28 marzo 2007

1998 - Juan Carlos Heras

Pregon de la Semana Santa de Sevilla del año 1998. Pronunciado por D. Juan Carlos Heras Sánchez en el Teatro de la Maestranza de Sevilla.


DEL PREGONERO
¡QUÉ BENDITA LOCURA!

Qué resonante mutismo, qué estruendoso sigilo. Qué elocuente es el silencio de Sevilla. Una atención más de la ciudad y sus habitantes para con el pregonero de su Semana Santa. Todos los que seguís este acto, sea en directo o a través de los medios de comunicación, encendido vuestro espíritu sevillano al escuchar los sones de Amargura, hacéis un silencio para que otro año más se pueda cumplir con el ritual y el Pregón marque el tiempo que supone el reencuentro con nuestra memoria individual y colectiva.

De ahí partió el miedo intenso que recorrió mi cuerpo el día que tuve la osadía de aceptar el encargo de ser la persona que este año rompiera ese silencio. Fue lo primero que pensé, cuando, mirando la espadaña de la Iglesia de Santa Isabel, recibía en el patio de su convento -qué sitio más sevillano- el encargo que hoy vengo a cumplir. Bendita locura de cofrades. Porque hay que estar loco para aceptar venir a este teatro a hablar de Dios y Sevilla, desde el mismo atril que lo hicieron Joaquín Romero Murube o Antonio Rodríguez Buzón, y donde no lo hicieron Juan Sierra o Rafael Laffón.

Y vengo con la ilusión y el ánimo que en estos inolvidables cuatro meses me habéis transmitido; con la certeza de no dejaros una inmortal pieza literaria, pero con el convencimiento de transmitiros una Semana Santa de Sevilla y una Sevilla en Semana Santa.

La Semana Santa que aprendí en las entrañas de una familia recorrida por las fibras sensibles de su amor a Dios y a Sevilla.

La Semana Santa que mamé en los cofrades senos maternales de San Bernardo y San Nicolás. La que me dio -como todo, sin pedirme nunca nada a cambio- mi buen padre, ese Castellano Viejo que me enseñó el amor, el amor de su Cristo de Pasión, el amor de su gran pasión que fueron sus hijos.

La Semana Santa que cursé, asimilé y cultivé en la sencilla Escuela de mi Hermandad del Calvario, a la que llegué‚ un 15 de agosto de 1972, en compañía de otros jóvenes imberbes, con la quimera por tocado y el corazón en la mano, queriendo cambiar un mundo del que aún sabíamos tan poco. Ideal e ilusión que tantos años después no han sido derrotados; por el contrario, han fructificado porque enterramos nuestros sueños jóvenes a los pies del Calvario.

La que me enseñaron tan insignes hermanos que en ella tuve y tengo de maestros, todos de acuerdo en un extremo: el único Maestro está en la capilla, como bien sabe nuestro querido hermano que lo tuvo entre sus brazos cuando estaban los dos heridos, él enfermo, y su Cristo por la restauración desclavado. Allí, arrodillado en sus rojos y viejos reclinatorios, mirando al Calvario a través de los enhiestos forjados de la cancela, es donde este pregonero encuentra la paz, donde supera el orgullo mundano, donde acepta hasta lo que humanamente es una injusticia insoportable; y, mirando a Dios crucificado, repite con Él: «Hágase tu voluntad, y no la mía». Allí fui a buscar la paz, el sentido y el consuelo cuando el Cristo del Calvario, verdadero, perpetuo y único hermano mayor nuestro, un 28 de marzo, anticipando la Madrugada, tomó la lista de la cofradía, y como si estuviera en la sacristía de la Magdalena y hubieran sonado las dos en la torre de San Lorenzo, leyó el nombre de Eduardo, nuestro Hermano Mayor, que como buen nazareno sevillano contestó: «está»; y con su túnica de ruán y las tres cruces en el escudo de cuero sobre el pecho hizo su última estación de penitencia, aquella que se detiene eternamente ante el Monumento, en la presencia del amor de Dios que nos espera y nos abraza. Un 29 de marzo, hoy hace justo once años, lo estábamos enterrando. Era el día que la Sevilla cofrade conmemoraba en Roma la beatificación de Marcelo Spínola. Don Marcelo y Eduardo, unidos en la gloria de la beatificación y en el doloroso tránsito de la muerte, en un cielo que ese día fue más sevillano. Qué dos grandes cofrades, qué dos hombres buenos, que fieles hijos de sus señores de la Madrugada, se abrazaron aquel día, mientras a los repiques vaticanos se unían los invisibles de las campanas de la torre de San Lorenzo y de la Espadaña de la Magdalena.

La Semana Santa que experimenté vistiendo las túnicas nazarenas del Calvario y los Panaderos, portando cirio, insignia; o sirviendo a mi hermandad en compañía de grandes cofrades de la Madrugada y de mi devocional feligresía, sintiéndonos todos hermanos en la mirada de madre buena de la Virgen del Amparo.

Todo ello en convivencia y compromiso con una mujer, que como dijo el poeta no sé si existe o es que la estoy soñando cada día. Una persona que vive en las páginas de este pregón, que me dio unos hijos a los que debo transmitir todo este caudal de devoción para que ellos puedan contagiar de esta bendita locura a los suyos, y así ir cerrando y abriendo el ciclo temporal, que ha de aparecer siempre como un referente anhelado sobre el horizonte de la vida cotidiana.

Y ello en amor a la Sevilla en la que nací, y para la que he vivido y viviré siempre; porque no ceso de quererla en cada rincón, en cada esquina, en cada plaza, en la evocación que cualquier símbolo de ella me transmite. Y en amor a la Semana Santa que admiro con su plena conciencia barroca, con su admirable adaptación romántica, con su actualizado debate entre culteranos y conceptistas, antigua y nueva controversia entre el fondo y la forma.

Y es que Sevilla, siempre dualista, se mece entre la una y la otra; entre el arte y la liturgia, lo divino y lo sacro, lo pagano y lo cristiano, la vida y la muerte, la música y el silencio. Trabajo de priostía literaria y afectiva pretenden que realice; que os haga previvir la recreación de unos días que todos lleváis muy dentro, no la de unos cuantos como Cernuda anunciaba; de las jornadas más importantes del calendario de un corazón sevillano. Por ello me atrevo a rogaros a todos los que me habéis honrado con el silencio, que para que este altar efímero no desmerezca de la tradición sevillana, invoquemos a la devoción que Sevilla defendió pionera, a la que es comienzo de todo nuestro vivir pasional, a la Inmaculada Virgen María. A ella, desde aquí le pido que me dirija convenientemente por los pasos de esta bendita locura cofrade que es el pregón. Que en este montaje de culto y en esta estación y este camino, “su mano me lleve, su luz me guíe y su corazón me sostenga. ¡Inmaculada Virgen María! Así sea”.


SALUDO

EXCMO. Y REVERENDÍSIMO SR. ARZOBISPO.
EXCMA. SRA. ALCALDESA.
ILTMO. SR. PRESIDENTE Y JUNTA SUPERIOR DEL CONSEJO
GENERAL DE HERMANDADES Y COFRADÍAS DE SEVILLA.
EXCMAS. E ILTMAS. AUTORIDADES.
SEÑORAS Y SEÑORES.

Inútil sería el intentar protocolariamente dar las gracias por la venia concedida y la confianza puesta en mi persona. En la reciprocidad de hombre de Iglesia, sevillano y cofrade me he sentido pleno de felicidad en el transcurrir de este tiempo y sería una presunción intentar devolveros con palabras lo que me habéis otorgado con este honor. De igual manera quiero limpiar de cualquier fórmula repetitiva mi reconocimiento para el Sr. Delegado de Fiestas Mayores, por esas palabras de presentación que han sido fruto de su buena ascendencia ceramista y trianera, para haber logrado realizar tan buena loza con tan pobre barro.


CÓMO LO IBA A SOÑAR

Pregonar la Semana Santa... ¿Quién se lo iba a decir?

Cómo lo iba a soñar aquel niño rubio y delgado que corría por la rampa del Salvador, anuncio gozoso para todos lo críos que encontraban en ella su primer patio de recreo cofrade; aquel niño que pegaba su cara a los escaparates en los que procesionaban los más dulces nazarenos, jugando a adivinar de qué hermandad era cada uno.

Cómo lo iba a soñar aquel niño que notaba como al aumentar la luz solar que alargaba sus horas de juego se aceleraba el pulso de la ciudad. Tiempo de cales nuevas para fachadas de siempre; ruido de hierros en Plaza de San Francisco, de cartones en Cerrajería y de telas en Francos. Viernes del Cautivo: colas, morados y velas. Y ese Domingo de azul cielo. Levantarse como la mañana de Epifanía, expectante, nervioso: misa en la antigua colegiata, recogida de las ramas de olivo; una para el crucificado de metal del dormitorio de los padres, otra para el cuadro plateado de la Virgen de los Reyes de nuestro cuarto. Itinerario de visitas: Misericordia, San Juan de la Palma, Salvador... Y la emoción del primer nazareno, que aprisa y con su capa al viento parecía que iba a volar.

-¿A dónde va tan rápido?...

-Ése es de la Hiniesta. Va para San Julián.

¿Cómo lo iba a soñar? Si él lo que ansiaba era ver pasar la Borriquita por la calle Cuna con las primeras sombras de la noche, apretado entre los niños, después de haber escuchado Amargura por primera vez, acompañando al paso de palio de Sevilla. Si él soñaba con los grandes caramelos que un nazareno blanco le ofrecía todos los Martes Santo, que endulzaban las lágrimas que cada año derramaba su madre. Lágrimas anunciadoras de un bello misterio de amor, que años después se desvelaría. El niño cogía de la mano a su madre, queriendo darle consuelo, y los dos se santiguaban al ver la Virgen pasar entre azul y plata, Candela nuestra de amor y tradición familiar.

Y soñaba el Miércoles Santo acompañar a la Virgen de Regla para uncir temprano el cíngulo a la túnica negra, ponerse la orgullosa capa color cardenal y cubrirse con el antifaz ornado con la roja cruz de Santiago. Soñaba, sobre todo, esconderse en la capilla entre el muro y el varal, prendido por un mundo de visiones que le apasionaban: el aura rojiza de la luz del palio, proyectado por velas dispuestas de forma única y original; la espiga de trigo en la mano; la cara de madre joven, encanto y divinidad, alterada por el Prendimiento de su Hijo.

Y soñaba el Jueves Santo con la visita a los sagrarios de los conventos en los que las monjas eran rezos invisibles, bondad oculta que obra en los corazones, como ese Dios escondido en el tabernáculo, comunión de santos. Para después presenciar los momentos culminantes de la Semana Santa: el paso de la escena sobrecogedora, Cristo oscilante y prendido de un sudario, Descendido de la cruz; pocas cosas le movían más a piedad a aquel niño. A continuación, y de una Iglesia que parecía presa entre edificios, salían más nazarenos, morados pero sin capa, con una cruz en el pecho, que decían de Malta, una corona de espinas y una caña que la cruzaba; elegante cofradía de tres pasos culminada por una dolorosa auténtica, intensamente penada por el tormento de su Hijo. Y una marcha ponía la exacta armonía en aquel escenario pleno -Sevilla en Semana Santa-; una marcha que sonaba a fúnebre y a gloria, que enervaba a aquel infante que soñaba tener edad para contemplar el Viernes de Dolores la bajada de aquella Virgen, que todo el mundo comentaba.

Y tras apreciar como «Los Caballos», «el misterio que más pesa de Sevilla», -le decían-, subía una vez más la Cuesta del Bacalao, se tenía que ver entrar Pasión. Porque, oía decir el niño a sus mayores: si no se ve Pasión no se ha visto Semana Santa. Y a los pies del dios de la madera disfrutaba con la entrada de aquella imagen a la que todos los domingos, tras escuchar la misa de una en los asientos de madera del antiguo coro, buscaba en su capilla, abrazado por la serena mano del Castellano Viejo que suavemente le decía: «Le rezas, un Señor Mío Jesucristo y un Padrenuestro y le pides nada más que salud, que es lo único importante de esta vida». Y así el niño, mientras escuchaba la saeta, cantada desde el repleto y vetusto balcón, asonantada por el ritmo acompasado de los costaleros para subir la rampa que a él le servía de juego, intentaba hilvanar sin éxito las oraciones dominicales, hasta que centrado en la cara de aquel Jesús pensaba: qué grande debe ser Dios para que tanta gente lo quiera. Qué humano, qué bueno y qué dulce debe ser Dios si se parece a Pasión.

Y esa noche se acostaba temprano, escuchando las súplicas de sus hermanas que intentaban convencer a los padres de su mayoría de edad para ver la Madrugada. Y soñaba con levantarse temprano e ir a ver las legiones romanas por calle Laraña, los terribles soldados que habían maltratado y luego Crucificado a Cristo. Mas a aquel niño no le parecían tan malos; todo lo contrario: exultantes, bonachones, gentes del mejor barro. Era que detrás venía la que les daba su gracia y su aire inconfundible: la cara por excelencia, la única capaz de convertir a las paganas legiones de Roma en cristiana Centuria Macarena.

Esa imagen bendita había sido para el niño sinónimo de agobio cuando la esperaba en primera fila en la Campana para poder admirarla camino de la Catedral, con motivo de su Coronación Canónica. Al llegar el paso, la bulla le arrastró, separándolo de su familia y llevándole hasta Sierpes, donde a la altura del antiguo quiosco de Curro el paso paró por fin. Un señor de traje oscuro, que portaba una vara dorada en su mano, le había protegido al verle indefenso en la bulla, y le sacó hasta la parte trasera del Palacio Central. El niño, lleno de miedo, no quería ver a la Virgen que parada tan cerca estaba. No la podía perdonar. Pero vencer no pudo la tentación de mirar la divina cara que muchos años después, allí, allí, en el mismo lugar, por regla de su Hermandad, no puede contemplar. Mas una cosa comprendió entonces: que ni por pérdida ni por miedo a la Esperanza se la puede negar.

Y soñaba el Viernes Santo. Día de terciopelos azules y de rasos morados. Día de la Fe‚ y la Verónica, del muñidor por Sales y Ferré. Día del único palio que no es de plata. Día del Cristo expirante que le sobrecogía, cuando rememoraba la historia del gitano moribundo a través de aquel Cristo agonizante.

Y también soñaba, con pena, que llegaba el sábado lleno de tristezas y sombras. Sentimiento de culpa en el ambiente por la muerte de Jesús. Música sacra en la radio. No se podía jugar, ni cantar en casa, pues estaba muerto el Señor. Y esa muerte era sentida tan como nuestra, y nosotros tan como sus hijos, que acudíamos a ver su Santo Entierro con devoción de fieles, pero también con dolor de deudos que hicieran corro de pésame en torno a la Virgen de Villaviciosa. Después la Esperanza Trinitaria y la última Soledad. La que contemplaba cada año con amargura, con pesar, porque todo se acababa, porque otra Semana Santa tardaría en llegar. Así el niño de vuelta a casa, un tanto por cansancio de toda la semana, y un poco por desánimo de lo que terminaba ya, en los brazos de su padre, se quedaba dormido para volver a soñar con toda la alegría que se iba.

Y soñaba, que antes de llegar a esa plena efervescencia de embriaguez sevillana, un domingo por la mañana por los aires se filtraba un run run radiofónico muy familiar. Venía de todas las casas del vecindario, y el niño no entendía bien de qué se trataba, porque a veces era poesía y en otras rezo, emoción... Y de vez en cuando surgía un «¡qué bonito!»; y en otro momento se oía, «¡callarse que van a hablar de mi hermandad!». Poco a poco la voz de la radio se convirtió para él en parte esencial de aquella locura que cada primavera sacudía su ciudad. Ante su ignorancia, el niño llegó a preguntar:

-¿Y eso, qué es?

-Es el Pregón, le dijeron.

La respuesta no le aclaró mucho el sentido de esa voz que a todos reunía en torno a la radio.
Cómo iba a soñar que hoy lo habría de decir.

Cómo iba a soñar que él sería la voz que a tantos y tantos sevillanos les diría que dentro de una semana, justo dentro de una semana, reescribiremos entre todos el mejor poema de amor que nunca un pueblo haya escrito a su Creador, el más bello canto, la más hermosa oración: nuestra Semana Santa.


II. DE SEVILLA
DE LA MEMORIA INDIVIDUAL Y COLECTIVA DE UN PUEBLO

La Semana Santa sevillana no tendría existencia clara y determinada, sin el sentimiento del pueblo. Y esa no es una característica que pueda improvisarse. Existe y se consolida a través de un vagar y un sentir por las intrínsecas raíces de nuestro entorno. El pueblo de Sevilla liga buena parte de los momentos importantes de su vida a las figuras de la Pasión y por ende a las parroquias y collaciones que las albergan, donde quieren bautizar a los nacidos, casar a los novios y enterrar a sus muertos. Vidas que florecen, que se unen a otras vidas para después descansar en paz. Los sevillanos sentimos esto de forma muy personal, muy íntima aunque lo celebramos en comunidad: acudimos a ver las procesiones y nos acompaña el bullicio, el tumulto, el vocerío, el ruido... Mas cuando Dios o María se acercan hay quietud, tranquilidad, reposo, sosiego... para que la vivencia individual vuelva a formar parte de nuestra memoria personal. Y no hay rezos corales, sólo el quejido de una saeta acompañada por el eco sonoro del lugar. Qué pudoroso es el sevillano con sus valores más personales, cuánto nos gusta utilizar el zaguán de nuestras almas, porque al patio interior, al centro de nuestro fuego, no todo el mundo pasa.

La gran fiesta de la ciudad, no tiene una sola visión, ni hay que intentar uniformar la aproximación a ella. Sevilla es una ciudad difícil de vertebrar. Pocas cosas como nuestras Hermandades son capaces de identificar fuertemente los habitantes con su entorno. Así, cuando alguien dice que es de la Calzada, en el anónimo diccionario sevillano encontramos: «Día, Martes Santo. Lugar, San Benito. Dícese de donde había tanto y tan buen pueblo, que sólo allí Jesús podía ser presentado. Dícese de donde tantas fatigas pasaron tantos sevillanos y tanto lucharon tan buenos cofrades, que a su Cristo llamaron de la Sangre. Dícese de tan buena tierra, que allí arraigó la más bella flor llevada de Triana, Encarnación de lo más bello que nadie pueda imaginar, tan generosa reina que renunció al tesoro de su barrio y cruzó el río para hacerse sevillana».

La unión de las devociones con los lugares en los que se ha sentido el paso de la vida nos da nuestra identidad social y humana. Como decía un insigne pregonero: «Ni la ignorancia ni el pecado privan al hombre sencillo de ese alivio del alma que es la oración. Solamente muere cuando la fe muere y en Sevilla la encontramos todavía muy rica y muy viva». Una fe que no tendrá grandes contenidos teológicos a los ojos de unos y que estará más cercana a una práctica cuasimágica para las críticas de otros. A unos como a otros, con el mayor de los respetos les pediría comprensión, generosidad, tolerancia... Tanta como los cofrades tenemos para con todos los que nos quieren conocer. A los iconoclastas del siglo XXI, a los culturalistas vaciadores de contenido religioso, a los inflexibles de una fe que no vibra, que no se emociona, a los que se rasgan las vestiduras a la vista de esta fe sevillana por entender que es «frívolo hechizo de los sentidos ante la belleza prodigiosa de las imágenes», les diré que no se cansen, que la Semana Santa es Pueblo con una fe que en una cultura se encarna.

Así nace la Semana Santa también para marcar los ciclos anuales del sevillano. Pero sabiendo que cada Semana Santa es distinta a todas, que, como dice Núñez de Herrera: «Nace la Semana Santa en sí, para sí, y por sí. Es autóctona, autónoma y automática. Nace y crece como una planta. Dura siete días y en ese tiempo germina, levanta el tallo, florece, fructifica y grana... La Semana Santa no ha existido nunca. Es cierto que se celebró otros años. Pero auténtica existencia no tiene hasta este Domingo de Ramos».


EN EL AÑO 1998

La antigua Hispalis se dispone a vivir un año 98 pletórico de conmemoraciones significativas, por cuanto los hechos que se rememoran cambiaron profundamente la imagen y la espiritualidad del municipio. A ellos se ligan las raíces propias así como la personalidad definitoria de nuestras Estaciones Penitenciales.

Ya conocemos, a través de la maestría de un pintor, preñado de los duendes sevillanos, la primera de las efemérides. La Torre que centra, afirma y preside la Historia de la ciudad, y que 800 años contemplan. A veces los sevillanos la tenemos tan asimilada que la convertimos en un tópico referente. Sin embargo, esta bisectriz emocional de Mateos Gago y Placentines significa mucho más que la postal turística. Decía Sánchez del Arco: «El nombre de Dios es la única torre de perpetua fortaleza. Él defiende a la Giralda; Él le da su Gracia. A ella y a la ciudad. Cuando el nombre de Dios es Jesús y su Pasión se consuma, Sevilla interpreta el drama sacro». Y al pie de la Torre que emana gracia, aunque no esté el Giraldillo, aunque las campanas le falten, en este 98, año del Espíritu Santo, se volverá a escenificar el drama sacro de la Estación de Penitencia Sevillana.

El día de San Clemente de este noviembre llegará la segunda evocación: se cumplirán 750 años del asedio y conquista de la ciudad, que desde entonces se rindió a la gótica sonrisa de la Virgen de los Reyes.

Al canto clamoroso de los bronces celestiales acudían los antiguos sevillanos. Y las puertas de los templos se abrían poco a poco. Ojivas, dinteles con frontones ven salir hacia la Casa Grande a Toneleros, Escribanos, Curtidores, Medidores de la Alhóndiga, Hortelanos, Alarifes, Cocheros, Mercaderes... Gremiales formas piadosas, mezcladas con etnias gitanas, negras o mulatas, que al mundo asombraron con piezas de noveles artistas. Imágenes de Hernández, los Ocampo, Montañés, Mesa, Roldán... recorren las calles encandilando a un pueblo que las va haciendo suyas, humanizándolas.

Hace cien años el exorno cofrade estaba marcado por motivos de hojarasca, estilo gótico en canastos y candelabros y palios de cajón con candelería escasa. No había lunes, ni martes ni sábado. Hacían estación unas 28 cofradías. La Madrugada era el único día que se ha mantenido fiel ante los años: las seis mismas Hermandades.

Pasado un cuarto de siglo aparece el Lunes Santo, que ahora va a cumplir 75 años. Felicidades, hermanos, por haber dado a Sevilla el impulso de los jóvenes cofrades. Ya sé que algunas contáis con tradición de muchos años y hasta de muchos siglos. Que Museo y Dos de Mayo venís del siglo XVI y del XVIII, una del Viernes Santo y la otra del Domingo de Ramos; que las raíces de la VeraCruz alcanzan el siglo XV y otras traéis el bagaje de una respetable antigüedad, como Las Penas de San Vicente. Los barrios aportaron dos ejemplos de labor misional intensa con San Gonzalo y Santa Genoveva. Los gremios resucitaron de la mano de Santa Marta y un grupo de cofrades expusieron la mayor traición de la Historia en la calle Santiago. Quizá lo más hermoso del día es el ejemplo dado. Ellas no vinieron de concilios tridentinos a combatir Reformas. Pero fueron las primeras en avisar que contra el mal de hoy y de siempre, sólo hubo y sólo hay dos formas eficaces de luchar: la caridad y el amor.

«La Caridad de Cristo nos impulsa» es el lema de los hermanos de Santa Marta. El más vivo ejemplo de adaptación entre el ayer, el hoy y el mañana. El traslado de Cristo sale a la calle, José y Nicodemo aceleran el paso; tienen prisa, pues Pilatos les urge. Ante el estremecimiento de todos, el brazo derecho de Jesús cae. Los varones detienen su andar y Magdalena, Penitente y pecadora, se echa al suelo y consigue sujetarlo. Qué bien se armonizan en este misterio las esencias de la vida religiosa. En él parece oírse la voz de Cristo diciendo: «Marta, Marta, te afanas y te inquietas por muchas cosas; pero sólo una es necesaria». Y mirando como el amor se afana en torno al cuerpo muerto, mirando la mano caída, mirando la dulce sangre derramada, mirando esa rosa roja que está cerca de tu mano -instantánea primavera nacida del estigma dejado por el clavo-, y mirando al amor arrodillado de María Magdalena, sabemos -sin que haga falta más- qué es lo necesario para ser cristiano. Cristo de la Caridad, que tu traslado al sepulcro en la noche del Lunes Santo sirva para que el Amor haga fecundas a nuestras cofradías, para que sólo se afanen en lo necesario, para que se abran a todos y en ellas desaparezcan los grupos cerrados. Enséñanos a saber esperar y a estar con los hermanos, a caminar unidos, a entregarnos sin preguntar quién, cómo ni cuándo. Enséñanos, por Caridad, lo más simple y lo más complicado: el amor entre los hermanos.

En la plaza del Museo los artistas siguen pintando un intenso azul y blanco, para que Aguas salvíficas empapen las almas. Aguas puras y cristalinas como sus propias lágrimas, que caen de esos bellos ojos clavados en el palio que fue hecho de malla para que pudiera llegar al Cielo su celestial mirada. Cuántos labios resquebrajados se habrán mojado en la fe de tus Aguas, cuántas ásperas manos quieren tocar las tuyas como manantial que sana. Por eso hasta los naranjos quieren rozar tu palio, y los seises de tus candelabros quieren danzar al son de tu marcha, y tu singular diadema es el áureo puente de amor bajo el que pasan las claras aguas de tu rostro, y toda Sevilla clama, en la noche del Lunes Santo: Aguas vivas del Museo, dorado oasis en el que los finos juncos de tus varales sostienen el cielo más transparente, riega nuestra fe reseca para que florezca en oraciones, haz fecunda la aridez de nuestra alma, y derrama sobre Sevilla toda la gracia presa en las fuentes de tus ojos.


III. DE LAS HERMANDADES
LA RENOVADA ESTACIÓN DE PENITENCIA

Hoy las estaciones ya no vienen guiadas por síndicos corporativos, ni en la mayoría predominan las cercanías parroquiales o los lazos raciales y étnicos. Es la costumbre y la devoción, sobre todo, las que animan a los anónimos nazarenos a vestir las ricas y variadas túnicas. ¿Cuántos son del Arenal de entre los que visten el terno azul y oro en la capilla chiquita del Baratillo? Devociones les traen de lejos hasta tan reducido espacio en el que tan buena, noble y tradicional Sevilla cabe, para invocar a la Piedad antes de que nazca a Sevilla, con toda la Misericordia del mundo dormida entre los brazos. ¿Cuántos han nacido en la plaza de Argüelles de entre los negros y altos nazarenos que parecen los silenses cipreses de Gerardo Diego: «surtidores de sombras y sueños... mástil de soledad... negras torres de arduos filos, ejemplo de delirios verticales, mudos cipreses» en la calle, que acompañan al severo Cristo de Burgos? Más probable es que hayan nacido cerca de sus cofradías los nazarenos que vienen desde barrios lejanos que han saciado su Sed de Dios y su necesidad de Consuelo, como otros lo hicieron siglos antes, fundando cofradías en lugares en los que hay menos Desamparo y menos Dolor desde que a Dios en Nervión y en el Cerro se le reza con acento cofrade y sevillano. Y así vendrán en airosa letanía por las arterias de la ciudad, e irán desgajando sus glorias como mensajeros del Evangelio, custodios de una ilusión, serafines y querubines que ilustran la gran Pasión de Sevilla.
Y estos nazarenos irán buscando la Catedral como las aguas del río buscan su desembocadura natural en la mar. Guiados siempre por la cruz, símbolo cristiano, sacada del árbol de la vida del Paraíso perdido por el pecado del hombre. Por eso, desde todos los templos de la ciudad, la filas de cipreses y ángeles seguirán a ese eje con la luz de sus cirios, con el pabilo de su fe‚ que iluminará nuestros corazones viniendo desde todos los lugares de la ciudad. Y en la visita a la Casa del Padre, no morirán como las aguas en el océano, sino que reavivarán sus fuerzas ante Dios vivo para volver a sus sedes portando las Imágenes que sostendrán su sevillana devoción todo el año. Así vuelve acompañado de los suyos, para quedar en su barrio y en su parroquia, el Cristo expirante que exhala su último aliento de Misericordia en su calle de Mateos Gago. ¡Cuánta vida! ¡Cuánto amor renovado a los pies de la Giralda, haciendo del innoble madero triunfo de la Santa Cruz!

Así la Estación de Penitencia de una Hermandad es un continuo peregrinar. Las Hermandades somos Iglesia en camino. Somos Pueblo de Dios que camina por el desierto hacia la tierra prometida. Si alguno de los que inscribe su nombre en alguna de las corporaciones cofrades piensa que no somos Iglesia, se está engañando. Urge que pongamos todos en hora nuestro reloj. Iglesia no es sinónima de jerarquía, tras el Vaticano II; es eclesiología del Pueblo de Dios; no es tecnocracia administrativa, es Sacramento de Salvación. Hemos de pasar de aquella Iglesia impositiva e intolerante a esa Iglesia misionera que se siente enviada a los pobres, que se presenta más humana, para ser más fiel al mensaje divino. Las cofradías debemos ayudar con nuestra actitud a construir esta Iglesia participativa, y a nuestro paso dejar la idea del DiosJesús que humaniza, que libera solidariamente en su sufrimiento el de los hombres. En esta sociedad pluralista y laica, es el tiempo de los seglares en la Iglesia. Asumamos los cofrades nuestra mayoría de edad y alarguemos el valor de la Estación en el curso del año, porque para un cristiano nada está escrito, todo es posible, todo lo puede si deja obrar en él el Amor que Cristo derramó sobre el mundo desde que la Lanzada abrió la fuente de su costado.


EL VALOR DE LAS IMÁGENES

Para mantener viva la llama durante todo el año es imprescindible el fervor y la devoción a las imágenes. Las cofradías no somos simples mantenedoras de espléndidos vestigios del pasado, ni comités organizadores de fiestas magistrales: nuestra Semana Santa es el esfuerzo y resultado de una dedicación durante todo el año. Escuchamos la palabra de Dios en nuestros cultos, en ellos celebramos los misterios del Señor y sus sacramentos, nos abrimos a la caridad fraterna y como expresión de todo ello salimos a la calle a mostrarlo en la imagen o el misterio que veneramos.

Esas imágenes no son meros ornamentos; forman parte de la cotidianidad de los sevillanos, como los amigos que tras el trato y el roce pasan a formar parte de nuestros más fieles afectos y nuestras más firmes lealtades. En esta tierra volcamos creatividad, y sobre todo cariño, en esas devociones cálidas, salpicadas de detalles, que transmiten algo muy real, que insuflan vida. Como la recibida por aquel niño que creció y un Lunes Santo, tras una consulta médica salía atribulado por una mínima decepción. En su divagar callejero, tropezó en Reyes Católicos con una cofradía y se paró como un autómata para verla pasar: oía de fondo una saeta y después sonó una clásica marcha, muy celebrada por todos; se aplaudía el trabajo de los costaleros... pero él, ensimismado, no percibía el valor y la emoción del momento. Una señora sencilla, de edad avanzada, a la que no conocía, se le acercó sonriente y le dijo: «no te apures, muchacho, que no será para tanto; mírala mejor y háblale sin rodeos: es muy buena persona, yo soy vecina de ella, la conozco hace muchos años». Y le dio un clavel que llevaba para un hijo que le había salido -como ella misma dijo- «un poquito tarambana», venciendo las protestas del joven diciéndole que ella ya cogería otro a la vuelta. Se despidió deseándole buena Semana Santa, y se perdió entre la bulla. El joven quedó atónito mirando el palio calado y la cara de la Virgen, con la que desde entonces, cada Lunes Santo, mantiene un diálogo fecundo entre los nazarenos blancos. Virgen de la Salud, ¡qué buenas vecinas tienes! Qué mejor y más alta teología que la contenida en este clavel blanco, y en las palabras ciertas de la sencilla mujer; qué catequesis más eficaz que este hablar de la Virgen con conocimiento y cariño de vecina. Así, mezclándose con la vida, siendo buena vecina, se hace María Salud de Sevilla.

No sólo nos ocurre esto en épocas caldeadas por el ceremonial barroco. A lo largo de todo el año, en las anónimas visitas a las capillas, se va desgranando buena parte de la familiaridad con los titulares; es más, yo creo que en esa oración de las iglesias solitarias es donde más auténtica se hace la Semana Santa. Porque las imágenes son lo más preciado de las Hermandades. Ya sé que suena a algo sabido, pero hay que decir aquí que hay que entenderlas como lo hace el simple devoto, como lo que no pueden dejar de ser nunca, el camino más corto hacia Dios, hacia el hermano, hacia la vida y hacia el Amor. Ese es el fundamento y el sentido. Y todo lo demás, exorno.


IV. TIEMPOS DE LITURGIA SEVILLANA.
PREPARAR EL CAMINO AL SEÑOR. TIEMPO DE JUAN

Para los cofrades el año viene marcado por las dos Pascuas, a las que se añade un prólogo con el Adviento y se les suma un epílogo en la festividad del Corpus. En el medio queda el tiempo relajado del pálpito cofrade, que coincide en buena parte con el tiempo ordinario de la Iglesia. En esta generalidad manda el corazón particular. El mío se adelanta al mes de noviembre: en la Magdalena crecen las sombras y las lluvias otoñales traen el musgo a las piedras de la iglesia. Una joven hebrea es presentada en el templo, sencillez en sus facciones, humildad en el semblante como novicia al profesar, mirada baja de vergonzosa inocencia, rostro resplandeciente como la nieve. Tras verla en la hornacina exponer con serena belleza el sosiego, ejercer con gentileza la caridad y transmitir la paz de Dios con tanta erudición divina y con tan sencillo donaire, el pueblo, convencido de su perfecta y majestuosa simplicidad, le canta la copla que le compuso un hijo que le salió poeta:

«Si la angustia que a mi cuerpo acosa
algún día mi alma inundara,
a tus plantas Señora suplicara
el perdón que en tus manos reposa».

Y cuando tras besar sus manos, el devoto levanta los ojos y su mirada se cruza con los suya, ya no hay angustia en su cuerpo, ni su alma se mueve intranquila. La ha vencido la niña más pura, más gentil, más virtuosa, en la que también se adivina la madre: constante, firme, inalterable. Adquiere entonces pleno sentido el Deo Gratias, y el devoto sigue salmodiando su copla:
«Porque es la luz de tus ojos mi guía, porque es tu dolor divino mi calma, presenta Señora mi alma en el Calvario mortal de mis días».

Ya esta la Virgen presentada. Y comienza el Adviento. La liturgia se hace más poética y sentimental. Son momentos de preparación, tiempos de Juan, de felices mensajes; de añoranzas y alegrías. En Sevilla se ha producido un año más la llegada del ángel Gabriel: la luz le sorprende a la Virgen en San Antonio Abad, en un balcón plateado donde, aunque no sea primavera, siempre huele a azahar. En un azulado entorno se oye decir al ángel: «Alégrate llena de Gracia... vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo... Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre». Atribulada por la responsabilidad, que la hace más bella y pura, María confía en Dios y responde: «Hágase en mí según tu palabra». En ese mismo momento Sevilla se amuralla de Esperanza, cuando en la calle Castilla se recibe la noticia y en redonda expectación se convierte el gozo. Triana despliega la felicidad de sus gentes humildes que repiten lo que María de la O les dijo en el Magnificat: «Engrandece mi alma el Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador». Corren alteradas las aguas del Guadalquivir marino pues suben hasta el Altozano y hacia Pureza se precipitan, anegando de promesas y ansias las calles y las plazas, que el vientre de la Virgen vuelve a ser puerto de abrigo y bonanza. En la casa de su Madre recibe Ella a Triana y a sus hijos repartidos por doquier, que echan el ancla al ladito de Santa Ana, para un año más cantarle:

Eres Tú nuestra vida,
eres Tú nuestra esperanza,
y a tus plantas, Señora,
se arrodilla Triana.

La muralla de esperanza no coincide con la de piedra de la ciudad. Es algo vaporoso, como la aureola de la vestimenta hebrea. En San Roque se atesora la Gracia virginal de la doncella, la fulgurante mirada de sus ojos, la seducción de sus manos mediadoras dispuestas a acoger, a abrazar. Ante Ella sólo se puede rezar, al entender plenamente su sentido: «Dios te salve llena de Gracia».

Y siguiendo la Ronda, encontramos la Esperanza que en su seno guarda el Misterio por antonomasia: Ella fue la carne humana que quiso el Padre para su Hijo. Ella fue el sagrario de la palabra encarnada. Ella fue la que unió a la Iglesia cuando sopló el Espíritu.

Llegamos hasta el Arco, que los armaos preparan para convertirlo en Portal. Dentro, la Madre es bajada para ser preparada para el gran acontecimiento de la historia. Al cogerla entre mis brazos, aquellos ojos se volvían a encontrar. ¡Cuántas cosas perdidas que no se perdieron nunca!
Todas las guardaba Ella. Me resarcía de tantos años de ceguera, de ocultarse tras su manto, de dejarme ahíto de Esperanza. En el camino, quería decirle tantas cosas. ¡Le debía tantas miradas! Recé el rosario como lo hacía de niño en la capilla del colegio. Luego, besé su mano. En la intimidad de su blanca vestimenta apareció Ella. Iluminada, joven, paciente, ligera, sin que sobre su fina cintura o sobre sus hombros pesara más bordado, ni más adorno, que la belleza peregrina que nos anuncia el profeta. La luz celestial ya brilla en su frente; el Espíritu Santo ha venido sobre Ella, ya es templo inmaculado de Dios. Y al verte, Macarena, huye toda sombra negra, se desvanecen las dudas, la alegría se completa y la esperanza es tan cierta que afirmamos sin dudar: ya está Dios en esta Tierra.


YA ESTÁ CRISTO EN SEVILLA. TIEMPO DE CONOCER

¡Qué suerte la vuestra, jóvenes sevillanos! ¡Qué presente está Dios en Sevilla a través de nuestras Hermandades! ¡Qué rostro verdadero y noble le dan nuestras imágenes! ¡Qué a mano lo tenéis, en nuestras iglesias todo el año, en las calles dentro de una semana! ¡Qué claro queda su simple y hondo mensaje cuando lo leemos en sus rostros, en sus manos! Seguid, jóvenes de Sevilla, a este Dios que anda por la calles; aceptad el camino de confianza y sencillez que abre, aprended de Él la realización y el cumplimiento. No desesperéis nunca, porque siempre hay un Dios que espera. No sirváis a quienes no son dignos de ser servidos; mirad que «cada cual es esclavo de quien triunfó en él». Dejad que sea Cristo quien triunfe en vosotros, porque «la dignidad de la persona deriva de aquello a que sirve, de aquel a quien ama y para quien vive»15. Mirad jóvenes de Sevilla, en la Basílica de San Lorenzo, al único que merece ser servido. ¡Qué suerte la vuestra jóvenes, por sevillanos, hijos del Gran Poder! En los primeros días del año, contempláis la más sevillana adoración, la gran Epifanía de la ciudad. Epifanía, aparición de Dios, manifestación de Dios al mundo, del Gran Poder de Dios. Pero no te confundas: aunque la ciudad resplandezca con deslumbrante fulgor, el Gran Poder de Dios no es oro, ni incienso, ni mirra; es la reconciliación y el perdón; es tomar la solidaridad humana como Él hace con su Cruz, y convertir el amor en eje de la vida interior.

Apréndelo tú, mirando sus manos que interpelan cada día, filo de palabra que explora la mansión interna del alma herida. Manos que palpan la evocación hermosa que dormía; que iluminan oscuridades del más ciego instinto conservado; que ponen alas al esbozo del más precioso sueño.

Apréndelo tú mirando el rostro de Hombre al que agarra el mundo, para que el amor no pierda la batalla; rostro de Hombre que el equilibrio aguanta ante el peso del madero como si de flor inmensa se tratara... ¡Señor del Gran Poder protege a los jóvenes pastores que a tu portal se acercan, condúcelos por la estrella de la fe y de la gracia por medio del desierto de la vida! Que ellos, que representan siempre la esperanza de un futuro, si rezan, lo hagan por amor; si luchan por convertir el mundo en un lugar mejor, que lo hagan con las armas del amor. Por amor del Gran Poder de Dios, aquel que no es oro, incienso ni mirra, sino compromiso, reconciliación, perdón y esperanza, de la que Tú como Hombre nos abasteces. Como Poder es la luz de tu vida en nuestra alma. Y como Dios reconocerte en cada uno de los que sufren en este valle que, sin Ti, sólo es de lágrimas.

Ya está Dios entre nosotros. Ya se nos ha manifestado y ahí comienza a desarrollarse con fuerza la idea de Dios entre los sevillanos, diciendo con Unamuno: «No es posible conocerle para luego amarle; hay que amarle y anhelarle para tener hambre de Él antes de conocerle. Creer en Dios es ante todo y sobre todo sentir hambre de Dios, hambre de divinidad, sentir su ausencia y su vacío».


CUARESMA. TIEMPO DE RENOVACIÓN

La libertad está en el Gran Poder de Dios. Hay que mantener una moral abierta a cualquier diálogo con tolerancia y respeto. Ser cristiano desde una propuesta razonable y ser persona desde la lucidez y la humildad. Hay que vivir el misterio muy dentro, para adoptar una actitud hacia fuera. Y lo más difícil para el hombre de hoy, al que no le gusta aceptar un hecho de misterio. De ahí la importancia de la formación en nuestras Hermandades, que algunos despachan con frases ingeniosas que revelan tanto frivolidad como inconsciencia ante un futuro en el que la independencia, de la que tan orgullosa están las hermandades, está subordinada a la madurez cristiana de los cofrades.

Acudid al Aula Magna Hispalense: la Universidad abre sus puertas. Jesús, el Maestro único, como cada Martes Santo, sale a dar su anual lección de humanidad portado por sus discípulos. Va sin atributos aparentes de Divinidad, ausentes la corona de espinas y las potencias que simbolizan el triunfo sobre la muerte, el mal y el dolor. Hay una sensación de ingravidez y descanso, de reposo y de sueño, de muerte reducida por la belleza. El aire quiebra en silencio y hasta la Fama insonora su trompeta; la severa caoba que le acoge es levantada ligera y dulcemente. Que nadie le despierte de su Buena Muerte.

Tenemos la tentación de forjar un Dios a nuestra medida, un Dios del que podamos disponer de acuerdo con nuestros conceptos o al arbitrio de nuestros caprichos. Debemos revalorizar la palabra Alianza. Dios tomó la iniciativa de acercarse al hombre, ofreciéndosela; y nuestra infidelidad no determina que se sienta desligado de ella. Decide, en cambio, pactar una nueva y mejor Alianza sellada con la sangre de su Hijo, y consumada por la comunicación del Espíritu Santo: es la Alianza que representa la plenitud del amor.

Queridos jóvenes sevillanos, merece la pena firmar esta alianza, e impregnar a los mayores de su espíritu y su gracia. Hace veinticinco años, la que para algunos es una generación, la del 75 la han llamado, acudió a las salas de Hermandad de entonces. Hoy ya va necesitando refuerzos que inyecten desde abajo savia nueva al tronco de la cruz de la fe de Sevilla, presentándonos en el Tercer Milenio como instituciones vivas, practicantes de una religión que pase por el corazón, por la cabeza y por las manos.

Por el corazón de la afectividad a imágenes y valores históricos a los que no debemos renunciar. Por la cabeza, no por conseguir la explicación del misterio, sino porque el mismo acto de fe exige la actuación de la razón del hombre en libertad. Por las manos, con la acción que debe completar la teoría de la fe, mediante el ejercicio de la Caridad.

Os invito a que inundéis las casas de Hermandad; a que si estamos acomodados nos pongáis en marcha; a que seáis los principales agentes de la nueva evangelización, que debe ser nueva por su ardor, sus métodos y su expresión. Ésta empieza con la figura de Jesús. La Cuaresma nos anima a convertirnos y creer en la Buena Nueva. Dentro de la Iglesia parece como si estuviera debilitada la experiencia personal y comunitaria de Dios, que hay que fortalecer a lo largo de todos los actos y cultos de los días cuaresmales. Avivemos esas experiencias en los triduos, quinarios, septenarios, novenas, Vía Crucis, besapiés y besamanos que llenan los templos. Y al igual que el que os habla aprende y reza ante el Calvario, otros moveréis los labios y abriréis el corazón para invocar al Amor, al Buen Fin, a la Misericordia, al Cachorro, a la Fundación o a la Conversión... Es el mismo símbolo de la Santa Cruz, que adoramos y bendecimos, porque con ella nos redimió y ante ella expresamos los versos famosos de la mística española:

Y así con la mirada en vos prendida, y así con la palabra prisionera, como la carne a vuestra cruz asida, quédeseme, Señor, el alma entera; y así clavada en vuestra cruz mi vida, Señor, así, cuando queráis me muera.


EL PREVIVIR DEL DOMINGO DE RAMOS. TIEMPO DE ILUSIÓN

La Cuaresma está pasando. Las cales antiguas, las colas del Cautivo y algunos de los ruidos que eran familiares a aquel niño rubio y delgado están desmoronándose. Otros elementos han venido a sustituirlos: sonidos de cornetas y tambores por las explanadas de la ciudad ponen música a la letra de los capataces que dirigen los ensayos de las cuadrillas de hermanos. Multiplicidad de pregones, carteles, tertulias... Estamos ante una fe que se encarna en una cultura, pero no ante una cultura que pueda prescindir de lo religioso. En nosotros está el no dejarnos atrapar por las ventajas de esta sociedad de consumo, marketing y relevancia social. No será en el valor social o económico de los elementos simbólicos de la fe donde encontremos lo que nos permite ser significativos.

Todo comienza a acelerarse; ha llegado marzo. Es el momento mejor para divagar por la ciudad de la Gracia en una constante ronda emocionada sin principio ni fin, buscando ese secreto «que está en todas partes sin que sepamos fijamente en un momento dado por qué lugar discurre». En un limpio atardecer. En el alba de la primavera, rastreando por las calles un afán ingenuo y viejo, empezamos a buscar el tiempo pasado de Sevilla, queriendo escucharlo de nuevo, queriendo sentirlo otra vez.

Nos acercan al proceso signos que identificamos: la papeleta de sitio que vivifica nuestra pertenencia a la Hermandad, los carteles de silleros en lo que será carrera oficial. Todos miramos hacia el naranjo que tiene que explotar, dando el blanco banderazo de salida. Nos queremos inundar de la risa de las flores, del perfume del azahar.

Faltando una semana llegará la voz de siempre, la de un buen sevillano que, a veces con arte y siempre con pasión, anunciará a Sevilla que estamos cerca del éxtasis. Cada día de esa semana es como un peldaño hacia la gloria.

En la fiesta tierna y sentimental de los Siete Dolores, la Anunciación se queda pequeña para contener la ingente multitud que pugna por arrodillarse a los pies de la Virgen del Valle, para aliviarle la pena de su infinito quebranto mientras desciende lentamente, en medio de un silencio en el que sólo se escucha un palpitar de corazones. Horas antes, in ictu oculi, la Hermandad de la Quinta Angustia ha representado el triunfo total de la armonía en la impactante visión del mundo barroco montado en su altar de bronce y madera, al que sólo le falta el sentir doliente de los Cristos pasionales de Sevilla. Así se produce otra de la paradojas penitenciales: Cristo del Descendimiento, ascendido a la Cruz.

La noche del Viernes Doloroso descorre su cortina para que Sevilla vea ya transparentarse la Semana Santa a través del visillo del Sábado de Pasión, por el que todos atisbamos sensaciones que se traslucen de manera vaporosa. Con las primeras sombras de la tarde, en San Pablo, entre voces conventuales, oraciones calladas y cantos penitenciales, la imagen del Calvario se eleva buscando el monte tallado de madera. El que os habla quisiera agarrarse a esa cruz y buscar ansiosamente esa lanzada del costado donde descansa el amor; la corona de espinas donde medita el bien; los clavos de sus manos donde la paz florece como lirio constante. Figura donde encuentro‚ cada vez que noto el corazón lastimado, bálsamo que me hace sentirlo como fruta nueva entre mis manos. En sus ojos, los de Dios. En su boca, el beso de todas las cosas que sueñan hacerse eternidad.

Ya está Cristo en el monte anclado. Primer golpe del martillo: llamada de atención. Apelamos a las conciencias: Cristo del Calvario ayúdanos a aceptar la cruz de la vida. Segundo golpe, más hondo y firme; hay que tomar impulso, tensar las articulaciones: Cristo del Calvario, danos fuerzas. Tercer golpe, definitivo; las piernas están sufriendo, los riñones lo han sentido, el cuello soporta el peso de tu inmenso sacrificio, y todo el que presencia tu ascensión y tu traslado no puede sino cantarte con emoción y timidez de hijo arrepentido: Cristo del Calvario, perdón y clemencia. Conforme se acerca al coro, el canto se va haciendo más firme, menos penoso, con más esperanza cierta de que la petición sea oída. Porque allí mismo le espera la Señora de la armonía, la dulzura hecha belleza, la pudorosa expresión del dolor y de la pena, la Niña presentada al templo ahora convertida en Madre de Dios y de un pueblo que eleva su canto al descubrir en Ella a la verdadera mediadora de la Humanidad. La noche se echa sobre la ciudad, pero hay más luz que nunca. El tenue velo del Sábado se ha rasgado y deja ver la claridad presentida del Domingo de Ramos. Hemos entrado en el tiempo sagrado: comienza la obra redentora de Cristo en su Pasión. Así su muerte será el puente que nos transporte a la Gloria de la Resurrección.


V. RECREAR LA CIUDAD
Y TODO PARECE NUEVO

Se abre el gran día de Sevilla. El Domingo de Ramos es el arco de triunfo por el que entra Dios en esta Tierra. Arco de olivos y palmas, símbolos de la confesión de la fe que abren las puertas del mundo de las vivencias con más ilusión esperadas.

Hay que aprehenderlo con los cinco sentidos, nada nos puede ser ajeno. Descubrimos plazas, nos alegramos con las personas que reecontramos en este ciclo anual, pasamos por calles por las que nunca se pasa, cruzamos por primera vez la carrera y nos trae mundos de recuerdos el olor de la enea de las sillas. Pensamos nuevos planes para luego ver como es el amor -programa supremo y único de la Semana Santa- quien nos lleva donde siempre, donde una vez fuimos heridos.

Es la gran mañana, el día familiar en el que los padres enseñamos a nuestros hijos la Semana Santa. De la mano, en brazos, explicándoles las cosas o dejándoles en la admiración de lo inédito hasta que se convierte en cotidiano, en clásico. Como la que mis padres me mostraron, como la que yo he pretendido legar a Marta, Cristina y Juan Carlos, a los que les pido, si Dios me diera salud, me permitan algún día poder ilustrar a mis nietos; que muchas semanas santas han enseñado los abuelos -tan olvidados- mientras los padres se iban a ver cofradías.

La familia es baluarte imprescindible en esta correa de transmisión. Me viene a la memoria al hablar de mis hijos, porque todos los sentimos como nuestros, que este año habrá en Sevilla tres niños inocentes sin las manos y los brazos donde dulcemente hacer su iniciación en aquello que tanto amaban sus padres. ¡Qué difícil será decir con el Señor de las Siete Palabras, este año, «Perdónalos porque no saben lo que hacen»19; qué difícil será para quien haya asumido la hermosa tarea de reemplazar lo irremplazable, explicarles el sacrificio y la renuncia de ser cristianos, cofrades y sevillanos. Y de serlo de verdad, perdonando siempre. Que el elocuente silencio de Sevilla se alce esta Semana Santa para que sólo se oiga la voz de Dios desde el Calvario, diciendo sus Siete Palabras de dolor y de perdón. Y nosotros, haciendo nuestra su voz, tomando de él las fuerzas que nos faltan, pidámosle que por su paz y su amor nunca le vuelvan a robar a un niño la alegría de su Domingo de Ramos.

Hay que echarse a la calle y plantarse en el Salvador para presenciar las escenas ingenuas y espontáneas de los niños de albo con la roja cruz en su pecho, algunas abultadas por los dulces deseos guardados, que quieren compartir con los que les observan. El tono rojizo y piedra de la fachada se ve comido por el áureo paso de La Borriquita, en la que Jesús entra en Sevilla acompañado por el particular Hosanna que interpreta la banda siguiendo el compás que le marca el movimiento oscilante de las palmas. Y Zaqueo en la copa corta ramas y las esparce para que se distribuya la fe entre los futuros cofrades. Cristo, en la proa del paso de los niños, va bendiciendo sereno, sabedor del final del camino. Es la primera vez que no rehuye un homenaje, que se siente a gusto y tranquilo: «Dejad que los niños se acerquen a Mí», va diciendo a los que le acompañan. Y los párvulos entusiasmados quieren subir al jumento y trepar por la palmera.


LA VIVENCIA DE LA TARDE

Salgamos al encuentro de Jesús Sacramentado en la Iglesia de los Terceros. In Coena Domini para Sevilla. Él maestro, con el cáliz de su sangre en la mano, nos invita al cenáculo y nos hace una promesa: «Os digo que desde ahora no beberé de ese producto de la vid, hasta el día aquél en que no lo beba con vosotros en el reino de mi Padre». Y Cristo acepta con Humildad y Paciencia el sacrificio de su sangre derramada. La Virgen del Subterráneo, llorando por su hijo, tan humillado, y consolada por la promesa del pan y el vino, une Pasión, Dolor y Sacramento en su Sagrario perfecto. Su mirada baja nos recuerda la oscuridad que evoca su nombre, pero su bella cara nos da la luz; y la rosa de Pasión que nos ofrece nos sacará de la sombra y derrotará la nada.

Orillando su antigua sede escolapia, vemos el primer terciopelo morado y verde; el primer Jesús Nazareno que fatigado y vencido recibe la ayuda cirinea entre seis faroles de oriental remate. La Virgen aún no ha salido, pero el nerviosismo en la calle se hace casi visible; ya están fuera los ciriales, y hay una expectación como de noche de diciembre. ¡Qué vuelco da el corazón al ver aparecer, tan despacio, verdaderamente nacida del seno maternal de la Iglesia, nuestra Gracia y nuestra Esperanza! ¡Qué inagotable emoción, estrenada cada año, al ver el primer palio! Antes de que se aparezca ya lo anuncia su música de plata. Sale a la luz la primera perilla encorbatada por un borlón tembloroso, golpea en las columnas plateadas que soportan el fantástico arquitrabe bordado, y en toda la plaza se oye la más acompasada y fina marcha que ningún compositor escribiera: son los músicos treinta y seis corazones hermanados en la trabajadera; el director, el capataz; los instrumentos, doce columnas de plata acariciadas por primorosas bambalinas y la partitura esa Gracia tan pura y esa Esperanza tan plena que sólo bajo la Giralda podía ser cobijada. Aparece la primera tanda de cera entre la vegetal primavera que abriga el alma buena del más humilde arzobispo, en Roma beato, aquí santo. Ya están fuera el segundo par de varales, y el tercero, y el cuarto, y el argentino tintineo de las bambalinas que mejor suenan de Sevilla parece ahora -visible ya todo el paso, arremolinado el incienso, dispuestos los músicos para iniciar la marcha real- sonar a golpe de incensario ante su Divina Majestad. Aquí está la Gracia de Sevilla, y a su alrededor el aire de la tarde trenza esta verdad sin apremio, que al oído nos revela: hasta sobre las pobres cenizas del Osario que pisamos, la Esperanza a la muerte otra vez ha derrotado en Sevilla.

La tarde ya no blande el tórrido calor que recordaba al verano; ya no pesa la chaqueta estrenada. Jesús Despojado va entrando en su barrio. Los niños de la Borriquita sueñan que pase otro año. En Carrera ya tenemos los grandes amores blancos que nos llegaron del Porvenir. Desde la Puerta de Córdoba, la Virgen de la Hiniesta va llegando a la Campana desparramando el azul de su palio que cubre la ciudad todo el año por ser su dueña y su protectora. Y en Triana ya se alegran de estrenar Semana Santa.

Son las siete y media. Las hojas de San Juan de la Palma se abren para que Sevilla respire las mejores esencias cofrades, para vivir la Pasión en blanco silencio, de desprecio y de amargura. La cruz de carey y plata se abre paso entre las gentes que se agolpan; cipreses blancos van poniendo la serenidad en el ánimo y el sentido de la mesura que Sevilla no debe olvidar. Un barco dorado y grandioso navega entre las multitudes. De la Iglesia de Juan, Cristo sale maniatado por orden del mismo Tetrarca que mandó matar al Bautista. Está siendo interrogado, pero Jesús guarda silencio. El cuerpo parece ir encorvando, como si lo preparara para recibir la cruz. Herodes, sintiéndose despreciado, le desprecia. ¡Qué magnifica lección para el poder de esta tierra! El desprecio al poder por parte de los despreciados.

La Virgen de la Amargura ya reina en nuestras calles. Donde la claridad se ha perdido, la asume entera su palio, su manto, su candelería, su corona, sus ángeles de entrevarales. El que es canon de los palios de Sevilla se mueve con dulzura, andando sobre los pies; al son del gran pentagrama pasional, lentamente, va avanzando. En él, María, la mujer madura consciente de un dolor que no es pasivo, sino vigoroso, enérgico, inmensa aflicción sin consuelo que llora la carne de su carne herida y despreciada; María, la Madre dolida en su seno: desde que engendró a su Hijo hasta el padecer postrero. Por eso en toda la ciudad se escuchan sus gemidos, llanto amargo por el Hijo muerto.

Se dice que esta cofradía es completa pensando sólo en el peso de su arte, en el valor de su cortejo. Pero con ello se quiere señalar también -y es urgente decirlo, para que todo no parezca externo- que remata su perfección y la hace tan completa la llama de amor inquebrantable que arde en los ojos de la Virgen, que entre tanto dolor proclama que Dios es luz para los humanos. Y cuando ese palio se va alejando, y no podemos consolarnos de que Ella nos deje ni aun contemplando la cascada espléndida del bordado de su manto, el aura de sus cirios o la penumbra de sus candelabros, nos quedamos estremecidos al sentir en nosotros, porque la Virgen nos ha revelado, al mirarnos, la auténtica paradoja de nuestra Semana Santa: Amargura de María es divino dolor que redime. Como dijo un hermano mío, que por haber nacido y sido bautizado a las plantas de la Amargura quiso ser aquí su pregonero, de los labios de esta Virgen nace la palabra de Teresa: «Sólo Dios basta». Ahora uno mi voz a la suya, en la Hermandad que nos da el Calvario, para decirle a su Reina amarga:

Aun en el desprecio y en el dolor extremo...
Aun cuando nos perdamos en la vida...
Aun cuando Dios parezca lejos...
Y aun si lo negamos y le volvemos la cara,
Tú nunca nos la vuelvas
ni nos dejes de tu mano,
para que viendo tanta fe triunfar sobre tanto dolor
podamos contigo decir, Amargura: «Sólo Dios basta».


LA NOCHE SE VUELVE ÍNTIMA

Volvemos al primer escenario. La plaza del Salvador cambia el blanco por el negro, el algodón por el ruán, las alegrías infantiles por oraciones apasionadas, Cristo Rey por Cristo del Amor. La misma rampa del Hosanna nos trae ahora la Muerte por el Amor transfigurada. Porque no es el Amor quien muere, somos nosotros mismos si no entendiéramos que, en Sevilla, a esta muerte se le llama Amor de Cristo.

Negros nazarenos pasan con la llama del cirio hacia el cielo, como techo que a dos aguas quiere construir una casa, que dé cabida a la llama apasionada del Amor al que acompañan. Viene sobre canasto barroco, dorado destello en la noche de penumbra; la roca del Calvario se ha vuelto roja por la sangre derramada, que al ser de Amor torna la piedra en clavel. A los pies de la cruz, el simbólico pelícano. Los seis candelabros, con sus reflejos de fuego, muestran en el fuerte cuerpo broncíneo cómo por la omnipotencia de Dios y la fe de un pueblo, en Sevilla, a esta muerte se le llama Amor de Cristo.

No cantemos sólo a las flores en las que la sangre se ha convertido. Hay que hacerla florecer en todos los momentos que vivimos; para crear nuevos mundos, para extender su palabra, para que recuerden todas nuestras Hermandades que cuando la palabra no tiene vida, mata. Mas no es el amor quien muere; somos nosotros mismos, si no entendemos que, en Sevilla, a esta muerte se le llama Amor de Cristo.

El día está vencido. Pero hay una Estrella que vaga. Dicen que al entrar por la Puerta de Triana se ha llevado toda la luz del sol que trajo el gran Domingo, al entregar los mensajes que del arrabal ha traído como primera emisaria del pesar que allí se siente por las Penas de su Hijo.
Y al pasar por la Magdalena, Juan Sierra la ha llamado «la sangre más limpia de Triana». Apagada se queda Triana sin la Estrella que le guía.

El que os habla, va a buscar esa Estrella sin cuya brújula no se orienta. Y cuando con Ella se encuentra, para él comienza una noche más íntima, más pequeña; donde cabe justamente la sangre de un solo Hombre. La noche aumenta el pálpito entre dolor y alegría. Son las dos de la madrugada en el Puente de Triana. Hay un silencio antiguo que yace en el fondo del río.

En mi interior hay un hueco de silencio desde el año 92, cuando en la madrugada del Lunes de Pasión el buen Castellano Viejo, sevillano militante, fue llamado por Dios a su eterna Casa. A los siete días justos, los albicelestes nazarenos me rodearon en el puente, llevándome hasta la Virgen. Tras la llamada del martillo, el capataz alertó a la cuadrilla del espíritu de esa levantá. Asunta fue la Virgen por sus costaleros mientras un Padre Nuestro era musitado bajo los antifaces morados. El aire temblaba como si estuviera recién nacido. Cubrió como un bálsamo la herida de la muerte una mirada con olor a nardos divinos. Mientras el paso avanzaba al son de un triste tambor, en la oscuridad del puente, mis ojos se encontraron con los de la Virgen, y en ellos vi que no había olvidado al hombre modesto y bueno, que Ella sabía que él la había tenido por la Virgen Valiente de infinita belleza, y que así se lo enseñó a sus hijos. Su mirada fue entonces de Madre, mi dolor relicario en sus manos y quedó la memoria del castellano unida ya para siempre a la pálida luz de la Estrella única del Domingo de Ramos. Entonces entendí -tan reciente aún el dolor de la pérdida- las palabras del Evangelista: «Dios es luz sin mezcla de tinieblas... Dios es amor... y en el amor no cabe el temor». Y ellas corroboraban las más sencillas que mi padre siempre decía en coloquial manera: «mira hijo, a los difuntos amarlos en vida y rezarles cuando mueran, y al Señor pedirle siempre ni poderes ni riquezas, sino que nos ayude en la vida con honradez y firmeza y dulce muerte nos dé, cuando vivirla no pueda». Por eso voy, iré e irán mis hijos a buscar tu consuelo sobre el puente, a perseguir tu luz cuando deja Sevilla para sentirme Triana que acude a recibirte, Virgen bendita y buena de la Estrella, fino bálsamo de nardo que sana el corazón desgarrado.

Llegada la que es Estrella al Altozano, la claridad de sus ojos por calle San Jacinto se expande a Triana entera, que Ella es como el principio, el arjé‚ de este alfoz de la ribera, pues su luz nos saca de la ceguera, nos trae agua para saciarnos la sed, con sus manos alfareras dulcemente nos moldea y con su soplo de pena nos da la vida nueva. Y dicen los trianeros que Justa y Rufina han cambiado el torno por el cincel, para labrarle una corona que el pueblo le quiere poner. Avanza hacia su capilla y el azul de su palio desborda y cubre la noche negra: que en ese firmamento sólo habrá una Estrella. Vuelta hacia su pueblo que ansia coronarla, que no quiere que se vaya, que no quiere perderla, nos recuerda su luz fugitiva que cuando en el mar de este mundo nos perdamos, en Triana hay un faro de vida nueva que las tempestades calma y el alma eleva.


VI. BELLOS MISTERIOS DE AMOR
BELLOS MISTERIOS DE AMOR

Martes y Miércoles Santo. Ya no hay río en la Semana Santa, pero si hay puentes, algunos ya sólo vivos en la memoria, que unen el centro y las barriadas. Días para ver el más difícil diálogo entre una ojiva y un palio.

In gremio matris sedit sapientia patris. En el seno de la Madre reside la sabiduría del Padre. Por ello la Virgen en Sevilla es señal de nueva vida. Y en su seno se recrea la vida de la ciudad como si cada primavera fuera un adviento de eterna esperanza. Así ocurre en mi casa con dos advocaciones distintas, pero iguales en el fundamento de la sabiduría de Cristo y el sostén de la esperanza de María que nos une.

Candelaria, nacida por el empeño de un hombre sencillo cuya fe fue probada en la enfermedad de un ser querido. ¿Puede haber cosa más grande nacida de más pequeño y entrañable origen? En Sevilla las promesas tienen valor sagrado, y por ello de ellas pueden nacer, desde el más modesto origen, luces de santas candelas que alumbren a la ciudad por muchos años. En Sevilla ni las penas, ni la enfermedad, ni hasta la muerte, son soledades ni oscuridades absolutas, cuando las iluminan estas candelas que derrotan negruras en las madrugadas de los jardines de nuestras almas. ¡Madre de las familias, candela de los hogares!

¡Cuántos secretos de amor, desde aquel del Planeta, no hay puestos a tus plantas! Os voy a contar el mío. Lleva Candelaria en su talla el rostro añorado de aquella joven que un día con sólo dieciséis años puso su cara a esa Imagen, puso en sus ojos su llanto. Iba el artista imaginero a la tienda familiar de honrados montañeses, frente a San Nicolás, a tomar apuntes de la bella joven. Su madre, le preguntó un día por sus intenciones, y el artista le dijo: «no se ofenda señora, que estoy tomando apuntes de su hija porque me han encargado una virgen que se llamará Candelaria». Misterios de amor de Sevilla, ¿quién los conoce? Ese era el llanto de mi madre todos los martes santos. Porque esa buena mujer celosa de la inocencia de la bella joven era su madre, y la joven su hermana, hoy en la gloria eterna que vive junto a los santos y en la gloria sevillana que vive su rostro al ser el de la Candelaria, por eso no sólo santa madre para los míos, sino tía y hermana, carne nuestra y familia verdadera. ¿Cómo iba a sospechar ese misterio de amor aquel niño que en la alegre bulla del Martes Santo le daba a su madre la mano para consolarla, un poco asustado al verla llorar tanto? ¿Cómo podía saber que esas lágrimas eran no tristeza, sino la más pura emoción, la más honda alegría, milagro de esta Sevilla en la que los hombres buenos y sencillos cumplen sus promesas haciendo cofradías y los artistas ponen a las vírgenes caras de jóvenes, sevillanas en su belleza y nazarenas en la flor de su inocencia?.

El manto del Refugio cubre todo San Bernardo. Bajo él, en la calle Almonacid, nació mi madre.

Esa Virgen a la que ni los oros de su paso arrebatan su sencillez fue confesionario de mis inocentes pecados veniales infantiles. ¡Cuánto le he rezado pidiéndole Refugio! ¡Cuánto hemos de rezarle todos para que conserve en nuestra Semana Santa el sentido de barrio, de lo popular, de lo cercano, de los niños por el puente con su antifaz levantado, de la foto en la cartera, de la charla que mantienen las mujeres sencillas al filo de su manto!

En la calle San José‚ despido cada año a la Candelaria. Parece cansada en la madrugada, fatiga de candelería gastada, pero yo veo en su rostro la felicidad que siento en el mío, y la imagino gozosa al ver que la familia sigue cerca de Ella con la túnica, con el costal o vistiéndola amorosamente.

Llega la tarde del Miércoles Santo, y mis dos vírgenes familiares, nuestra Candela y nuestro Refugio, que como un símbolo salvífico tienen como Hijo a la Salud nazarena y crucificada, se miran cara a cara. Recibo a mi madre del Refugio a la altura del convento de Madre de Dios: las monjas entonan la salve y el aire se hace divino. El sol golpea su dorado y sevillano palio, que se levanta a pulso ante la puerta de San Nicolás, delante del azulejo azul, muy despacio, como si no quisiera espantar a las palomas que desde el varal de la Candelaria han volado para saludarla y se han posado en las perillas de su palio. La música suena alegre; hay un momento esencial, en que parece que las dos imágenes se encuentran, que algo grande va a pasar: nadie quiere llorar, porque las lágrimas pueden llegar a consolarnos y queremos guardar esta emoción entera sin desahogo; nadie quiere quitar los ojos de ambas, porque lo externo nos puede engañar. Pasa el momento. Es entonces cuando cerramos los ojos para volver a ver el instante en que la Madre de Dios, una vez más, nos ha hecho rezar nuestra más íntima oración sevillana. Es entonces cuando, oyendo la música alejarse, mientras se cierran las puertas de San Nicolás, nos permitimos llorar.

Sabiduría de María, sabiduría popular. Candela para guiar el camino, Refugio por Caridad cuando el alma extenuada no se sepa dónde cobijar. Cercanos a la casa del Señor de Sevilla, bajo el verde dosel de la Plaza de San Lorenzo, la Hermandad franciscana nos presenta este año la soledad del Buen Fin de Cristo. Y antes de que la afilada esquina nos muestre la floración en lágrimas de la Palma Dolorosa, un sonido de oro y marfil nos anuncia a la que trae el amor universal del pobre de Asís. Tal vez porque Francisco fue el primero en montar un nacimiento, estos hermanos suyos que convierten la túnica en el hábito que visten sus hijos, también han convertido su hermandad en amoroso portal franciscano que da acogimiento y procura curación a los niños más amados por Dios.

Para cualquiera que durante el año pise la capilla de San Andrés, se hace incomprensible como el Miércoles Santo puede salir de allí tan inmenso canasto, tan frondoso olivo y tan rotundo y romántico palio; es como si en la tarde santa la capilla se convirtiera en una versión sevillana de la multiplicación de los panes y los peces. Qué sensación tan especial es la de ponerse por primera vez un antifaz: el mundo de momento se te encoge. Y surge otro interior, con elementos que definen el ritual: olores, sentimientos, motivaciones, sonidos que nunca podrás olvidar. Te sientes tan solo, y llegas a conocer tanta Sevilla. Ansioso estoy por que llegue este Miércoles y entregue a mi hijo Juan Carlos los atributos más preclaros del más hondo ser sevillano, su iniciación cofrade y nazarena. Ansioso estoy de ver esos ojos vivarachos entre los negros ojales. Entonces le pediré a la Virgen, tan hermosa tras su cruz de fuego, que sea la regla de su caminar por esta vida, y que haga fructificar más cada día el grano de la espiga de su fe. Y al Señor, tan manso en su prendimiento, le pediré que le otorgue serena aceptación de lo bueno y de lo malo que la vida le depare; que le enseñe que no hay nada que justifique sacar una espada, aunque fuera el primero de entre los discípulos presto a defender a su maestro; que su alma sea siempre bandera de paz, tan blanca como la túnica que viste a nuestro Poder Soberano.

Virgen hermosa de Regla, que él siempre te vea como yo te soñaba de pequeño, refugiado tras el costado de tu paso, enamorado de Ti al ver entre los varales el aura rojiza de la hoguera del amor que llevas dentro. Virgen fecunda como espiga madura, ayúdale a pasar la hojas secas del árbol de su vida. Amapola dorada por el sol que cuaja los trigos, sencilla reina coronada sin estrellas y vestida con blonda inmaculada no atravesada por puñal dolorido, busco en tu cara morena y dulce la de una madre que una en un mismo espíritu a un padre y a un hijo que a tus plantas se abrazarán, vestidos de nazareno, este Miércoles Santo. Limpio trigal en el que no puede haber cizaña, Virgen bendita de Regla, sé Tú para él siempre la suprema ley cofrade y cristiana, la Regla del amor más puro, la Virgen madre sevillana.


EN LA ÚLTIMA CENA DEL SEÑOR

Por la mañana, al igual que Pedro y Juan fueron de Betania a Jerusalén, a comprar el cordero y prepararlo todo para la tarde, Sevilla sale a la calle con elegancia de riguroso oscuro, como corresponde a quienes se saben invitados, más que a un duelo, al banquete del Místico Cordero.

Mientras esto hacían sus discípulos, Jesús fue a visitar a su Madre para despedirse. ¡Cuántas lágrimas no debió derramar la que ya no lo vería sino azotado, coronado de espinas, curvada su espalda por el peso del madero, tendiendo la mano a las mujeres santas! ¡Cuántas lágrimas no debieron correr por su rostro, sabiendo que no lo volvería a abrazar ya más que muerto, al pie de la cruz descendido! Por eso se anticipan las cinco angustias y se clavan en el corazón de María la tarde del Jueves Santo. Sabiéndolo los sevillanos acuden a Santa Catalina para enjugar las lágrimas de María, que ya presiente la futura Exaltación de su Hijo a la Cruz. Para engañarla, para que no sufra tanto, le dicen sus hijos de Gerona, de Sol, de la plaza de los Terceros, de Bustos Tavera, que ya pasó el dolor y su hijo está resucitado, que no son sayones quienes alzan la cruz, sino los priostes trasladando al Cristo de la Exaltación hasta su altar de cultos.

En la capilla de la auténtica Realeza, los ángeles acuden a consolarla, que no basta el consuelo humano para aliviar la pena de la madre de Fundación, carne muerta crucificada. En el convento de Montesión Jesús pasa angustias de muerte en el Monte de los Olivos, que en Sevilla se llama Plaza de los Carros. Allí comienza el drama. Se han dormido quienes no ha mucho rato le habían hecho promesa de defenderle hasta perder la vida, y Jesús les suplica que no quiere velar solo. Qué reclinatorio más áspero encontró el Cordero: hasta el óleo del olivo se transforma en alpechín. Qué humana reacción de miedo y desconsuelo cuando dijo: «Aparta de mí este Cáliz».

Gotas de sangre por el rostro van bajando, buscando fortalecer el corazón despiadadamente abandonado. Cristo sufriendo, clamando. Misterio de dolor incomprensible que se hace de gozo cuando suenan rosarios en la calle Feria y de gloria en el rostro inocente de la Virgen del Rosario. Por ello sus hermanos a través de los paños de sus bocinas un grito a Sevilla le van dando: ¿Por qué dormís? Levantaos y orad. Sevilla, despierta, llama a la Madre para que consuele a su Hijo. Sevilla, orando y velando, tantos siglos, tantas vidas, en la pequeña capilla de Montesión, quiere que sea la Madre, y no el Ángel, quien consuele al Señor abandonado, quien empape la sangre de su frente, quien coja las manos que se abaten a sus costados y le diga: Contigo oramos y velamos, Señor de la Oración, padre del rezo extremo, Dios de la súplica confiada, guardián del más hermoso secreto -el poder de la oración- cuajado en las cuentas de tu Madre del Rosario. ¡Cómo sabe Sevilla unir los misterios!.

Oficios de Jueves Santo. De la fábrica de Tabacos partió la cumbre del clasicismo del bordado y la joya de la escultura mariana para encontrar cuanto antes el escenario idóneo que albergue a tan gran belleza y hermosura que no es posible compararla. Victoria sobre los dolores del ultraje de su Hijo, sobre los latigazos que producen el morado de las túnicas nazarenas. Sólo hay decir su nombre para que desde el blasón real hasta la más modesta obrera todos reconozcan la cifra de finura y gentileza. Sólo hay que decir Victoria para que toda Sevilla sepa cuál es la medida de su sereno dolor y su belleza. Una tarde de Jueves Santo, a su paso por la Magdalena, se mezclaron en el interior del Templo los acordes de una marcha con el alabado que entonaba el pueblo en la procesión claustral que discurre por las naves de la Iglesia, entre mantillas y nazarenos morados. Suena en la calle la música que acompaña a la Victoria, suena en el templo el canto que alaba al Santísimo; andan en un supremo momento en paralelo los dos palios, uno bajo la bóveda del cielo de Sevilla en la tarde de Jueves Santo, otro entre las barrocas pinturas de la Magdalena, acogiendo dos formas de amar a Cristo.

En la tarde del Jueves Santo, dos palios andan por la Magdalena, cobijando a Dios Vivo y a su más hermosa Madre; llevan al primero los hombres, sostienen al segundo los santos.


EL VIVIR PASIONAL

A partir de estos momentos la Pasión se intensifica en los corazones de los sevillanos, lo blanco se vuelve ocre, el cielo azul se siente ajado. La ciudad une Jueves y Viernes Santo a través de la ardiente Madrugada en la que Jesús abraza la cruz para llevarla al límite del poder y de la fuerza hasta el Monte Calvario, donde será crucificado.

El Pretorio está en la antigua casa universitaria. Anunciación dolorosa, donde Dios es coronado por burlescas espinas que rasgan la carne y el alma con fiereza. La calle Laraña se transforma en la de la Amargura y Jesús extiende su mano, en nombre de una Humanidad que necesita ayuda. Sólo una mujer le socorre, sin pensar en las consecuencias; sólo una mujer quiere enjugar su cara en la que ya más que a Dios se ve al hombre sufriente. ¿Quién puede decir tras ver estos pasos, que el mensaje de Cristo no está vivo? ¿Que la Semana Santa no tiene actualidad? ¿Cuántas manos extendidas rechazamos? ¿Cuántas almas están dispuestas a ser blanco lienzo en que por amor quede impresa la Santa Faz? ¡Qué tristeza contemplar ese Hijo! ¡Qué no sentiría esa Madre, que en la geometría perfecta de su bello y antiguo pabellón de terciopelo y plata deja correr el manantial de las aguas lloradas por sus ojos verdes, lágrimas brillantes como estrellas iluminadas por las ardientes puntas de sus estalactitas menguadas! La belleza de la ciudad se multiplica y se inunda de divinas armonías cuando el Valle va pasando entre flores inmortales, entre músicas eternas, entre ardientes corazones que se extasían, y se pierden, en el fondo de su larga mirada de cándida flor que ni el más grande dolor marchita. Cada uno de los siete dolores que siente la Virgen del Valle es el precio de un rescate.

¡Virgen de músicos hondos y de pregoneros grandes, Virgen de la tradición de Sevilla, azucena delicada y hermosa que custodia y guarda la pureza de nuestra Semana Santa!

Estará el Valle exhausto, olor de cera quemada en la oscuridad jesuítica, cuando llegue hasta los tres pasos el eco de los tambores de la Centuria. La Anunciación vuelve a ser Pretorio. En el estremecimiento último de la Madrugada, en el frío primero de la mañana, antifaces trágicos, morados, anuncian la Sentencia de muerte. Lee el sayón su pregón. Suplica Prócula, se inclina Pilatos. El viento frío del amanecer mueve las plumas blancas. Cristo está quieto, triste, ensimismado. Hay una levantá capaz de alzar todos los mármoles de Roma. Suenan las cornetas y tambores de la Centuria. Gira el Pretorio macareno buscando el calor de sus hijos del mercado de la Encarnación. Avanza un bosque de capirotes verdes que siguen a los hombres de coraza y plumaje. Todos intuyen por qué las fragancias son más frescas, las nostalgias más divinas. La realeza de su paso emite una llama de amor cuya luz te envuelve. ¿Cómo la veremos hoy? Porque Ella nunca es la misma: yo la he visto como Mujer que espera, como Reina de un pueblo, como Madre que no pierde su celestial sonrisa. Sólo en una cosa no cambia, en la firmeza de su Esperanza, ancla segura y divina, columna que nuestra fe sostiene, promesa de seguro cumplida. ¿Qué cosa mejor le podemos decir, que lo que ella lleva bordado en su palio y lo que sus hijos llevan grabado en su medalla? ¡Causa de nuestra alegría, Estrella de la Mañana, sé siempre nuestra Esperanza!


LA LARGA Y PENOSA CALLE DE LA AMARGURA

Cristo ya está condenado. En San Antonio Abad Jesús Nazareno abraza su cruz, y Sevilla se para a rezarle a las Cinco Llagas de Cristo, cinco fuentes de vida, cinco granos de incienso purificadores. La noche y la luna envidian el carey y la plata de la cruz mejor abrazada. Cuando el rey David enfila majestuoso el camino de su casa, el aire se queda lleno de misterio y de añoranza, atravesado por las antiguas saetillas; y sus primitivos nazarenos unen por los hilos invisibles del Amor la historia de las cofradías sevillanas.

La luna de Parasceve ilumina la noche. Jesús Nazareno, manso Cordero, anda sobre la tierra. La cera roja va guiando los pasos de Jesús de la Pasión. Estamos ante la perfección del amor de Dios preso en el cuerpo de un hombre. Es el momento en el que el tiempo no existe. Nos centramos en un instante eterno en el que se pierde la memoria. Nada se excede, nada desborda. Silencio y paz por las calles. Ni la plata que lo sostiene altera la armonía idealizada. ¿Cómo puedes ser a la vez tan Dios y tan humano, Señor de la Pasión? A ti me enseñaron a rezarte cuando a Dios imaginar no podía. A ti me encomendó mi padre cuando ni la corona ni las espinas presentía. A tus plantas está mi infancia, en tus manos mi memoria más pura. Sereno refugio de lo que dimos por perdido, es ahora cuando comprendo las palabras del hombre bueno que señalándote me dijo: éste es Dios, hijo mío; sé manso y bueno como Él para que un día podamos abrazarnos en el eterno resplandor de su gloria. Señor de la Pasión, Dios sereno de Sevilla, bendícenos desde tu paso con la paz de tu hermosura haciendo más sagrado el Jueves Santo.

Acabó el Jueves Santo. El golpe del martillo resuena en la plaza. La llamada se propaga a la ciudad entera y se trasmite la noticia: «Ya esta el Señor en la calle». Y sabiendo cuanto le esperan, el Señor se entrega a Sevilla, y ésta lo lleva sobre sus hombros, y le otorga la larga zancada poderosa y el milagro del movimiento pendular -humano- de su túnica. Mis retinas siempre guardarán los dos VíaCrucis en que le acompañé. Las caras de aquellas personas que mezclaban las lágrimas con el rezo, que elevaban las manos para tocar las andas del Señor; y si no llegaban, tocaban a quienes lo llevaban, como si algo de su bondad y de su Poder se les hubiera contagiado. En la Madrugada del Viernes Santo, Él viene a Sevilla, y ésta jamás falta ni faltará a la cita consumada en sus calles entre sobrecogido y respetuoso silencio. A la luz de sus faroles irá recogiendo las súplicas de su pueblo, al que cada golpe de martillo le sonará a llamada al arrepentimiento. Cuando el Señor se aleje habrá quedado flotando una estela de sobrecogimiento y el estupor de las grandes conmociones del alma. En la carrera se ha guardado respetuoso silencio, durante el paso de los nazarenos negros. El bello rostro de la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso, en su diálogo con Juan Evangelista, entronizados en ese paradigma de la belleza clásica que es su paso de palio, cierra el cortejo: Dolor y Traspaso, buen nombre para la Madre que va tras su hijo, oyendo confesiones, abrazando arrepentimientos, animando siempre a seguir la estela del barco morado y oro.

Esto es lo que yo presiento, porque no puedo verlo. Por eso ante tus ojos en determinadas noches privilegiadas ante tus plantas me arrodillo y en la soledad de tu Casa te rezo diciendo:

Déjame, Señor, que hunda todos mis malos recuerdos
en el lago oculto de las llagas de tu cuerpo.
Déjame, Señor, que recline mis ojos con sus frías
miradas en tus manos dolosas, para no quedar ciego.
Déjame, Señor, que descanse mi boca con sus agrias
palabras en tus pies desvestidos que injustamente beso.
Déjame, Señor, que te entregue esta sangre que rueda
por mi cuerpo sin posible consuelo,
hasta otorgarme el perdón que por mí no merezco,
y sólo por tu misericordia alcanzo;
por el Gran Poder de Dios que yo de rodillas acepto.

En la larga andadura hasta el Calvario Jesús cae tres veces: la primera en San Vicente, la segunda en Triana y la tercera ascendiendo la Costanilla que lleva hasta San Isidoro, el Gólgota hispalense. Qué ejercicio de buena y honda sevillanía es contemplar esta cofradía en el sosiego de la noche del Viernes Santo. Sus disciplinados nazarenos son los únicos del día que guardan luto por la muerte de Jesús. Hay que ver la cofradía de principio a fin, desde la Cruz de Guía de fina madera labrada al bizantino resplandor del manto, para apreciar todos los detalles que la hacen gloria de Sevilla. Hay que ver a ese cirineo de ropa tallada a usanza campesina completando un paso de Cristo en el que la ciudad triunfa en arte y en nobleza. Hay que ver el palio inspirado en el tapiz de terliz, toda la sabiduría isidoriana que inspiró el saber cristiano que hizo a la ciudad capaz de alzar tan bello y áureo templo a la reina de Loreto.

Ya es Viernes Santo, día de quietud, de silencios importantes. Muerta está la noche más larga y sufriente de la Humanidad. La mañana nos ha reconocido entre la Angustia más alegre y las Esperanzas más ciertas. Qué difícil es contar lo que no es mensurable. La sapiencia de un pueblo, el sentir de sus calles, el diálogo entre una celosa torre mudéjar y una torre cristiana enamorada de una Virgen morena. Que no tema la torre mudéjar, que la Esperanza no se quedará con la cristiana, que sólo sueña con volver a Triana, que es de visita como cruza a Sevilla. Que no tema la torre mudéjar, que ni bronces, ni palacios, ni alcázares, ni catedrales harán que la Virgen olvide a Triana. Qué difícil es contar lo que no es mensurable, el amor que un trianero llega a sentir por su madre.

Y la fragancia me llega de una rosa gitana cuidada en Santa Catalina, a la calle Sol transplantada, bien regada en San Román y que quiere ser sembrada en un valle de justicia donde todos sean hermanos sin preguntarse si son payos o gitanos.


EL ESCENARIO DEL CALVARIO

Ya está la Cruz arriba. En un rincón de San Pablo hay una pequeña capilla, con una puertas tan grandes como el corazón de sus hermanos. Por ella pausadamente van saliendo nazarenos románticos. Desde el presbiterio de la acera del antiguo convento dominico se aprecia la majestad imponente del canasto de su Calvario, que por gracia de la Virgen que le acompaña se convierte en monte que sierras angélicas cortaron, para que desde entonces Calvario y Montserrat fueran montes de belleza. «Allí le crucificaron a Él y a dos malhechores». Y aquí se plasma la libertad del cristiano, la opción que tomamos de dar testimonio público de nuestra fe imitando a Dimas, en circunstancias difíciles donde lo más normal es decir: «¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!», en lugar de aceptar con los ojos tapados de la Fe y decir «Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Porque Él con su palabra y su muerte es promesa cierta de Conversión. En esta Hermandad existe la costumbre cada Viernes Santo, sobre las tres de la tarde, de arrodillarse en torno a ese paso de Cristo y recordar emocionadamente el supremo instante de su muerte. Es la liturgia particular de las cofradías sevillanas.

Porque ¿quién ha dicho que Cristo murió a esa hora? En Sevilla no es así, que en el último momento de su expiración un artista lo esculpió y el aire del Patrocinio le mantiene vivo, siempre de un hilo pendiente, que sólo se romperá el día que no tenga la devoción sus hijos. Por eso entre todos lo mimamos, todos a Él acudimos para pedirle: Cachorro, Tú no te mueras, eres la cruz de guía que une los sentimientos terrenales con los divinos; eres el diálogo y la vida entre las dos partes del río. Y aunque tus brazos de cristal están a punto de romperse al dar el último suspiro, te pedimos: Cachorro, Tú no te mueras, no te desclaves del madero verde, sacado del árbol del río de la fe que riega todos sus poros desde hace veinte siglos. Aunque en los tiempos actuales haya tantos que quieran cortar ese hilo, para no tener que escuchar las palabras que incomodan a muchos, que las bienaventuranzas siguen teniendo sentido, Cachorro, Tú no te mueras.

Ante la Caridad buscamos a Cristo muerto enredado en la hojarasca de la madera tallada de la canastilla, sujeta por el cordón dorado que evita que negras brozas inunden las calles del Arenal. Como se anudan las túnicas sus elegantes nazarenos, como se hilan los bordados decimonónicos y todo el sabor añejo que la Carretería regala cada Viernes Santo trasladándonos al espíritu y sentimiento de la fundación del Hospital de Mañara.


TODO ESTA CONSUMADO

En el tránsito a la Magdalena, las escaleras se han apoyado definitivamente en la cruz, los santos varones a ella han subido, los dedos de las Marías se han puesto blancos por el espasmo con que aprietan el santo sudario, y la Virgen, con cinco angustias en el alma, levanta despacio su rostro desolado y majestuoso para ver a su hijo muerto y suspendido; los miembros -tan fuertes- por la muerte vencidos, el rostro -tan noble- por la sangre oscurecido, y el cuerpo -tan suyo- lívido y escarnecido. Cuanta ternura aguarda, al pie de la Cruz. Cuanto amor lo abraza y lo amortaja, pirámide de caridad, para trasladarlo a la paz que aguarda al pie del ciprés de su convento. La muerte está en cada esquina. Hay duelo en Doña María Coronel. Una campana despierta las conciencias y la noche se hace más negra. Cristo ha muerto parece repetir el sonido del muñidor y ni la luz de dieciocho ciriales logra atravesar tanta negrura. Cristo amortajado por el amor de los suyos. Santa Marina, sepulcro de Dios en Sevilla.


LA ESTACIÓN DE PENITENCIA

El pregón se vuelve íntimo. Sólo Dios y yo entendemos de este acto. Ritual del nazareno que se desprende de su individualidad y pasa al anonimato colectivo. Entre evocaciones te aprietas las cintas de las alpargatas; rostros que pasaron te ayudan con primor a ponerte la túnica que un día te revestirá en el último viaje. Al ceñir el cinturón de esparto recuerdas las palabras de Juan Sierra: «experimenté todo el agobio de una reclusión en solitario abandono, que oprimía el cuerpo, pero enderezaba el alma, haciéndola hablar consigo misma... Se diría un muro seco y viejo que nos separaba de todo lo viviente». El cordón rojo anuda la medalla sin reverso, que ya descansa en el pecho; la papeleta doblada ocupa su sitio en el bolsillo. Y cierro mi mundo entre la tela del antifaz.

Por la calle, camino de la Iglesia «mi cuerpo negro pasea la claridad de mi alma», siguiendo sobriamente mi sombra alargada. Dos golpes secos sobre la puerta de Bailén. «¡Descúbrase, hermano!», me pide el nazareno que atiende el portón; tras cruzarlo el recorrido es inmediato: de rodillas ante el Monumento, refuerzo la alianza con Jesús Sacramentado que en los Oficios de la tarde habíamos renovado; en el coro, frente a los pasos, un breve diálogo con las imágenes que prepare el camino de ida y de regreso. Se escucha el recordatorio para la confesión.

El Hermano Mayor con sus palabras trata de infundir el espíritu de la salida deseándoles buena estación. A los pocos minutos la voz del secretario va desmenuzando la lista de la cofradía, y los nazarenos irán contestando «¡sí!», «¡está!», dirigiéndose al lugar donde se ubica el tramo mencionado. Ante la ausencia de alguno, habrá miradas, y algunas lágrimas saltadas. Faltan diez minutos para la salida.

Aumenta el recogimiento, los espartos aprietan cada vez más las túnicas. El eco de lejanos tambores nos anuncia que la Esperanza se ha hecho más grande. Los cirios se han encendido, las luces se están apagando. En el coro resplandece la lividez de la muerte entre la oscura caoba. Una voz manda a cubrirse y la Iglesia se torna en un negro bosque iluminado, que escucha la última meditación. Un áspero ruido de cerrojo anuncia la salida. La desnuda cruz arbórea avanza sigilosamente ante el silencio de la calle, al que contribuye la cortesía de Triana. En la plaza retumban los salmos penitenciales que el coro interpreta, mientras la tenue luz de los cuatro hachones ilumina levemente el interior de la Iglesia. Cuando el Calvario sale a la calle, hiela las conciencias: es verdad que ha muerto Cristo. La noche se convierte en mediodía con eclipse y bajo nuestros pies tiembla la tierra.

Ya se levantan los negros cirios. Tras las colas de penitentes, la blanca cera anuncia a la Virgen de la Presentación, que con su firme belleza alumbrada por la llorosa candelería nos transmite que en esa cruz se restaura el mundo, como Templo de Dios Profanado.

Cuando a la Campana llegamos, Sevilla ya se ha entregado a la plena Madrugada. La primera Esperanza se va derramando. Y siguiendo la estela de Ella, continuamos hasta la Catedral que, vacía y casi en penumbra, recoge el rezo templado del Padrenuestro de los costaleros ante el Santísimo, suave orar de convento entre celosías, que contrasta con el océano de clamores que levanta la realeza del palio macareno al salir a la plaza.

Es el punto culminante. Suenan salmos y aldabonazos admonitorios; pesa la madera en cuellos privilegiados; rachean las alpargatas, se oye el crujir de a caoba y hasta el gemir de los de espartos. Nunca, como esta noche, se ve que la catedral está hecha a la medida de la santa locura de los sevillanos. Que cuando aquellos canónigos pensaron en que por locos les tomaran estaban hablando en cofrade de crear este mundo de bóvedas y de ojivas, este bosque de pilares y este cielo de vidrieras que transparentan la luz de una remota madrugada. Tiene que estar Dios aquí, es necesario. Se le ve en la madera crucificado, se le sabe en el Sagrario resguardado. Christus factus est, canta el sochantre, y bajo las túnicas todos sabemos que es cierto y la fe -como las quietas llamas de los cirios- conoce en la Catedral, de madrugada, un instante de firmeza que ningún viento de duda puede agitar.

Ha vuelto el mundo en la plaza. Aprieta el frío de la noche que agoniza. Buscamos el Postigo en el que el gentío se aglutina ávido de Esperanza. Al entrar en Castelar la cofradía pisa tierra suya, atraviesa silencios y oscuridades que de año en año le aguardan. Hay una multitud quieta, callada, que sólo la luz de los nazarenos ilumina. Cuando la cruz levanta en Molviedro, ordenada y progresivamente los cirios se alzan como manos llameantes que elevaran sus plegarias. En la plazoleta Jesús Despojado y su Madre nos esperan como ejemplo de cristiana correspondencia. Es aún noche cerrada, pero cuando el Cristo gira hacia Zaragoza un cielo azul se despliega sin ruido, súbitamente, despertado por la cálida luz de roja aurora que el palio de la Presentación irradia en Castelar. Van entrando los nazarenos y en la parroquia la cofradía sigue formada, mar negro y afilado de capirotes vueltos hacia el coro desierto, esperando la llegada de su Cristo de amor muerto y de su Virgen agotada por tantos corazones resueltos. Cansancio, lívidos amaneceres muertos, colores marfileños, canto de pájaros, escalofrío de amanecer que sigue a una noche sin sueño. Entra el Calvario en la Magdalena mientras la Madre de la Presentación, en San Pablo, enciende el firmamento.

La iglesia ya no es mar, sino bosque de cipreses negros sobre el que amanece cuando el palio se encaja en la puerta, y que se hace día de fe y de amor cuando atraviesa las filas de hermanos buscando a su Hijo, que la aguarda en el coro. Sólo nosotros conocemos ese silencio, esa cofradía aún viva en el estertor de la estación de penitencia; hasta que con voz amortiguada e interior por el antifaz aún puesto, rezamos por los hermanos muertos. Entonces una voz nos dice: «Hermanos, pueden descubrirse. Hasta el año que viene si Dios quiere». Y el bosque de cipreses parece desplomarse de repente, cuando nos quitamos los capirotes que dejan marcada la frente. Se respira hondo, se traga saliva para pronunciar la primera palabra de enhorabuena o de aliento, hay abrazos de alegría por la feliz estación de penitencia. Sevilla recién amanecida nos espera, angustias y esperanzas nos llaman. El nazareno negro, andando solo, de prisa, silencio de pisar de alpargatas, elegancia de la cola recogida al brazo, alguna lágrima de cera sobre el ruán y alguna salada corriendo bajo el antifaz, triste por lo acabado y feliz por lo cumplido, confortado por el seguro y pronto reencuentro con su imagen y con sus hermanos, entona su canto a Sevilla bajo el antifaz:

Haz, Señor, que el año que viene vuelva a acompañarte. Que sea digno de vestir esta túnica, y que si otras manos la han de coger antes de que el tiempo esté cumplido, haya sido mi vida ofrenda de amor a tus plantas presentada, cruz alzada, luz de cirio que te alumbra, bocina que te proclama, cirial que te anuncia, incienso que te bendice, túnica que a todos proclama mi filiación nazarena. Escucha Señor esta oración del nazareno, dicha por miles de bocas, sentida por miles de corazones, todos uno en el amor, sin diferencias. Escucha, Señor, lo que te va a decir Sevilla, dentro de una semana. No es la oración pura de la fe. Tal vez tampoco la oración pefecta del mandato de amor hecho caridad. Escucha como te bendecimos por habernos dado a Sevilla y como bendecimos a Sevilla por habernos enseñado a amar así a Dios. Escucha, Señor, la oración de amor de nuestra Semana Santa.


He dicho.

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