tres presentes de la Epifanía: el oro de tu corona, el incienso que anuncia tu presencia y la mirra, resina amarga, que impregna tu nombre y tu universo de aflicción. No encierra menor gloria la corona que también te fueron labrando los poetas, ascendiendo por tus lágrimas, curso fluvial para los versos de Adriano del Valle… o de Aquilino Duque: "Saetas pido arqueros de Sevilla", Felipe Cortines: "tu nombre viene del mar…" o Juan Sierra: "qué amargura la tarde sin tu amargura"... Cincuenta años también de aquel soneto de Antonio Murciano en la tercera de ABC: "Nieve viva sintiéndose morena, / luz de luna volviéndose de cirio, / azucena poniéndoseme lirio, / soberana señora de la pena".

En la plaza, la oscuridad rotunda demuestra que se ha rendido el Domingo de Ramos. Desde Alcázares, el itinerario es un recorrido conventual. Espaldas de Santa Inés, Zaguán de Sor Ángela, Fachada del Espíritu Santo, Clausura del regreso a casa. La evocación de Madre Angelita es inevitable. También ella sigue allí, igual de viva, a través del tiempo. En la puerta de su convento se confunden pueblo, comunidad y cofradía. Pero yo la aguardo más adelante. En el altar en que la veneramos en nuestra Iglesia, a cuyos pies se organizó la cofradía. Ella nos instruyó en el sentido de nuestra conducta nazarena, ella nos despidió al echarnos a la calle y ahora, al regreso, ella pasa revista a nuestras tribulaciones.

Nos ve derrotados alcanzar la rampa, apagar los cirios y devolverle a ella -¿a quién si no?- las cruces. Nos observa emocionados en la última interpretación de la marcha, pisándose el platillo final y el golpe de cerrojo. Nosotros absortos en el palio, otra vez enteramente nuestro. Es la Semana Santa que se recoge hacia dentro y se interioriza. Es la Semana Santa según Sor Ángela. La que todo el año reproduce en las calles el misterio de nuestro Cristo en sus hermanitas en pareja, una siempre callada:

Salen de dos en dos
y una sola es la que habla,
la otra silencio guarda
pues por dentro habla con Dios.
De las dos es la que calla
la que más alza la voz:
le pasa como al Señor
que no necesita palabras
para hablarnos del amor

Ojalá nos sirva la definitiva subida a los altares de Sor Angela para recuperar este modo suyo, tan íntimo, de vivir la Semana Santa. Ejemplo sobre todo de cómo dirigirnos a la Virgen para mudar en sonrisa –ella lo consiguió- esa expresión de nuestra Amargura, el nubarrón de su pecho encogido, su gesto de oscuro túnel sin salida.

En el interior cerrado del templo, como de costumbre, unas manos amadas pondrán sobre mis manos el punto y final a la separación que nos impuso la estación de penitencia. Las mismas manos que cada año en el Pregón, se apretaban contra las mías reconociendo en la marcha de Font de Anta la banda sonora de una vida en común, de una herencia recibida y destinada a prolongarse. Todo eso que un día habremos de explicar a Blanca y a Leticia para que entiendan lo que ha sucedido hoy y por qué ese infinito amor que les tenemos lleva impreso el sagrado nombre de Sevilla. Y el tuyo, Amargura.

Hoy sé, Madre mía, que ya no habrá vuelta atrás en la mutua seducción que compartimos desde mi adolescencia. Que fijos mis ojos en tu paso, imaginándolo anclado de nuevo junto a tu camarín, venciendo un solo clavel a toda tu candelería, Sor Angela de único testigo, volverán a brotar las palabras de despedida con las que renovamos allí nuestro amor duradero.

Cómo refleja tu paso la blancura
y se rinde la plata a tu pureza,
aureola de luz con que me endulzas
el paladar con tu nombre y con tu pena.

Por hacerme tu celoso centinela
comparé mis adentros con tu espuma...
una brújula apuntó la calle Feria,
San Juan me dio su Cruz y Tu ternura.

Por la escala del clavel y de la cera,
por la senda de lo cierto y de la duda,
por la vida, que será hasta que Tu quieras,

ordeno mi existencia con tu música,
procuro santidad en mi tarea
y vivo… porque acabe… Tu Amargura.


Y nada más.

Como termina el evangelio de San Juan, igual cabe añadir: muchas otras cosas podrían contarse… pero para ello el Pregón se renueva cada año y una voz distinta presta su pulso a este atril, del que yo ya me separo, dejando reposar en él, al despertar, mi más maravilloso sueño. Sólo me resta, pues, decirte, ciudad mía, lo único que quisiste oír de mis labios para empezar la Semana Santa. Ahí va: sevillanos ¿Estáis preparados? ¿Estáis puestos? ¿Puedo llamar cuando quiera? Ni un minuto más de espera, Sevilla...


… ¡ A ésta es ¡

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