29 marzo 2007

2001 - Carlos Herrera

Pregon de la Semana Santa de Sevilla del año 2001. Pronunciado por Carlos Herrera Crusset en el Teatro de la Maestranza de Sevilla.

¿Cómo no voy a acordarme del día en que volví a verte, después de tantos años, siendo yo un adolescente?. No creas, mi amor, que esas cosas se olvidan. Lucías tú una clara mañana de verano, de amaneceres que no mienten, de esas mañanas de luces blandas que te hacen gloriosa. La luz se había levantado a eso de las seis. Recién habías despertado y en tu rostro encalado se dibujaba la dulzura de los cuerpos tibios. Yo vestía de blanco, tenía veintiséis años menos y el corazón a medio escribir. Ni siquiera podía imaginar que algún día fueras a fijarte en un muchacho que se presentaba ante ti con una maleta, tres tebeos y el rostro atontado por una larga noche de tren, siempre el tren.

Creí, al verte, que el nuestro estaba condenado a ser eternamente un amor de perfil, porque no me sentía con fuerzas de aguantarte la mirada, ese dulce tiroteo de tus ojos. Sólo tenía una vergüenza apocada y un viento que me la esparcía por toda el alma. ¡Hubiera querido decirte tantas cosas!. Que llevaba años deseándote, que por qué haber esperado tanto, que ya iba siendo hora, amor, de darnos lo soñado, que vendería mis años al peso, por uno solo de tus suspiros, que... pero solo me salieron arrullos de mansedumbre. Si acaso, adornados por aquellos vencejos que se empeñaban en hacer jeroglíficos en el cielo, pero poco más.

Empezaba entonces nuestra historia pequeña, la que sabemos tú y yo. "Pasa, hay sitio" y pasé. Me acomodé en uno de tus rincones en los que la vida transcurre lenta, a velocidad de óleo, dispuesto a rondarte cada noche desde las tinieblas de cualquier bocacalle. Me propuse quererte desde la fiebre que me consumía, desde el grueso de la muchedumbre que te ama, desde el silencio atronador de mis pulsos, desde la lágrima y el sobresalto. Y así fuimos creciendo, tú en tus cosas y yo... también en las tuyas.

Iba a diario a ver el árbol de hojas lentas por el que se te muere la tarde, a mojar mis dedos en el agua bendita con la que te santiguas, a cargarme como tú con el aroma de las horas, a beberme la sal de tu llanto, a mecerme al cobijo de ese viento tuyo que arrastra su calderilla de hojas como quien descorre una cortina. Soñaba con tomarte de la cintura y pasearte a la antigua, con el paso pegajoso de los veranos; soñaba con acariciarte esos labios con los que modulas el almíbar de tu acento; soñaba la aurora de tu mirada mientras se desdibujaba el día tras la ventana de las cosas. Iba a encontrarte en el fondo de los ojos de La Candelaria. Soñaba, mi amor, con presentarte a mis padres, y a mis amigos, y al mundo entero. Y después echar a correr gritando tu nombre por los callejones de la memoria.

Fue entonces cuando supe que había nacido a ti. Que ya nada tendría sentido sin ti. Que solo con el favor de una mirada yo podría construir todo un búcaro de rosas. Que de golpe desaparecía tanto polvo acumulado en los labios.

Me besaste discreta y quedamente una de esas noches en las que el amor se te hace grande y ya tengo desde entonces el corazón vestido de festejo mientras se van desprendiendo, uno a uno, todos mis pétalos de ceniza.

Hoy, mi amor, tras los años, tenemos tantos golpes que ya ni de pie cabremos en la muerte. A veces pienso, como dijo el poeta, que solo nos falta la miseria para ser invencibles. Sin embargo, sigo amándote con la misma imprudencia de siempre, como si fueres solo mía, como si nadie más pudiera amarte con la furia de los tímidos o la impericia de los adolescentes. Sigo abrigando una tortuosa senda de sentires que me lleva, inevitablemente, ante ti. Y ante ti estoy, al igual que aquél otro día en el que el soplo de tu gracia golpeó mi rostro adormecido. He vuelto para quererte y para decírtelo pausadamente, masticando cada palabra y cada verso:

Soy, mi amor, lo que queda de un abrazo
El vaivén de tibias manos en la cuna
Ese gozo que cabe en tu regazo
Cuando un niño está rezándole a la luna.
Soy un hombre feliz porque te amo
Porque espero que tu entraña se entreabra
E ir sembrando, quedamente, tramo a tramo
Tanto amor recriado en mi palabra
No me mueve más la risa que el lamento
Ni a ti la multitud. Una cuadrilla
Te es bastante, te sobra, te da aliento
Soy la sombra, tú la luz, eres Sevilla


EXCELENTÍSIMO Y REVERENDÍSIMO SEÑOR ARZOBISPO, EXCELENTÍSIMO SEÑOR ALCALDE, EXCELENTÍSIMAS E ILUSTRÍSIMAS ATORIDADES, ILUSTRÍSIMO SEÑOR PRESIDENTE Y JUNTA SUPERIOR DEL CONSEJO GENERAL DEHERMANDADES Y COFRADÍAS, SEÑORAS Y SEÑORES, SEVILLANOS, COFRADES Y AMIGOS TODOS.


Debo comenzar por devolverle a mi presentador, Don Juan Ortega, el mismo afecto y cariño que ha volcado en sus palabras. Gracias querido Juan. Eres un señor y honras este atril como honras la política con tu presencia.

Hoy que faltan pocos días para que comience la melancolía, me asomo a este balcón de madera a contaros lo que vosotros sabéis mejor que yo. ¡Qué osadía!. No habrán caído unas lunas cuando ya la luz del mediodía cachee las túnicas de los primeros nazarenos. La melancolía nace en el alma como una azalea y resguarda sus disimulos en un repliegue del corazón. Empieza a tender trampas al verso y acaba por abrazarnos como un castigo inevitable.

Habiendo cerrado ya las puertas de la Cuaresma, el sol empieza a escribir en las azoteas sus lecciones de Primavera. Hoy, asomado a la cancela de esta Primavera que se me antoja una princesa caminando de puntillas, os llamo a lo mismo, a la costumbre; os llamo al plateado dolor de Pasión, al encaje del pañuelo de Caridad, a la sevillanía insobornable de Las Cigarreras, al atronador silencio pálido del Calvario, al dolor gótico del Santo Entierro, a la silente Misericordia de Santa Cruz, a la muerte inacabada en San Julián, al angustiado compás de los Gitanos...

En poco más de seis días, el tiempo empezará a ser descontable, justo cuando se eche a la calle esa vista aérea de Dios que es una cofradía. La Alfalfa de azulejo ha visto pasar a los que serán nazarenos a la búsqueda de un capirote nuevo, como si les hiciera andar aquél sonámbulo discurrir de la infancia; los comercios de cinta métrica y cartón han visto aglomerarse a sus puertas la paciencia de la espera; la Alcaicería nunca ha sido tan transitada por almas con papeleta de sitio; hasta el nazareno del Siglo Sevillano parece haber vuelto a contar los días en su esquina de Alvarez Quintero. Empieza ya a saber a incienso la palabra, se empiezan a soñar capirotes en bandada sobre la penumbra de las calles, se oyen tambores a lo lejos, se quitan los dedos su pátina de ceniza y cruza las esquinas la sombra de una parihuela.

En poco más de seis días, el nazareno volverá a su vértigo de soledad, a su encierro de tela, a su sueño de ojos entreabiertos. El nazareno es un llanto de lucero que expurga penas de cera y penitencias de asfalto. Igual que vuelve el paisaje con su delantal de flores, vuelve el nazareno a abrir senderos hacia el llanto definitivo.

Y marcharemos a la Gloria, por un camino de cera. Y volveremos a ser niños asombrados ante la Majestad de un Dios que ha bajado a vernos otra vez, al igual que en aquellos años llenos de aroma de vida recién estrenada, mucho antes de ese día en que parten de verdad los barcos de juguete.

Os llamo a la Gloria, a la Gloria, sevillanos, a la Gloria de una semana que cuenta el tiempo al revés.

A la Gloria, sevillanos, a la Gloria
Con un sol entre las manos
Y a lomos de un borriquillo
Por el Domingo de Ramos
Viene Dios hecho un chiquillo
A la Gloria, sevillanos
Que salen y entran dos veces
Los suspiros que se elevan
Cuando se vence y florece
La piedra de San Esteban
A la Gloria, a la Gloria
Suspiros de mi Sevilla
Dad forma a esa canastilla
del Arenal hasta el cielo
Dos ladrones y un Mesías
Lleva mi Carretería
Entre azul de terciopelo
A la Gloria, sevillanos
Que Caifás se da de bruces
Con su barrio y con las luces
De San Gonzalo y su alarde
Viene Jesús jadeante
Que se ha llevado toda la tarde
Con la izquierda por delante
A la Gloria, a la Gloria, Sevillanos
A la altura de Rocío detenida
Por la voz del capataz en desafío
De Rocío hasta la voz no habrá medida
De la voz hasta Rocío solo hay Rocío
A la Gloria, sevillanos
Que un simple beso le nombra
Y un Prendimiento se encarta
Cuando a Jesús le da sombra
Un olivo en San Andrés.
A la vera, en Santa Marta
Larga sombra da un ciprés
A la Gloria, sevillanos
Que va la Gloria rendida
Que va Dios ¿no lo estáis viendo?
En una sola caída
Y está tres veces cayendo
A la Gloria, sevillanos
Si se ha caído a tus pies
Tres veces, y se arrodilla
¡coge sus brazos, Sevilla!
Y levántalo otras tres
A la Gloria, sevillanos
No será Semana Santa
Si va ese Dios andaluz
Bajo el peso de la cruz
Y tu amor no lo levanta
A la Gloria, sevillanos
¡que no sé como no lloro!
Al verte cruzar a oscuras
Tu calle de la amargura
Señor de San Isidoro
A la Gloria de cien hombres altaneros
La Centuria deja un barrio conmovido
Y enhebrando un laberinto de senderos
Resucita una Sentencia del olvido
Y desparrama estelas de luceros
A la Gloria, pues, Sevilla, a la Gloria
A la lágrima sin fin ni escapatoria
A la fe que cada vértigo proclama
Mientras Dios va derramándose en el día
Y la tarde en jilgueros se derrama
A la Gloria hecha toda cofradía
A la Gloria, a la Gloria
Y a Maria


Y a El Salvador iremos a ver a Dios. A tratarle de tú.

Eres, Señor de Pasión, la última esperanza de quienes han llenado su vida de sueños fugitivos. Están ahí, a la vuelta de la esquina, viven en esos sitios en los que la realidad está en guerra con los pájaros. Para ellos Dios es poco más que una mano con dedos nudosos. Son, Señor, esos hijos tuyos desechables y miserables a los que ojos egoístas recriminan la existencia desde cualquier ventana. Son paridos día a día a la intemperie, fantasmas de países desangrados que jamás son invitados a la gran fiesta de la humanidad. No van a verte. Suele ser gente de pocas cosas y mal explicadas. Hay tipos a los que comulgar les da acidez. A otros les duelen los dientes al rezar.

Pero son hijos también de tu Pasión, de esa palabra tuya que habla de amor. Pero ¿qué mayor amor hay hoy que la justicia? ¿Dónde está, Señor, la justicia que esperan los que mueren por llegar al norte, los ahogados de cansancio, los que no tienen ni padre, ni madre, ni patria, ni casa, ni silla para sentarse, los que no tienen familia, los que no tienen ni tumba?. Si levantamos la piel al mar, veremos a muchos de ellos allá abajo. Cuando la soledad se queda a vivir de madrugada en los semáforos, cuando se hace el silencio en el rostro demudado del miedo, cuando los fantasmas siguen el releje que les lleva a donde no hay ciudad, cuando los puños robustos de la pena apalean a los indefensos, es cuando más necesario eres.

E iremos a San Lorenzo, a ver a Nuestro Señor, para llevarle allá donde mueren los que no son capaces, al frío mundo de los indolentes, a las fronteras que no cruzamos por temor a encontrarnos con la verdad reseca de los que no tienen nada. Señor del Gran Poder, hay que tomar tu palabra y hacerla social y cotidiana, traducirla a los hechos de este siglo que empieza y que, como los anteriores, amenaza con dejar almas violadas en los cementerios. Mientras alguien mire al pan con envidia, el trigo no podrá dormir, oí decir.

A los católicos nos sienta bien la caridad. Pero como cristianos, convendría que buscáramos justicia, que no es lo mismo, aunque tenga mucho que ver. En el fondo, a los católicos nos convendría ser un poco más cristianos de lo que somos. Pero ese es otro debate.

En estos tiempos que tanto se parecen a una fiesta de cuervos, mi pregunta, esa que lleva persiguiéndome tantos años, no deja de ser una forma de súplica. Tú eres, Señor, el último flotador de un barco que nunca acaba de hundirse. Danos la Fe, que cuando un hombre tiene Fe, nunca está solo. Y ayúdanos a quitarnos tanto Judas de encima, tanto visitante de la muerte, tanto odio sobre Sevilla, tanta fiereza de pistolas negras sobre su gente, tanta navaja afilada por sabinos enloquecidos y calentada al fuego de las hogueras por acólitos de no sé qué independencia.

Porque asombra, Señor, que, vistas las cosas, después de dos mil años, en ciertos lugares siguen vitoreando a Barrabás, al que salvan de cualquier castigo y al que entronizan como héroe popular. Por cada Barrabás que coronan, aquí muere un cristiano. Y tanta muerte harta de tal manera que la ira se apodera de nosotros y nos conduce a donde no queremos ir. Quinientos judas sevillanos han preferido a Barrabás y cuando eso ocurre en una tierra hastiada de poner la otra mejilla, uno se pregunta si hay que dejarse llevar por la furia o hay que seguir manejando inútilmente la templanza y la espera de tiempos mejores. Yo no lo sé, pero me malicio que quienes tienen que saberlo, tampoco lo saben. Entretanto, vamos conociendo la cara negra de la muerte, ese saurio esquelético que tiende su red pegajosa y blanda, que llega a ti vestida de frío como un luto anticipado y seguimos rindiendo honor a la memoria de los inolvidables Alberto y Ascen, o a la del recientemente muerto Antonio Muñoz Cariñanos, por no citar a aquellos que han tenido que dejar su tierra, su casa, su gente, amenazados por las balas y el odio inexplicable, o a aquellos que le hemos devuelto el saludo a la muerte.

Hace pocos días, envuelto por el aire franciscano de San Antonio de Padua, frente al Señor del Buen Fin, oí hablar de paz. Y sumé mi voz al eco de San Francisco de Asís cuando pedía paz para los hombres, para los pájaros, para todas las cosas. Paz. Pido también paz para la hermana luna, para el hermano sol, para la Tierra. Pero también pido paz para Sevilla, paz para los hijos de Sevilla, paz para los vivos y los muertos, paz para los amenazados, paz para nosotros. Paz, paz, paz y solo paz. ¡Dejadnos en paz!.

Señor, en tu inmenso Gran Poder, tal vez tu mano esté hastiada de encalar el firmamento, pero nosotros, Señor, somos el único error que nos podemos permitir, y nuestra estatura crece en el desastre. Los que aquí estamos, hijos de alguna resaca de plegarias, conocemos demasiado bien nuestras cicatrices. Toda primavera, Señor de Sevilla, cuenta con sembrados que fracasan, la luna tiene pedregales y el aljibe presuroso de las aguas de mayo acumula estiércol y gañanía. Lo sabemos. Pero el hombre merece un salario de esperanzas. Aquí tienes nuestras manos, vueltas sus palmas hacia el cielo, mustias como campanarios abandonados, tremulantes, como mis palabras suplicantes al aire de San Lorenzo, temiendo contagiar la penumbra o la pesadumbre. Mis manos y estas manos son las manos de tus hijos. Son las manos de los que mueren. No las de los que matan. Son manos pacientes. Manos de sangre sevillana. Danos, Señor del Gran Poder, el soplo de esperanza que deja en el viento tu andar cansino hacia el Calvario.


Ten mi llanto sujeto y altanero
y el despertar sereno de mi aurora
mi mano temblorosa y ten ahora
Este amor desmedido y pregonero
Y de mi boca el rezo del sosiego
de mi ayer, porvenir de mis regresos
de mis labios, perfil de algunos besos
Y ten mi devoción por si la quieres luego
Cruzo y recruzo, amor, para ir contigo
Con este soplo de Fe y de amanecer
Ve la sangre de mis labios cuando digo
¡Salva siempre a Sevilla, Señor del Gran Poder!


Pero, ¿por qué caminan los Cristos en Sevilla?.

Cuánto de innatural y extraño se esconde en el lento avance de un Crucificado que recorre nuestras calles con el paso firme y verdadero, pero a la vez dulce y lleno de consuelo, de un hombre que agoniza sobre una Cruz.

Estaréis de acuerdo con este pregonero en que cada paso de Cristo en la Cruz que camina por Sevilla es mucho más que un altar de madera con una dramática estampa de Jesús.

Lo sabéis, lo sabemos todos, que se trata de Dios, el mismo Dios hecho hombre caminando ante nuestros ojos en una imagen repetida desde niños. ¿Qué otra cosa sino a Dios acertáis a ver, decidme, cuando contempláis al Cristo del Amor alejarse Cuna abajo en una anochecida de primavera mientras el eco de la esquila de una espadaña resuena por las amorosas azoteas de vuestra infancia?

Decidme si no es a Dios a quien veis cuando el Cristo de las Almas, el de la Fundación, el de La Veracruz, el de la Conversión, el de las Siete Palabras, el de la Exaltación o el de la Sed derraman en el dulce atardecer del Centro su letanía de pasos contados bajo un cielo de vencejos que ponen música al silencio triste de Jesús crucificado.

Y por más que miremos bajo un paso de Cristo y sepamos de la presencia de los sufridos costaleros, a nosotros no nos engañamos. En un Crucificado de Sevilla vemos caminar a un hombre al que llaman Jesús en la Cruz de su Buena Muerte, en la señorial oscuridad de San Gregorio con los Estudiantes o en la mansedumbre inerte del de la Hiniesta a la misma hora subiendo Placentines.

Ahí va Dios, lo podéis ver, atravesado de un dolor vertical que apunta al Cielo y de otro horizontal que democratiza su agonía y la convierte en un asunto íntimo y de todos a un tiempo.
Por qué caminas, Señor, si agonizas en la Cruz? ¿Adónde llevas tus músculos deshechos por el sufrimiento? ¿Por qué vienes hacia nosotros Santísimo Cristo de la Salud, de la Sagrada Expiración, de Burgos y del Calvario? ¿A qué moverte?

Déjame que te acompañe. Quiero ver tu rostro más de cerca. Quiero poner mi mano y sentir la piel todavía tibia de tu cuerpo. Permíteme, Señor, que apoye mi frente a los pies de la Cruz. Quisiera sentir la última vibración de tu respiración cansada, arrancar tus clavos, besar tus heridas, apaciguar tu dolor, que es el nuestro, y seguir a tu lado mientras trato de descifrar todo el misterio de ese largo camino al Cielo... por la señal de la Santa Cruz.

Esa forma tuya de morir.Expiras. Y mueres. Y no acabas de morir. Y en el Museo vives otra tarde en la muerte curvada de tu figura y en el Patrocinio vuelves a vivir para volver a morir.

Te veo venir de lejos
Y ya estoy viendo venir tu muerte
Me voy a tu encuentro
Pausadamente
Como tantos, absortos, perplejos.
Qué solo estás Cachorro,
con tanta gente
Qué solo en tu cortejo.
A quien estás llamando con los ojos
Si solamente un viento te acompaña
Que se da mucha más saña
En aventar tus despojos
Que en calmarte la agonía
Que está dejando vacía
Tu mirada de congojo.
Te veo venir desde lejos
Y no sé si son tus ojos
Los que están mirando al cielo
O es el cielo que es tan viejo
que le ha puesto a tu reflejo
una pena y un desvelo
Y si estás muerto
¿por qué te siento?
Si no vives,
¿quién me habla?
De quién son esas palabras
Que caídas de una cruz
Me cortan como un lamento
Con ese sagrado acento
De Jesucristo andaluz?
Eres Dios o eres madera?
Eres hombre, eres cualquiera?
O eres solo primavera
Que Triana a su manera
No ha dejado que muriera?
No lo sé
¡Si yo supiera!
Sabría que hacer con mi pena
Con tu agonía,
tu quebranto
Y con el duelo
Y la condena
De morirte siempre tanto
Sabría que no te me mueres
Que nunca mueres
Cachorro
Que esta entre mis menesteres
Seguirte
hasta donde eres
Cristo, mi Fe y mi socorro
Y entre tanto yo me asomo
A tu puente
y lo recorro
De la duda al abandono
Tu te estás muriendo a plomo
Cachorro de Dios, Cachorro

Cristo agoniza en Sevilla con el lamento de hombre en los labios, como si supiera lo que está dejando atrás. El de Sevilla es un Dios cercano representado con majestad divina pero con semblante humano. Su rostro es el rostro de cualquiera de nosotros, que es lo que Dios quiere para su representación. Desde Jesucristo, Dios ya no es igual. Otras tradiciones tan lejanas como hermosas representan a un Dios inasumible, difuso, distante. Sevilla, en cambio, quiere que el cristiano vea a Dios como si se estuviera viendo a sí mismo.

Poco podía imaginar Juan de Mesa la trascendencia de los giros de su gubia cuando daba forma al Señor de Sevilla en su inmenso poder y en su inmensa ternura. Siglos después, su aspecto apesadumbrado, humano y sencillo sigue conmocionando a los fieles que, sin ser místicos, le aman y, sin idolatrarle, le veneran. Cuando el sevillano se acerca a una imagen, a su imagen, lo hace como aquél que llega a casa de un familiar querido, con mezcla de veneración y proximidad, pues siendo Dios el poder, también es la ternura. Ese Dios que los diferentes artistas sevillanos nos han ido legando a través de los siglos ha sido Un Dios del que se muestra su Pasión en toda su crudeza, pero también con toda la mansedumbre que un personaje excepcional como Jesús exhibió a lo largo de su vida. Poder, pero Amor; Divinidad, pero humanidad; Dolor, pero serenidad. Y humildad, y paciencia, y clemencia, y salud, y desamparo, y abandono. Es la muerte, pero la Buena Muerte.

Es el Dios de Juan de Mesa, el de Martínez Montañés, el de Ocampos, el de Roldán, el de Gijon. El Dios al que el sevillano reza simplemente contemplándolo. La contemplación piadosa, en Sevilla, es una forma de oración.

Es el Dios al que Dubé de Luque representa en el Sagrado Decreto cuando decide darnos a su hijo. El Dios que entra triunfal, a horcajadas, en Jerusalén, a lomos de un simple borrico. El Dios que ora en su agonía en el huerto de Montesión; el Dios manso y humilde que solo dice "yo soy" cuando lo prenden en San Andrés; el Dios cautivo, erguido, dolido por su propia sangre en Santa Genoveva; el Dios que ante Anás soporta el manotazo saduceo y el que ante Caifás dice "yo soy el Mesías" mientras le mece la hombría de bien de San Gonzalo; el Dios vestido de blanco, como los locos, en silencio, pudiendo haber hablado ante el desprecio de Herodes; el Dios que Paco Buiza ata a la columna o el que, en la Anunciación, es coronado de espinas; el Dios que sufre escarnio en San Esteban y vierte lágrimas de cristal; el Dios que oye decir al pueblo ¡crucificadle! y que es presentado en San Benito; el Dios al que Castillo Lastrucci hace escuchar la Sentencia ante el desentendimiento de Pilatos; es ese Dios al que Sevilla siente más que suyo que nadie, ese gran Dios de los adentros, ese Dios mayúsculo de las pequeñas cosas, el mismo Dios al que entregan la luz en el Porvenir y al que amortajan entre dieciocho ciriales en el Convento de la Paz.

Ese Dios que hace que toda Sevilla sea una nueva Cirene y que todo sevillano quiera ser Simón, subir al gólgota y llevar su cruz, aliviarle del peso de la muerte, lavar su rostro con el tibio paño de unas lágrimas y sustentar con el robusto paso de su Fe cada una de las tres caídas que le esperan más allá de la calle Pureza, o de San Isidoro, o de San Vicente. Cae Dios tres veces y otras tantas le levanta Sevilla. Pierde Dios sus vestiduras y Sevilla le arropa desde Molviedro.

Ora Dios sus penas en San Jacinto y Sevilla le acompaña en su inmensa soledad. Muere el Dios de Ortega Brú en Santa Marta y toda Sevilla le traslada al Sepulcro. Sevilla es Nicodemo, y José de Arimatea ante la Quinta Angustia de su madre, María Santísima. Y Sevilla es quien resucita con él cuando con la Aurora primera del domingo recibe a un Dios victorioso sobre la muerte y el descreimiento.

Es Sevilla, Señor, Sevilla, quien te tiene y te mantiene, Sevilla quien muere contigo y contigo mira al cielo en la hora nona, Sevilla quien sangra tu sangre y se corona de espinas, Sevilla quien siente en sus pulsos el hierro de tres clavos, quien tiene sed, quien se siente abandonada, quien bebe el último vinagre y quien recibe la lanzada en San Martín. Es Sevilla, Señor, que no quiere que nada tuyo le sea ajeno, que resucita contigo, que se echa a la calle a verte, a llorarte, a rezarte. Sevilla, que sufre y canta, que goza y llora. Que te espera en cada esquina, que va en tu busca siete días y que siete días te saca a cuerpo. Mira a tus hijos, Señor, porque en pocos lugares podrás ver una prolongación de Ti de la misma manera que en esta casa tuya en la que sigues reinando, por los siglos de los siglos, amén.

Y se hará el silencio en Sevilla. Y se escuchará crepitar el ruán, y arder la cera, y acariciarse el asfalto. La calle será una bóveda y la noche una selva muda y se podrá escuchar la memoria de cada uno. Volveremos a soñar porque volveremos a callar. Y sólo hablará Jesús Nazareno con el griterío celestial de su mirada.


Largo silencio de plata
cruza unos labios callado
por una muerte inmediata
con un habito morado
Qué está pasando, qué suena?,
Que aun siendo noche temprana
Hay un silencio que truena
Mas allá de La Campana?
No sabéis?
Un hombre va hacia el martirio
Víctima de extraña ley
Lo veréis
va sobre un lecho de lirios
y lleva Cruz de Carey
Es un pobre Galileo
Que apenas nadie había visto
Antes de que fuera reo
Y al que llaman... Jesucristo
Fijaos bien en esos ojos
Su mirada es un volcán
Arropada por manojos
De suspiros de ruán
No va solo hasta el Calvario
Frente por frente a su faz
En Jerusalén tiene a un sicario
Y en Sevilla a un capataz
Y le acompaña también
Y hasta le mece, y le arrulla
la turba en Jerusalén
Y aquí en Sevilla una bulla
Cuatro faroles de plata
Dan luz desde cada esquina
A esa larga caminata
De una Cruz por Palestina
Así llega a calle Cuna
humilde, como salió
Poco después de la una
Cuando Sevilla calló
Vuelve de nuevo a su templo
Entre el silencio feroz
Del que Sevilla da ejemplo:
Hablar sin dar ni una voz.
En tus ojos penitentes
Brilla una luz de centeno.
Sevilla, devotamente
Ve pasar mi Nazareno

Una luz me sobreviene cada martes, cuando tú, Señora de San Nicolás, te conviertes en un velero de amor que navega sobre un mar de cabezas.

Cuando te asomas a encontrarte con esas hebras de sol de media tarde son muchos los corazones que te esperan y que parecen querer huir del pecho. Te esperan pupilas llenas de cal y un cielo de zafiro por el que revolotean bruscamente, como un tijeretazo sobre el agua, un puñado de aves de primavera. Sales, Candelaria, con la luz y con la luz vuelves porque la luz eres tú. Voy a tu vera, Señora, como todos estos años. Estamos aquí todos aquellos que construimos altares distintos día a día y que nos prestamos al baile melancólico de tu ausencia. Aquí estamos, Candelaria, peleando contra la insolencia del olvido y esperando tomar nota de las enseñanzas de tu hijo, aquél que llenó de Dios el pan.

Hemos esperado un año entero, largo año como un bostezo de gato, para que el aire de tu ternura se meta por nuestras venas como un río silencioso e imparable. Han sido, Madre, días de pétalos y úlceras, bien lo sabes. Pero un paréntesis parece abrirse cuando el último sol del Martes Santo y tú os encontráis a esa hora en la que se trazan luces largas sobre la alfombra de asfalto de tu barrio. Parece encapotarse de palios el cielo de primavera mientras que a la calle le brotan capirotes blancos de dos en dos entre arrullos de gorriones y carcajadas de palomas. Una voz te lleva mecida y una cuadrilla de corazones palpita en tu madera. Vas derramando Gracia como quien siembra ese trigo que se peina con los vientos de poniente.

De nuevo hemos vencido al tiempo. De nuevo el nazareno, sorteando el pellizco de la soledad, cuenta los años que han pasado desde que alguien le puso sobre los hombros la dulce carga del amor.

Que aunque no quisiera verla, dejo que me lleve el viento, y el viento siempre me lleva a donde vive ella.

A esa plaza del querer donde pasan los años sin que nadie los cuente, donde la vida parece una paseo de la niñez, donde los corazones abren sus cancelas de sangre, donde cabe la soledad entre la muchedumbre, donde el llanto es un río interior irremediable, donde el sol se pulveriza y derrama gotas de brillo.

Un kilómetro cero de la Semana Santa de Sevilla, la Alfalfa, un nudo de ese manojo de cables tendidos al aire que son los itinerarios de las cofradías, está ahí, como lo está el Postigo, como el Altozano. La Alfalfa, plaza de la Sevilla que se resiste a marchar, donde conviven coches y caracoles, panes y jabones, persianas y anteojos, es plaza que ve pasar al hijo de Dios camino del Calvario, o lo ve venir muerto, o agonizante, en compañía de la Magdalena, o presentado al pueblo por Pilatos, o en su Cena postrera o llorando entre sayones. Plaza de saetas, de cuando los señores aún no usaban relojes de pulsera, de adolescentes, aparcacoches y señoritos, de jaulas de domingo, de capirotes de cuaresma. Plaza llena de esos tipos cuyo carraspeo es un recitado o de esos otros que creen que un hogar solo es un sitio del que se puede salir sin fianza.

Deja la Candelaria su Alfalfa y cree que ya ha salido de la provincia. Y llega a sus jardines y es ya un fuego presentido, un manotazo sordo sobre un corazón acolchado. Y parecen volver los silencios imposibles, los fotógrafos minuteros de antaño, los antiguos soldados de la guarnición arrimados a las niñeras, el merendero del domingo, el cine de verano y los tenderetes de chumbos con tallitas de La Rambla para el agua fresca. Los Jardines. Y la noche que ya viste su camisón de Miércoles. Y los ojos de los niños como dos pellizcos de cena pocha en la que anidan los pájaros del sueño.

Veo a lo lejos, con la satisfacción de la melancolía cumplida, a mi Cristo de la Salud virar hacia casa recogiendo las miradas desparramadas de los buscadores de perlas. Y la callé San José parece, entonces, el largo pasillo de la casa de mi infancia. Y el Templo, a lo lejos, parece el regazo de mi madre esperándome de anochecida con su particular acopio de madrugadas atadas a la memoria. Quisiera tardar, pero me empuja el acordeón presuroso de la hora. ¿No puedes recrearte, Capataz, para que yo llegue más tarde? ¿No puedes doblarle la mano al minutero?.

Arría el Paso. Mécelo luego, interminablemente, hasta que el dolor de María se transforme en un dulce sueño de recogida. Deja que se consuma lentamente la candelería en imposibles lágrimas. No te la lleves capataz. Déjamela a mí. Déjame que me la lleve otra vez a hombros de la ternura. Ella se merece su barrio, la capilla de la calle, el templo acogedor de una noche de abril. Deja que me la lleve a la Gloria, capataz, a la Gloria.


Pongamos que esta noche te hago un trato
Tú pones Candelaria esa tu gracia
Yo si acaso pondré toda la audacia
De llamar a llorarte en arrebato
Una blanca pasión escribe lenta
Por esta hermosa noche de sereno
En la que yo hurgo en el amor ajeno
Y alcanzo corazones en tormenta
Amor en la mirada, ese amor ciego
Amor en la razón y en la locura
Alivio entre la pena y la amargura
Consuelo de mi voz y de mi ruego
La luz de un mundo hosco y sin camino
Referencia de brillo en la tiniebla
Norte de claridad entre la niebla
Candelaria alumbrando mi destino
Yo soy gozo, tú mirada dolorosa
Vivo libre aunque parezca maniatado
Y sobrevuelo el tránsito cansado
Que une las acacias entre rosas
Ve clavadas las astillas del fracaso
En la triste soledad de tanta gente
una lágrima vidriosa, impunemente
Va camino a los labios del ocaso
La quietud dolorosa, sorda y ciega
Solo tiene salida en la tristeza
El perfil de tu beso, tu belleza
Y el dispendio de luz en la refriega
Entregarse al amor y a tu plegaria
Es igual que entregarse sin medida
Es regalarte un alma arrepentida
Y cobrar con tu luz indumentaria
Es lágrima sin pena y sin horario
Una luz vigorosa y solitaria
Una voz, un jardín, un escenario
Una madre de Dios, la Candelaria

Un hombre de planta gallarda y de aspecto moreno porta una Cruz y camina por Sevilla. Es un gitano. Le acompaña el pueblo, un remolino acompasado y pasional que le abriga hasta su última revirá, una cuadrilla de hombres valientes, un capataz con voz arenosa y una Madre de Dios que solo olvida sus Angustias si Alberto Gallardo es quien la mece y le habla desde el amor de su recia voz de mando. Así desde 1759.

La voz sincera del celador que pedía la venia había olvidado las palabras de ceremonia:

.- La Real y Fervorosa... no; la Hermandad pide al Consejo... no; ha llegado en Estación de Penitencia la Archicofradía... no, tampoco. En fin, "que los Gitanos quieren pasar".

Y cuando pasan ellos, ya nada es igual. Detrás de Nuestro Señor de la Salud, ese viento de componente sur que derriba voluntades, nos queda un fuego en el sueño, invadiéndolo todo. Y año tras año, emocionándome con su larga, sobria y sincera chicotá por La Campana, vuelvo a reflexionar acerca de cómo la historia de la Hermandad va indisolublemente unida a la del pueblo gitano. Los gitanos han errado por la ciudad en busca de su sede definitiva. ¡De cuantos sitios no se han tenido que ir!. Nacieron en Triana, en 1753, y ya del Convento del Espíritu Santo se tuvieron que ir al volver allí las Tres Caídas. Siguieron en el Templo agustino de Nuestra Señora del Pópulo, desde donde ya realizaron estación de penitencia a la Catedral. Y siguieron errando a San Nicolás, a San Esteban, a San Román, Santa Catalina. Como buenos gitanos se van de allá donde no les quieren, y de San Román tuvieron que marchar también. No hay pereza para emprender el camino. Y no hay pereza para emprender una obra que habrá de asombrar a Sevilla.

Los Gitanos, ellos y quienes quieren a esa Hermandad –gracias, Cayetana--, levantaron las paredes derruidas de un Templo con el que nadie sabía qué hacer. Ellos lo supieron, lo hicieron. Trabajaron, arriesgaron, expusieron... y ahí está: la Hermandad errante tiene su casa de la que nadie habrá de venir a echarlos.

Que tome nota la ciudad, que le conviene. Gracias en nombre de Sevilla, Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad Sacramental, Animas Benditas y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Salud y María Santísima de las Angustias Coronada.

En el segundo pliegue de una cartera, bajo un plástico rayado el sevillano lleva a una Virgen. O la guarda en su mesita de noche, donde pasan los sueños el purgatorio, o la cuelga en la pared de su recibidor. O transita las hojas de su agenda. El sevillano lleva una virgen en la guantera de su carro o en el anverso del parasol. Retratada en una vieja estampa, el sevillano lleva su pequeño corazón mariano como el que lleva la foto de una madre, de una hija o de un secreto amor. Vírgenes mocitas nacidas de las manos virtuosas que van del taller de Roldán a los de Luis Alvarez Duarte o Juan Manuel Miñarro.

Vírgenes de Sevilla. Tan hermosas. Sueños de cabecera. Mujeres y niñas que os mecéis al vaivén dorado de una secreta esperanza.

Una Gracia por San Roque
Soledad por San Lorenzo
Una Victoria en el puente
Y una Esperanza al comienzo
De una noche de relente
Trinidad por la Campana
Una Regla en San Andrés
Soledad, Buenaventura
Hay una Aurora temprana
Una Virgen tiene Sed
Porvenir, Paz y ventura
Y otra que yo bien lo sé
Candelaria en San José
Una Gracia y un Amparo
Un Dulce Nombre de Dios
San Esteban, Desamparo
Que esa madre dice adiós
A una Urna y un Decreto
Y en San Isidoro, Loreto.
Hiniesta de San Julián
Misericordia, Dolores
Cada cruz lleva su muerte
La una santa y de ruán
La otra lenta entre estertores
Mi Salud por San Gonzalo
Dolores en los Servitas
En el Baratillo, Piedad
Y en su capilla un regalo
Para las almas benditas
Vestida de Caridad
Amargura en tu semblante
Lirios para Concepción
San Benito, Encarnación.
Lágrimas que caen punzantes
De tus ojos a tu talle
Clavado en un crucifijo
A María Santísima del Valle
Se le está muriendo un hijo.
Guadalupe por sus aguas
Patrocinio sobre el río
Una niña en Calle Parras
Y el suave bombardeo
Del llanto de escalofrío
De Las Aguas del Museo.
Pasa María de La Palma
Pasa Merced de Pasión
Lágrimas de Exaltación
Rezo de mansa calma
de Rosario en Montesión
Y Refugio en San Bernardo
Presentación, Magdalena
Y un sorbo del pozo amargo
De quien muere por condena
Y por ella se enajena
Sevilla hoy te acompaña
Hasta el monte del calvario
Pisando sangre y arena
que el hijo de tus entrañas
rodeado de falsarios
Va a la muerte, Macarena

Es muy común entre aquellos que acuden a Sevilla a deleitarse el espíritu contemplando la SS, una cierta desorientación cuando de identificar Vírgenes bajo Palio se trata. Lo cual es, por otra parte, perfectamente lógico. Muchos se esfuerzan en diferenciar matices o detalles claros que identifican a una u otra imagen, pero también los hay quienes, a la tercera cofradía, ya suelen preguntarte, así haya un poco de confianza, si de veras importa mucho que una sea de aquí o de allí si luego son todas iguales. En ese momento empieza ese repetido pasaje en el que un sevillano se ve obligado a explicar lo obvio una vez más. Es cuando se explica, en menor o mayor medida --y según lo harto que se esté de andar de guía turístico--, que la Virgen es una, que varias son sus advocaciones y que ellas se distinguen por todo lo que llevan detrás y por detalles nimios que son, en realidad, un mundo. Un pequeño distingo en la posición de las manos o en la inclinación de la cabeza es una fuente inagotable de matices. Por no decir aquellos elementos que, siendo los mismos, varían en apariencia y consistencia, desde la corona al manípulo y de la mantilla de blonda a la toca de sobremanto. Por no seguir hablando de los mantos y las sayas, que son más evidentes.

Aunque siempre está el que no acaba de entenderlo porque no sabe bien a lo que venía y nos ha tocado a nosotros en suerte. Sin ir más lejos a mí me correspondió en mi lote el pasado año a un divertido norteño que se sorprendió muchísimo el Lunes Santo de que no volvieran a Salir todas las imágenes del Domingo de Ramos ya que creía que los pasos eran los mismos todos los días de la semana. Hube de advertirle que no sería de buen gusto que una Hermandad le dejara a otra a su Virgen como si fuera un futbolista cedido para jugar amistosos. Lo entendió, claro. Tanto que a la altura del Miércoles estaba entusiasmado y daba vivas a Sevilla y a los sevillanos por tan hermosa manifestación popular.

El problema vino cuando llegó el Jueves y después la Madrugá y observó que buena parte de los pasos no llevaban música. Por mucho que le expliqué que la severidad del día aconsejaba que determinados misterios anduvieran entre un respetuoso silencio, no hubo manera de convencerle de que el Calvario, por ejemplo, no transcurriría mejor con la marcha de Campanilleros como él sugería. Así y todo, marchó entusiasmado.

Otra íntima y querida amiga que se estrenaba en Semana Santa preguntó cuanto costaría conseguir la concesión de un servicio de catering con camareros en los palcos y con servicio de almacenaje debajo de estos. Catalana ella, me decía con su enternecedor acento: "siempre se podría sacar algo".

En Sevilla no acabamos de ponernos de acuerdo acerca de la conveniencia de atraer a forasteros a nuestra Semana Mayor. Hay quien piensa que mejor y con más sitio estaríamos solos y hay quien cree que siempre enriquece conocer y que te conozcan. Yo tengo cosas de ambos bandos.

Pero como les decía, entre aquellos que vienen a vernos en Semana Santa, están muchos sinceros amantes de Sevilla que siempre son bienvenidos. Entre ese grupo podría estar mi compadre Alvarito, de quien me voy a permitir la licencia de contar una breve historia. Andaba este hombre debatiéndose entre un par de dramas, hace de esto muchos años, de los que no acababa de salir y que le estaban costando el carácter. Supe de su estado y le invité, una vez más, a conocer la SS, como ya había hecho otras veces aunque sin éxito. Esta vez aceptó y ya no me dijo lo de todos los años:

--que quieres que te diga, a mí la religión y las vírgenes no me convencen ni me dicen nada.

Sencillamente tomó un avión desde Barcelona y vino a caer en mis territorios un miércoles de atardecida. Quiso la casualidad que en ese momento estuviera revirando muy cerca de mi casa la impresionante canastilla del Cristo de la Salud de San Bernardo, el cual pareció abalanzarse sobre mi amigo con el imponente realismo de su rostro recostado y la Fe desbordante de su gente. Aquél primer impacto causó su primera mueca de emoción, pero esta ya se desbordó hasta el llanto, como una auténtica Magdalena, cuando vivió en primera fila el impresionante derroche de fuerza y amor que se gasta la gente de la Lanzada en subir la cuesta del Bacalao.

Cuando empezó la banda a interpretar La Saeta de Serrat, en arreglo de Guillermo Fdz Ríos, ya no pudo más, se rindió de rodillas ante lo que estaba viendo y su llanto se transformó en auténtico jadeo. Yo, conocedor de su pasado, solo fui capaz de decirle:

.- Si estás a disgusto, dímelo, hijo mío, que nos vamos a otro sitio.

Ni que decir tiene que este hombre siguió viniendo año tras año hasta nuestros días, dándose la circunstancia de que al segundo o tercer año de pasar una Semana Santa de auténtico "jartible", viendo llegar un paso de una cofradía de barrio conocido por sus andares vistosos y su irresistible personalidad, observé que mostraba signos de disgusto en su expresión y que, levemente, decía que no con la cabeza mientras entornaba displicentemente los párpados. Me extrañó esa reacción pues sé que era de sus cofradías recientemente favoritas y le pregunté por lo que ocurría. ¿Quieren ustedes creer lo que me contestó?. Me señaló al Paso y entre circunspecto e indignado me dijo:

.- Vaya como viene botando ese patero derecho.

Pero dijo más, mientras yo enmudecía comprobando que tenía razón:

.- O cuidamos nuestras cosas o acabamos con esto en cuatro días.

Es decir, me estaba riñendo. Yo me santigüé y volví mi vista a la Virgen.

Pero de todos los casos paradigmáticos del irresistible imán de Sevilla yo me permitiría citarles el de quién hoy es mi esposa y madre de dos sevillanos que ya se han estrenado en los trámites nazarenos. Por si no lo saben, mi mujer es de origen navarro. Cuando yo le hablaba, recién ella llegada, además, de muchos años de residencia en la América Hispana, me preguntaba a mí mismo hasta qué punto estaba yo dispuesto a sacrificar mi Semana Santa en el caso de que llegaramos a más y a aquella muchacha no le entrara la Pasión por nuestras tradiciones, que, de hecho, es algo que a veces pasa.

De modo que aquél primer año en el que ella se llegó a Sevilla por Domingo de Ramos, les aseguro que procuré que disfrutara de la Semana Santa más excepcional que ser humano alguno haya conocido. Hablé con los capataces amigos para que le dedicaran las chicotás más emocionantes, diciéndoles si era necesario que se trataba de una pobre muchacha enferma que no acababa de recuperarse, alguno hubo que la miró, me miró a mí y me dijo "¿de recuperarse de qué, miarma?".

Le hice ver los misterios desde los mejores balcones, escuchar a saeteros emocionantes uno por cada lado, asistir desde rincones privilegiados a los momentos más enternecedores, presenciar desde su capilla la salida de algunos pasos y la recogida de otros... en fin, pasar una Semana que muchos sevillanos tal vez no conozcan. La cosa funcionó ya que desde aquel año se ha convertido en una sabia y prudente cofrade. Aunque el momento en el que comprobé que la Semana Santa había entrado en sus venas de forma irremediable ocurrió al cabo de tan solo un par de años, cuando, ya yo tranquilo sabiendo que no me iba a proponer que nos fuéramos a Benidorm o a Matalascañas, estábamos asistiendo en el balcón de un amigo al paso de una de las cofradías de su preferencia. Ella, aunque no se lo crean, estaba escuchando las transmisiones radiofónicas que Fran, Juanmi, Luis, Víctor, Araceli o Charo bordan en Canal Sur Radio y, en un momento determinado, hizo un gesto de manifiesto desacuerdo y enfado, ese al que me refería antes y que consiste en decir muchas veces que no con la cabeza. Cuando me interesé por lo que pasaba, temiéndome algo malo, ella, parsimoniosamente, se retiró un auricular de su oído y me espetó:

.- ¿Que qué ha pasado? Que la cofradía ha entrado con dieciocho minutos de retraso.

Y añadió:

.- ¿Hay derecho a esto?

Les aseguro que desde ese momento estuve mucho más tranquilo. Supe que, para siempre, yo y mis generaciones venideras, seguiríamos siendo cofrades.

¿Y por qué no irnos a los barrios?

Para ir a los barrios, a nuestros barrios más sevillanos, en Semana Santa yo me suelo limpiar mis zapatos como si fuera a pasar revista en mi antigua unidad de ferrocarriles. Y me los limpio al sevillano modo, cepillando y abrillantando hasta que en ellos pueda mirar, cuando la emoción me secuestra y el respeto me achanta la cabeza, la candelería de un palio como si fuera un pulido espejo.

Los barrios. Un respeto, señores, que estamos en los repelucos de Sevilla, en la sagrada tierra extramuros de la vieja ciudad, donde las hermandades más alejadas van a poner su cruz de guía rumbo al corazón de Sevilla para decir bien fuerte, a los cuatro vientos de la veleta del Giraldillo, que hasta aquí hemos venido porque así lo sentimos, así somos, así nos queremos y así os vamos a enamorar con nuestros mejores andares, con nuestras más perfumadas flores, con nuestras más veneradas creencias. Son las gentes del barrio León y del Cerro del Aguila, de Nervión y del Tiro de Línea. Son las Sevillas de lejos que tan cerca del corazón las sentimos cuando pasan por delante de nuestros ojos, llevando el orgullo de sus barrios con la misma elegancia y soberanía con la que suelen llevar sus pasos. Y detrás de ellos, siempre, siempre, me puso el repeluco a la altura del cuello, esos otros pasos interminables, ¿perdidos quizás?, de tantas y tantas mujeres, lloradas de cera, rezando tras sus palios a favor de no sé qué contraria pena.

Un respeto, que vienen los barrios, los barrios de la Sevilla más nueva, de la Sevilla que se saltó las murallas porque dentro ya no se cabía, porque se llevaron más allá del río y más allá del Cortijo Maestro Escuela a la Sevilla de siempre, la Sevilla que hoy aquí nos congrega. Un respeto porque nos van a embelesar con su alegría, nos van a poner un poco de azúcar en la hiel de una Pasión tan sentida, para que podamos sobrellevar los pellizcos del corazón de una semana tan grande con el relevo, con el respiro que cualquier cuerpo mortal necesita para una tarea tan abrumadora. Una alegría rara, especial, muy sevillana porque nos va hacer llorar. ¿Se puede llorar de alegría viendo al Cerro? Escúchame bien: si no lo has hecho haztelo mirar. Es un sentimiento confuso donde la emoción se nos escapa en una inteligible multiplicidad de sensaciones que tiene algo que ver con los niños vestidos de fiesta, con el tío de los globos de los pokemon, con el viejo amigo reencontrado en el mismo lugar de todos los martes santos, con ese barrio volcado en las calles, con ese, en fin, júbilo desbordante que nos contagia para serenarnos y emocionarnos a la vez.

A esos barrios les quiero dar su sitio, el sitio que ellos mismos han sabido conquistar en un territorio tan exigente para sus cosas como es Sevilla. Y ahí están. Por derecho propio. Mejor dicho, por esa izquierda "adelante" y esa derecha atrás. Que es su mejor cuerpo jurídico. Su más encastada argumentación judicial. Os espero este año como siempre os he esperado. Con las puertas de la sorpresa bien engrasadas para vivir con la intensidad que sabéis transmitir lo más hondo de una Pasión según los barrios, mis barrios de Sevilla.

A mi me gusta ir a Triana a otear sus sombras fugaces. Me gusta ese rumor de ángeles que surge de sus rincones. Me pongo de puntillas desde este lado del río para mirarla en secreto, para asomarme en ese momento en el que se cambia el vestido, justo al atardecer. El viento, en Triana, se hace sinfonía en los callejones y la luz me sigue por los escondites secretos. Me dejo ir, que es la mejor forma de sujetarse a uno mismo.

Adónde va esa Estrella que cruza como un escalofrío por entre niños y globos palmas en estado asombro?

De qué firmamento ha huido para hacerse mujer en Triana?
Que hijos del cielo la están llevando a hombros
Qué extraña y temblorosa filigrana
Danza en mis labios cuando la nombro?
Va a Sevilla.
Viene de San Jacinto y a San Jacinto mira
Quiere volver, atravesar su Altozano
Y una cava y una calle.
Y tantas vidas
tanto planeta temprano
que la espera de recogida
Quien dijo que una Estrella
era un brillo lejano
Nacido en alguna huella
De un firmamento quebrado?
Quién dijo que están remotas
De Sevilla las estrellas
Si aquí hay una que alborota
Con su cara de doncella
Con su nombre de lucero
De esos que el cielo regala
las noches en las que espero
Con los sentidos en danza
Se me abalance la luna clara
Y la luna no se abalanza.
Con ese llanto que alcanza
La espalda de una emoción.
Lágrimas de redención
De este largo laberinto.
Es el llanto de una estrella
Que en el cielo dejó huella
Y que vive en San Jacinto

Triana le da a la vida color de almanaque en fiesta. Tal vez con los ojos cerrados sabríamos que está pasando su gente, esa que camina como si navegara, surcando aceras, atracando en portales y zaguanes, saludándose como solo saben hacerlo las gentes de la mar, de puente a puente, de mano a mano. Triana tiene aromas de ciudad enamorada, y en sus días grandes saca del armario su ropaje de arrebato. Nada queda indiferente al paso de sus cosas porque no hay corazón que no se venza ante sus vendavales. El nazareno de la O no podría cruzar las aguas del río que frisa su capilla si no hubiera detrás y delante y la vera un pueblo levantado en amores aliviándole del peso del carey que fuerza su columna. Es el mismo pueblo que se viste de marinero de amores y sale a navegar desde la calle Pureza.

Y en Triana, mi Esperanza
Y en Triana, la señora
Que por las aguas avanza
Con seis varales de eslora
Una calle de barrio viejo
Que se convierte en altar
Y en barco que va parejo
Como un palio por la mar
Oleaje de blanca cera
desde babor a estribor
la mecen por habaneras
de corneta y de tambor
Sus banderas, estandartes
Marineros de costal
En la gente, su baluarte
Y en su memoria, arrabal
Su Palio, vela mayor
Su itinerario, la aurora
Su timón, un llamador
Y en el puente, la Señora
De grumete, un aguaó
por la proa, nazarenos
en la mar, un resplandor
y allá en el cielo, ni un trueno
Y sirviéndole de amparo
Donde las aguas se abren
Triana tiene su faro
En la Capilla del Carmen
Pañuelos de despedida
Que se echan a volar
Como lágrimas caídas
Que se ahogan en la mar
Bronce que tañe en repique
En la espadaña del puerto
mientras abajo, en el dique
parte un Palio a mar abierto
un viento por la trasera
chicotá tras chicotá
la lleva hasta la ribera
de la misma Madrugá
Un suave balanceo
Tiene su vieja madera
En su bodega, ajetreo
De hombre y trabajadera
el horizonte, Sevilla
hacia Catedral avanza
Que más allá de la orilla
Tiene espejo esta Esperanza
Adiós, Madre y Capitana
Tengas feliz singladura
Mañana por la mañana
Tu cara aún será más pura
Y De vuelta por la bocana
Del puente a la embocadura
El aire de tu Triana
Te ceñirá la cintura
Mientras, la sangre batiente
De las almas en espera
Dará color de poniente
A esta pronta primavera
leva anclas, barlovento
que hoy le sirve de vigía
entre el recodo del viento
su bendita cruz de guía
doce horas de crucero
corazones en bonanza
que en Triana, marineros
ya navega la Esperanza

La vida pasa como una lenta cofradía que siempre acaba siendo más rápida de lo que creemos. El está sentado a la vera de la vieja puerta caída de aquel zaguán en el que empezó a jugar a los medios amores siendo sesenta años más joven. Cada Lunes Santo sale religiosamente con su silla a contemplar la metáfora de la vida. Desde la Cruz de Guía a la trasera del Palio, la vida nace y muere como esa misma cofradía a la que ha dado los mejores años de su fecundo calendario. El pelo amarillea y las monturas de pasta ocre pesan en esa nariz aún sorprendida por los primeros azahares, solo unas semanas atrás.

Brazos cruzados sobre el pecho, como esperando un reto; rebeca porque "de estas tardes de abril nunca hay que fiarse" y la foto de su nieto en la cartera poco antes de que cumpliera con el rito de su primer cirio de cera blanca.

Ya llegó la Cruz de Guía:

.- ahí no vayais a ponerse que no veo.

Y ese primer tramo de nazarenos en el que debutaste. Qué pocos erais entonces. Piensas, una vez más, un año más, en el sagrado rito de salir de casa de la mano de tu padre, por primera vez, vestido de nazareno. Y piensas, inevitablemente, en los rubores de emoción que él debió sentir aquella lejana tarde mientras tiraba de ti para soltarte de los brazos de una madre que aún te estaba estirando la túnica. En tu casa olía a alhucema, cisco de picón. En tu calle, los niños de entonces disputaban los piojos y las bolas, en el cielo aún no habían tranvías y Sevilla, en tu memoria, se parecía mucho a una gota de miel, tibia y espesa, que se desliza suavemente hasta el pecho.

Hoy en tu silla, esa desde la que pueden seguirse las costumbres de los gorriones, te ves en tantos chiquillos que estrenan impaciencia y que empiezan a tragarse, sin apenas darse cuenta, el libro de reglas no escritas de su ciudad. Acabarás subiendo al balcón, como cada año, cuando llegue ese otro tramo de tan jugosos recuerdos, de cuando eras nazareno con novia y ya portabas aquella humilde vara de cofradía de barrio. ¡Con lo que te gusta a ti ver a tu Dolorosa desde ese perfil derecho, a ras de suelo, como hay que ver a la Virgen!. Y otra vez a tragar Palio.

Tu quisieras pero tus piernas ya no están para una bulla. Tu cofradía iba creciendo de noche en noche, limpiando la plata y pespunteando cuaresmas. Sábado Santo aquél de Santo Entierro y de Estandarte recogido en casa hasta llegar el Corpus. Empezaban entonces las casas de Hermandad, tímidamente, según el poderío. Vuestra Casa era la cochera de algún hermano o la misma Sacristía de la Iglesia. Noches de tabaco de picadura liados con el mimo que da la escasez; noches de Radio, noches de Cruz de Guía; noches de horas y horas de tertulia.

.- estas son horas de llegar, Antonio?,

.- mujer si es que ha venido Don Gonzalo, el capellán del aire;

Noches de reparto de túnicas, así a ojo, en lo que no fallabas nunca:

.- A ese niño tráele la 147

Y le iba perfecta, luego a su casa a orearla y a que su madre le cambiara la tela del antifaz "que nunca se sabe quien la llevaba el año pasado"; noches de repasar las canastillas con purpurina; noches de fiambreras de bacalao con tomate esperando en vísperas que algún hermano llegara tarde al reparto. Noche y noches y tardes y tardes. Tardes de zaguán y de costaleros que saben que los zaguanes de Sevilla son los camerinos donde vestirse de héroes.

.- Niña, ¿cuantos nazarenos dices que salen este año?, ¿mil setecientos?

¡Madre del Amor Hermoso! Pues no nos hemos llegado a inventar cosas para estirar la Cofradía.
Cuando eras Diputado de Cruz de Guía tenías que pònerte de acuerdo con el Diputado Mayor de Gobierno si parabas la cruz en esa calle a la altura de la primera cartelera del cine o de la última, porque siempre le faltaban diez metros de cofradía junto al Palio.

Ese mismo Cristo que está anunciándose en los tambores que ya te retumban en el pecho, es el Cristo de la fotografía de tu recibidor, junto al viejo bastón que gastó tu padre y que has gastado tú, sobre un jarrón con destellos rojos que nunca acaban de oler a campo pero sí a nostalgia y junto a la misma silla que todos los años conoce el camino de subida y de bajada. Conoces la mirada de esos ojos porque es lo primero que has estado mirando toda tu vida al entrar en casa, yendo o viniendo de aquél trabajo que hoy te ha dejado una calderilla y la fotografía en colores del día de tu jubilación. En el horizonte relampaguean los ojos de la tarde que al apagarse dejan escuchar la voz antigua de los cielos de abril.

Realmente la casa no debería tener tantos espejos. Desde que estáis solos no necesitáis veros más que el uno al otro. A veces la vida te parece una cosa tan vana que hasta sientes deseos de ir apagando las lámparas para que tus ojos descansen en la sombra. El café siempre acaba derramándose en tus pantalones, algún canalla aparta las paredes de casa para que no te apoyes y ya han de decirte dos veces las cosas para que las oigas bien.

Sin embargo quisieras sacudirte el polvo de los días y bajar con ellos a llenarte los ojos de lágrimas y los bolsillos de caramelos, a sujetar tu antifaz con tu mano vigorosa, a mirar muchachas agazapado en tu anonimato, a saludar discretamente con un gesto de tu mano a los conocidos de la carrera oficial, a escuchar de nuevo al Brigada Rafael, a mirar una y otra vez a esa Dolorosa que obra el milagro serpenteante de una larga hilera de nazarenos...

¡Ay, si tuvieras cincuenta desengaños menos!
Y cuarenta madrugadas por vivir
Y a tu vera aquellos ojos tan morenos
Con hechuras de sirena
Que también vivía en San Gil
y se llamaba Macarena
Que contigo y tus anhelos
Andando en pos de los cielos
y con la misma exigencia
Año a año y a tu vera
Fue una mujer nazarena
Con solo una diferencia
No le hizo falta una túnica
Era de los dos la única
En creerse la penitencia
Y el tiempo os ha mantenido
Y os ha plateado la sien
Juntos, cómplices los dos
Tu en tu balcón, embebido
Y ella embebida también
Para dar gracias a Dios.


¿Cómo te gusta más la Macarena, sevillano?

¿Con la penunbra del último brillo de su candelería o con la primera luz de la mañana asaltando su rostro en una calleja?

Dime, ¿cómo te gusta más?

¿En la soledad de su camarín o en la multitud de su Arco?

¿Cómo te gusta más la Macarena?

¿En la suave y llorosa mecida de cualquier segundo de la Estación de Penitencia o en su víspera hebrea de una tarde de paseo?

Dime, sevillano, ¿cómo te gusta más?

¿Surcando el atronador griterío de corazones que la espera en su salida o recogiendo el caudal de lágrimas que la arropa en su vuelta?

¿Cómo te gusta más la Macarena?

¿En la quietud de Sor Angela o en el arrebato del Duque?

¿En el silencio de la Catedral o al amparo de las voces de su barrio?

¿Entre el bullicio de calle Parras o en su encuentro con la Anunciación al compás melancólico de Valle?

Dime, ¿cómo te gusta más?

¿Viéndola llegar, buscándote con su mirada oyéndose de ti, mientras ves su Palio cimbrear por su trasera y te invade esa pegajosa agonía de lo ausente?

Hoy se aparece Dios en el relente
De una noche resuelta en Macarena.
Se me avivan los pulsos bruscamente
Y enloquecen a su paso por las venas
Voy contigo, Señora, hacia la calle
Esperando el milagro y el asombro
Ceñiremos Sevilla por el talle
Y a la luna, el brazo por los hombros
Tú tenme, Macarena, sin medida
Predispuesto a añorarte y a quererte
Porque una aurora entera fue vencida
Para llegar aquí, y poder verte
Y para hincar al pie de tus altares
El peso de mi fe en mis rodillas
Y esperar que en el cielo se dispare
Un repique de amor y campanillas
Que anuncie que la Madre de Sevilla
Llega a casa, feliz, amaneciendo
Tan hermosa, resuelta y tan sencilla
Que hasta el cielo en su amor se le va abriendo
Azahar por los ojos, por las manos
Siento a Dios cabalgando por mis venas
Yo no sé lo que pasa, sevillanos
Cuando miro pasar la Macarena

Me siento en la obligación de contaros una pequeña historia. Es la historia dramática de una muchacha de apenas quince años, llamada Granada en honor de la Virgen de Llerena, pueblecito extremeño lindante con la provincia de Sevilla que tal vez muchos de vosotros conozcáis.

Prácticamente vi nacer a esa chiquilla, hija de unos viejos y entrañables amigos, a la que una deficiencia cardíaca provocó una irremediable y definitiva embolia. Sus padres apenas tuvieron tiempo de tomar su mano y ver sus ojos cerrados, y su cuerpo inerte y su labio breve y adolescente desdibujado por la gravedad. Fueron interminables días de agonía. Días de despedida. Días de desolación. ¿Qué puede ser peor que ver morir a un hijo en la primavera incipiente de la adolescencia?. El catorce de diciembre era la noche del traslado de la Macarena desde su camarín al altar. El Hermano Mayor me había confiado el emocionante privilegio de tomar a Nuestra Señora por la cintura durante ese fugaz paseo por los cielos. Los padres de Granada, al borde ésta de su último suspiro de vida, supieron de boca de los médicos lo irreversible de la situación: los jazmines de sus ojos no se habrían de volver a abrir. Solo quedaba la Fe, la que consuela territorios anegados por el llanto, la que brinda al hombre la esperanza de cada amanecida. Aquella noche, con el rostro de Nuestra Señora a unos pocos centímetros de distancia, rogué con todas mis fuerzas que las manos de Granada fueran las mías, que sus labios fueran los míos, hechos oración y súplica. Rogué a la Macarena consuelo para esas almas, regazo para esa niña, plaza de amor en el paraíso, milagro en la Tierra, vida en la vida. Se lo dije en el verso asonante de una oración, en el ruego descarnado de mi corazón apesadumbrado. Mis manos estaban en el talle de la Madre de Dios y mi mejilla rozaba la suya, en un sueño imposible de hombre enamorado. Al día siguiente, una llamada telefónica comunicó lo que todos veníamos esperando. Un hilo de voz emocionado y lloroso me confirmó que a esas mismas horas de la noche de ayer, Granada, la dulce muchacha que apenas había estrenado el camisón caliente de la vida, la novia impensable de esa muerte inesperada, la breve Granada de una vida apenas asomada al balcón de las cosas.... ante el asombro de sus médicos y cuidadores, había experimentado una inexplicable mejoría, había abierto sus ojos, tomado la mano de los suyos y pronunciado el nombre de su madre con un hilo de voz tras el que se adivinaba la vida.

Estaba viva. Nadie podía explicárselo... excepto yo.

No digáis que me lo calle
Porque merece la pena
Yo tuve a la Macarena
Sostenida por el talle
Si me faltaba un detalle
Para sentiros hermanos
Miradme aquí, en estas manos
Donde el amor dejó huella.
Después de tocarla a ella
¿soy de aquí o no, sevillanos?

Debió de ser poco después de las nueve. Inevitablemente, tuvieron que encontrarse en ese limbo blanco de la inconsciencia.

No pueden oírme,
ni saber que tengo los ojos abiertos
Ni sentirme
En el calor de un cuerpo cubierto
Ni en el temblor de la mano de los dos
Y tu quien eres
Yo me llamo Macarena
y soy la Madre de Dios
¿Macarena?
¿Por qué sabes quien soy yo?
He subido yo hasta el cielo o...
has venido tú como último consuelo
No. Alguien me lo pidió
Y en su voz a contrapelo,
vibraba un dolor humano
que llegaba hasta las manos
Conque asía mi cintura
La habitación es oscura.
¿pueden verte los demás?
¿Te están viendo así,
sin tu manto,
sin corona,
y con ese fulgor blanco
que no había visto jamás?
Solo ve quien ha de ver.
La muerte que desazona,
brinda
a cada persona
instantes para que piense
y prescinda
de cualquiera menester.
Siéntate aquí, a mi vera, y dime
¿voy a morirme, Señora?
Eres pronta primavera,
y tal vez no sea aun la hora
de recibirte en el cielo
como un alma voladora
escapada de su nido
a destiempo y a deshora.
¿Qué es la muerte, Macarena?
¿La muerte?
La muerte es una cadena
que se ata o que se parte
según lo sienta la Fe
que se esconde y se reparte
en el fondo de ese alma
que Dios de un vistazo ve
¿Y mi gente, Macarena?
Volverán a hablar contigo,
volverán a ver tus ojos,
volverán a ser testigos
de tus pulsos, tus antojos
y tus años que bendigo.
Pues por hoy el Paraíso
puede cruzarse de brazos.
Vi partir de mi regazo,
a un hijo de treinta y tres años
y lo sé todo de la ausencia y de la pena
y de todos los aledaños
de tan terrible condena.
Quédate en paz, jovencita.
Y ven a verme, a que te vea.
Cuando estés en mi presencia,
verás que me centellean
los ojos y que mis labios
te hablan con la querencia
de quien desde hoy abriga
la esperanza de encontrarse
con los ojos de una hija
que por edad es mi amiga.

Vuélvete atrás, muchachita,
quédate en casa y recuerda
que quien llegó de San Gil te dijo
que aunque el cielo te pierda,
gana la vida, vive un hijo
y la nueva alborada
que ahora en tus ojos se estrena.
Y Vete con Dios, Granada
Si es contigo, Macarena.

Y ya poco más. Solo, si acaso, una postrera reflexión. Empieza un nuevo milenio. Y nos enfrentamos a un manojo de retos personales y colectivos que van a poner a prueba nuestra Fe, nuestra fuerza, y, especialmente, nuestra imaginación. Lo mejor, por qué dudarlo, está por llegar, pero no debemos perder de vista determinados aspectos que nos deben mantener alerta.

La Semana Santa, no nos engañemos, ha pasado de ser un objeto de culto íntimo, personal, lleno de resortes secretos, a convertirse en un objeto de culto masivo. Nadie es culpable en primera persona, aunque todos y cada uno de nosotros añoramos los días en los que se podía ver venir un paso, tras una hilera de luces tibias, en una esquina cualquiera. Eso ya no es posible. Y no sabemos lo que no será posible dentro de unos años. Dar viejas dimensiones a lo que está por venir es muy difícil, casi imposible, pero ese, y algún otro, es el reto: redimensionar, devolver las cosas a sus proporciones lógicas. Y construir entre todos una Iglesia comprometida, valiente, actual. Nosotros somos Iglesia, no sólo los sacerdotes. No nos encerremos en las sacristías, ni en las salas capitulares; saquemos a Dios a la calle y hagamos de este siglo XXI el escenario de tanta justicia pendiente.

Porque hace ya dos milenios que, como escuché relatar en la siempre cercana América, vivió un hombre que sólo saboreó la vida durante treinta y tres años: era hijo de un humilde carpintero, nació en un pequeño pueblo y vivió en otro hasta que cumplió los treinta. Nadie supo nada de él durante ese tiempo. Predicó entonces durante tres años. Nunca tuvo una familia, ni un hogar, ni vivió en una gran ciudad. Nunca viajó mas allá de doscientos kilómetros de su lugar de nacimiento. Jamás escribió un libro, ni abrió una oficina, ni fundo una compañía. La opinión pública viró contra él y sus amigos le dieron la espalda. El perdonó a sus enemigos y fue crucificado entre dos ladrones.

Al morir, sus ejecutores se sortearon la que era su única propiedad, su túnica, poco antes de ser enterrado en una tumba.

Han pasado veinte siglos, dos mil años, y ese sencillo hombre es hoy la figura central para la gran parte de la humanidad. Todos los ejércitos que han desfilado, todas las armadas que han navegado, todos los reyes que han reinado, juntos, no han tenido la misma influencia sobre la vida de los seres humanos que tuvo ese hombre que protagonizó una vida solitaria.

Hoy mismo estallará Sevilla en vísperas y la ciudad hablará del pregón: en familia, entre amigos o en las célebres tertulias cofrades, esas tertulias –El Cirio Apago, Los Esplendores, El Cabildo, Homo Cofrade--, con su muchísima gracia y su mijita de colmillito. Sed magnánimos, sevillanos, que se ha echado la noche a manivela y ahora soy nazareno de vuelta a casa. Es cuando pido al tiempo que pare, que necesito soñar.

Soñar que de veras he estado aquí, que de veras te he tenido para mí durante algo más de una hora, Sevilla. Desde hoy, y con la edad que tengo, ya no aspiro a labrarme un futuro, sino a labrarme un pasado.

Me aturdo entre la nana y el respingo, entre las cruces y las rosas. Tengo la suerte de saber como suena el amor de Sevilla desde este lado. Cruza las esquinas la sombra del Angel y todo lo envuelve ese aire de milagro cumplido.

Caricia, y sollozo, y fe y certeza
María ofrece como aurora al día
eterno todo siempre en su belleza
De lumbre alta como luna fría
Por tu hijo trajina una tristeza
Que en tu rostro se sacia de agonía
Y sin deseo el alma a darse empieza
Entera cuenta de su voz tardía
El mundo en desafío ante tu puerta
Mi amor de hombre, carga endurecida
Y su pasado roto, y su alma herida
Mis extremos silencios de agua incierta
Y mi ansiedad de ti, y sin medida
Mi esperanza, Candelaria, y mi vida


He dicho

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